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Opinión

Ser trans o ser cis: La falsedad de los nombres, la verdad de tenerlos

Por: Luc Gutiérrez | Publicado: 23.05.2018
Ser trans o ser cis: La falsedad de los nombres, la verdad de tenerlos 22472205_10156601365354338_2013624034_o | Daphne y Omar: La pareja trans donde fue el hombre quien dio a luz a una hija / Pablo Álvarez
La persona trans hace ver lo ridícula o insuficiente de nuestra ambición cis de calzar un poquito mejor donde, por definición, no calzamos. El binarismo nos aplasta a todos. Y por cargar con esa ambición, por moverse con ella, por hacer explícito que hay dos espacios y que esos espacios nos pesan, la persona trans se convierte en chivo expiatorio. Hace visible nuestro propio sufrimiento ante las categorías, nuestro fracaso en encarnarlas y, por esos se arriesga.

“Trans” es un prefijo que designa a través, más allá, pero también «cambiar profundamente», «atravesar». Y como todos los deícticos, lo denominado cambia según factores extralingüísticos: «transandino», casi siempre enemigo en el fútbol, puede ser chileno o argentino, dependiendo de dónde esté el hablante. Cis, en cambio, designa «del lado de acá», con ese acá determinado, también, por dónde lo profiramos. Como Cisjordania.

El «transgénero», quien no se encuentra en su casa donde lo pusieron al nacer, se desplaza, porque se identifica de otra manera. Eso toma la forma de un movimiento que puede ser discursivo, hormonal, quirúrgico, social, y que con frecuencia es todos los anteriores. Cisgénero, en cambio, es el que acepta su cuerpo biológico asignado al nacer como adecuado al suyo. Esta del lado de “acá” (sea cual sea ese) y no se mueve. Esas son las definiciones binarias con las que empezamos a hablar de género y de ser trans. Hay más, claro, y de eso se trata esta columna: la columna de un trans masculino, por definirme yo también.

No sé de dónde empezar a hablar de ser trans, excepto desde una disculpa que no solo cae en la retórica del «perdón por hablar de un tema que no domino». Mi disculpa puede que se tome la columna entera, que sea esa columna.

Soy trans, pero vivo eso desde un acercamiento mayormente discursivo y cuya operación sobre el mundo me ha sido más o menos cómoda, hasta ahora.

A diferencia de muchas personas trans, no he vivido un tratamiento hormonal, cirugías, la búsqueda de trabajo o de un lugar donde vivir después de proceso de transitar legalmente. No he vivido, entonces, la exigencia que transitar ejerce sobre el propio cuerpo, ni la dureza del cuerpo social que recibe (o no) al trans, ese que se desplaza, a un lugar que no era el suyo. A diferencia de tantas personas trans, nunca me ha dejado una pareja porque mi cuerpo no calce con lo asignado al nacer. No me han negado trabajo ni vivienda por eso. No me han prohibido ver a mis hijos.

Todos sabemos bien que por cada Daniela Vega, que vive el triunfo después de años de lucha y de poner su cuerpo, literalmente, en la pelea por establecer su yo y mantenerlo en una sociedad hostil, hay muchas mujeres trans que no viven un triunfo y sí la pelea, que se juega en tantos frentes: ser llamadas por el nombre elegido, no ser acosadas ni agredidas, ser aceptadas como mujeres aunque no tengan cirugía, tener familia. Los aplausos a Daniela Vega cuentan mucho por el logro de ella, y también porque son aplausos, abrazos que no sabemos darles a las muchas mujeres que día a día se desplazan, tienen que desplazarse, para seguir visibilizándose como son, y a niños y niñas que están recién empezando esa pelea.

He vivido, poco y sin mucha valentía, las pequeñas humillaciones que algunos profesionales en salud todavía llevan a cabo en la población trans. Tuve un sicológo bastante bruto que, además de preguntarme si había algo autodestructivo en mi pelo corto, en mi no «sacarme partido» (todo esto, después de haber partido nuestra relación terapéutica diciéndole que me considero trans masculino) al que le dio por decirme por Virginia, mi nombre de nacimiento, en vez de «Luc», el que he elegido. «Es que tienes que hacerte consciente de que ese es tu nombre, Virginia, con ese nombre naciste”. Como si no supiera.

Hay otras violencias que me dan más miedo. Veo en la página de Facebook de trans masculinos, creada para ayudarnos con datos sobre valor de neurobionta, dónde inyectarse, dónde comprar binders, qué cirujanos y otros doctores recomiendan, veo ahí (y tiemblo) preguntas sobre trabajo. Versiones de «amigos, soy artista/ profesor/ diseñador, pero trabajo en lo que sea, solo quiero tener pega» aparecen con frecuencia. El capitalismo es duro, pero es más duro para alguien que se desplaza, como saben bien migrantes y trans.

El trans masculino, por su parte, está más invisibilizado: “pasa” más. Hay más privilegios en masculinizarse, también, en Chile, que en hacer la operación opuesta. Pero sobre todo, yo he vivido mucho en la relativa comodidad cisgénero. Me he hallado más o menos en casa en ella por 39 años, y por eso me he dado cuenta de que ser cisgénero determina nuestra visión del mundo trans.

Conozco bien al cisgénero porque lo fui antes de ser trans—lo fui antes de saber que había categorías sobre ser trans y cis. Lo fui en la adolescencia, donde solo conocía una forma de ser mundo, la cis, que no tenía nombre, porque era la única, y en la que yo fracasaba, aunque sin estrépito. Lo fui después, cuando conocí, ya de adulto, a gente trans, a un hombre trans de mi edad, Cáel Keegan, un hombre trans de mi edad al que conocí con falda y llamándose de otra manera, y ahora es un profesor universitario con barba y tatuajes.

Conozco bien al cisgénero, también, porque soy trans bastante closeteado, y de eso se trata esta columna, también. La gente que me quiere me dice “Luc”, tengo el pelo corto y uso binder a veces, pero no me perciben como varón en la calle, y uso el Virginia para cosas laborales. Soy un trans que la saca barata, porque tengo doble vida. Y en ese sentido, me percibo mucho más, sobre todo en el lado femenino de mi doble vida, en el cisgénero.

Por eso mismo, también, creo que el cisgénero no existe, salvo como definición de una identidad de género perfecta en términos performático a la cual nadie está a la altura. Acá el feminismo nos puede ayudar a entender. Es que, francamente, quién, aunque se sienta cómodo siendo llamado hombre y lo haya sido desde que nació, se siente cómodo en todo momento con la masculinidad que se le atribuye, con que le gusten los trenes y los autos y nunca las muñecas, con que favorezca necesariamente ciertos colores sobre otros para vestirse, con seguir una determinada curva fónica al hablar que no puede incluir más registros sin que lo tachen de otra cosa. Casi por definición, un hombre tradicionamente considerado cis, que no tiene deseos de ser “mujer”, pero que tenga rasgos femeninos, como muchos hombres cis gay o bisexuales, tuvieron una adolescencia difícil precisamente a causa de este fantasma cis que pesa sobre todos, que dicta cómo esta definición de cis nos complica.

Incluso la mujer cisgénero más convencionalmente femenina, el varón cisgénero más convencionalmente masculino, tienen que trabajar para seguir siendo cis. Ninguna, ninguna mujer, no solo las mujeres trans, nace con manicure hecho, con sostenes puestos, con tacos incorporados, con pelo hasta los hombros o la cintura. Ningún hombre, tampoco, tiene la estatura perfecta, el pelo perfecto y (se tiende a caer con la edad), la barbita preciosa, a la vez suave, fácil de afeitar y bien rellenita, el pecho masculino (pregunten a sus conocidos hombres cuántos han sufrido por tener tetas; fíjense, en la ropa interior de hombre, en esas camisetas de material resistente que prometen no dejar ver grasa indeseada). El hombre cis que tiene que vendarse, como el hombre trans, porque no se ve masculino con pechugas, existe, y mucho.

Ningún niño es cisgénero, pero vive teniendo que serlo. Las categorías de juguetes según género, los colores ya desde el nacimiento (azul para niño, rosado para niña). La expectativa de fútbol o conversación en el recreo, la demanda ya desde el lenguaje, nos sitúan desde que existimos en un lado u otro. La categoría cisgénero existe como marca de un privilegio que casi nadie tiene—que tienen quizá uno o dos modelos, o algunos actores de Hollywood, y dios sabe qué pagaron ellos, en costo personal, por estar ahí. Existe como modelo inalcanzable y como dispositivo para hacernos calzar con algo con quien nadie calza (de nuevo, el feminismo nos ayuda cuando nos recuerda que no hay mujer real que calce con las demandas del patriarcado). La persona cis no existe en el mundo, pero nos exige desde el imaginario.

Por eso quizá a todos se nos visibiliza tanto la persona trans, para bien o para mal.

Alguien trans es alguien que ha elegido hacerse consciente de lo que implica la demanda cis y vivir contra ella, pero con ella como eje—porque, diablos, no hay opción. A diferencia de no-trans, ha tenido necesariamente que pensar el tema y tomar una postura. Con palabras, con su cuerpo y también en lo que se escapa de esos espacios, toma el guante que la incomodidad y el binarismo nos lanza. Se interpone, literalmente, para dejar de calzar socialmente y para, en línea con su deseo, hacerse calzar socialmente de una forma nueva.

Deshace su cuerpo natal para hacerlo reconocible, ante la misma sociedad, como del eje opuesto de ese binarismo. Se corta el pelo o se lo deja crecer, usa prótesis o implantes para tener tetas, se venda o se opera para no tenerlas: se maquilla, se pone zapatos más altos, se hormona, reaprende formas de hablar en el fono-audiólogo. “Pasa” o no, con un costo enorme, y, a diferencia de la mayoría de nosotros, se visibiliza en esa operación, sobre todo las trans mujeres, porque este es un mundo machista. Y al visibilizarse, se pone también en peligro.

La persona trans hace ver lo ridícula o insuficiente de nuestra ambición cis de calzar un poquito mejor donde, por definición, no calzamos. El binarismo nos aplasta a todos. Y por cargar con esa ambición, por moverse con ella, por hacer explícito que hay dos espacios y que esos espacios nos pesan, la persona trans se convierte en chivo expiatorio. Hace visible nuestro propio sufrimiento ante las categorías, nuestro fracaso en encarnarlas y, por esos se arriesga.

El machito que le pega con sus amigos a una trans en un disco, después de la performance, ¿le pega a lo que ve ahí de su deseo de feminizarse o de su insuficiencia viril? El hombre cis de familia que se acuesta con una mujer trans, pero que no sería su pareja, ¿a qué le teme, exactamente? El liberal que dice que todo bien con los derechos trans, siempre que no se metan con sus hijos, ¿espera que esos hijos caigan del lado que corresponde en esta exigencia de ser cis, para que después sufra tratando de estar a la altura, porque los hombres son campeones y gastan tres condones cada vez que follan, si tienen plata, y las mujeres lindas quieren tener pelo largo y pintarse las uñas, todos los días, tengan ganas o no? La persona trans se convierte en chivo expiatorio para los que no sabemos bien qué hacer con nuestra incomodidad y nuestro susto de no ser el cisgénero que, en rigor, no puede ser nadie, porque todos temblamos y nos movemos, aunque estemos del lado de acá, porque todo lo que vive, tirita y vibra.

Existen los de genderqueer también, los que son fluidos, y no quieren estar de un lado ni de otro en esta categorización precisamente por las contradicciones que entraña. Pero nuestra sociedad no ve así, y por queer o fluido que sea alguien, siempre termina cayendo en un lado u otro de los ojos y del discurso Su ser cis, entonces, se mide por el privilegio. Hay que ser ermita para salirse de esto: hay que ser (lamentable, involuntariamente) bastante mártir para desafiarlo. Eso es ser trans, ahora, en este mundo.

Esto es columna, aunque sea una columna un poco teórica, y por eso termino con una petición personal. Soy un trans masculino, complicado con los binarismos, pero deseoso de hacerse cirugía para no tener tetas y reconocido como trans, a secas. Fluido, pero con privilegio al que se aferra y con mucho miedo. Me da pavor que mi cuerpo, por volverse otro, se haga imposible de ser querido para los que me conocieron como soy. Me da terror dificultarme la ya difícil tarea de mantenerse con trabajo. Si me ven por ahí, sepan que no quiero ser mártir, pero sí ser visible, y díganme Luc. A mi familia, a mis amigos, a mis colegas, quiero pedirles que me quieran igual, que soy (o no) la misma persona, y que esa persona los necesita.

Luc Gutiérrez