Avisos Legales
Opinión

¿Pena de muerte de nuevo? Nada nuevo bajo el sol

Por: Jaime Galgani | Publicado: 08.02.2018
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No es nuevo decir que en un mundo en que se cobre ojo por ojo y diente por diente, terminaríamos todos tuertos y desdentados. No es nuevo reclamar la esperanza de transformación del criminal.

Cada vez que alguien pide restituir la pena de muerte, se corre el riesgo de que la opinión pública (siempre tan fastidiosa) recurra a expedientes del pasado y reclame, a los mismos que la piden, la negligencia o la omisión intencionada que tuvieron en otras materias (plebiscito para la eliminación de AFP, por ejemplo). Y, por si fuera poco, comienzan a sacarse los trapitos al sol aludiendo a la cercanía que los solicitantes tienen con delitos de lesa humanidad, violaciones criminales al derecho a la vida y a la dignidad en antiguos campos de concentración, complicidad con afamados obispos y sacerdotes en materia de delitos sexuales, etc. Con justa razón, muchos advierten el oportunismo político de Iván Moreira al tratar de tapar, con el dedo de la justicia humanitaria, el sol de sus propias “yayas”. En fin, tratándose de vida humana, tocamos en lo de siempre: que todos tenemos tejado de vidrio y que, como ya dijo Jesús (si se me perdona la cita religiosa), el que no tiene pecado tire la primera piedra.

“Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”. Esta cita de Plauto, que Hobbes popularizó siglos más tarde, recuerda que la condición humana siempre está al borde de la tentación de no juzgar al otro como tal. En efecto, a causa de su ideología política, su orientación sexual, su raza, su religión, su origen étnico, su minoridad etaria y su sexo, secularmente se han producido efectos criminales por parte de quienes consideran que “el otro”, por ser distinto, pierde su naturaleza y su derecho a ser tratado humanamente. En esas circunstancias, no cabe duda de que el hombre se convierte en un lobo para sus semejantes. Mi abuela, que no conocía a Hobbes, y mucho menos a Plauto, decía, cuando se refería a ciertas personas que huían de las ratas: “le temen al ratón, y no le temen al hombre que es el animal mayor”. Pues bien, contra esta realidad, las distintas naciones, han venido sancionando, poco a poco, disposiciones legales en defensa de aquellos que resultan desfavorecidos en la contienda social. Algo se ha hecho, aunque tardíamente, para crear lo que hemos llamado “civilización”.

Con todo, y aun cuando en esta materia quedan puntos por resolver, diversas naciones han llegado a legislar en beneficio de los derechos a la vida que tiene aquel que no ha demostrado ningún respeto por la de los demás. Aludiendo a diversos argumentos, en definitiva, lo que se quiere reconocer es que, incluso el individuo caído en la más horrenda abyección de la criminalidad, incluso ese que ligeramente asimilamos a un bruto de las cavernas, también es un ser humano. Es cierto que la emotividad colectiva reacciona con espanto ante estas consideraciones, pero el beneficio de la Ley es que ella asienta sus bases en la Razón y el Derecho y no en el arrebato momentáneo de quienes juzgan que la justicia es sinónimo de venganza.

Contra estas tendencias facilistas que pregonan soluciones como la pena de muerte, quiero recordar tres pensamientos importantes. El primero, de Violeta Parra que, con su canción-manifiesto “Volver a los diecisiete”, nos enseñó a cantar que “el amor es torbellino / de pureza original”, ante cuya presencia “hasta el feroz animal / susurra su dulce trino”. El segundo, la doctrina moral del Cardenal Silva Henríquez sostenida en la convicción de que el Cristianismo, en su raíz más pura, remite a una concepción que permite considerar al otro, no solo como un “ser humano”, sino, más aún, como un “hermano”. Coincidente con esta doctrina, y en tercer lugar, un antiguo cuento oriental, dice que, mientras no veamos en un hombre a un hermano y en una mujer a una hermana, siempre será de noche en nuestro corazón.

Nada de esto es nuevo. No es nuevo decir que en un mundo en que se cobre ojo por ojo y diente por diente, terminaríamos todos tuertos y desdentados. No es nuevo reclamar la esperanza de transformación del criminal. Sin embargo, es necesario insistir, es necesario volver al origen de nuestra vocación restauradora. Es más difícil regar y cultivar bien el campo que quemar los brotes aparentemente inútiles o fallidos. Es un imperativo existencial creer que, como decía André Malreaux, “existe una esperanza grande y profunda en el Hombre”. Solo así no será en vano que, en junio de 2001 se haya iluminado el Coliseo durante 48 horas en homenaje a que Chile había legislado la abolición de la Pena de Muerte.

 

Jaime Galgani