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Opinión

Racismo, Estado y chilenidad: Falacias de la visa consular a ciudadanos haitianos

Por: Menara Guizardi, Tomás Greene y Eleonora López | Publicado: 26.05.2018
Racismo, Estado y chilenidad: Falacias de la visa consular a ciudadanos haitianos A_UNO_738286 | Ciudadanos haitianos en Chile. Foto: Agencia Uno.
¿Por qué no nos llama la atención que la autoridad migratoria, mientras limita el ingreso de haitianos al país, al mismo tiempo anuncie la creación de una visa especial para quienes tengan títulos de postgrado en alguna de las mejores 200 universidades del mundo (situadas, en su mayoría, en países europeos o de Norteamérica)? ¿No es esta una nueva forma de seleccionar a nuestros migrantes con criterios racistas, que no hace sino profundizar todavía más las graves diferencias sociales que dividen a nuestro país?

No nos gusta que nos digan racistas. Nos da vergüenza cuando nos lo enrostran, y entonces decimos: “No, no es que yo sea racista, pero objetivamente los peruanos (o los colombianos, o los haitianos) son… ”. Al intentar justificarnos, damos cuenta nuevamente de nuestro racismo y, adhiriendo a verdaderos malabarismos conceptuales, lo disfrazamos en argumentos que pretendemos legítimos (la “objetividad”, en el ejemplo anterior). Vivimos en una era cínica, caracterizada, entre otras cosas, por la dificultad transversal (de personas, grupos, instituciones, gobiernos) de aludir a ciertas violencias por el nombre que les cabe. Cuando denegamos llamar el racismo por su nombre, contribuimos fuertemente a su existencia y a la profusión de sus consecuencias más nefastas.

Hay racismo cuando consideramos que personas de un grupo distinto al nuestro, ya sea por sus apariencias fenotípicas, su religión, su lengua, su adscripción étnica, entre otras, presentan características de inferioridad, las que asociamos (no siempre de forma explícita) a condiciones biológicas. El racismo, en su acepción más clásica, resulta precisamente de esta operación que enmarca las prácticas y experiencias de los grupos como determinadas por una supuesta característica biológica relacionada, a su vez, con el color de la piel, de los ojos, del pelo. En términos científicos, tanto la antropología, la arqueología, como la sociología han demostrado que esta relación causal entre biologías, sociedades, comunidades y culturas es una ficción. La biología genética también lo hizo, desde los hallazgos del Proyecto Genoma Humano, los cuales identifican que los seres humanos no tenemos distintas razas en términos genéticos, sino que somos todos de una misma raza: variamos solamente en aspectos más tangenciales de la estructuración de nuestros ADN.

Con todo, a contracorriente de aquello que nos enuncian las ciencias, seguimos estructurando apreciaciones despreciativas sobre las gentes y grupos según enunciados tácitamente racistas (“los indios son flojos”, “los negros son puro cuerpo”). Pero también hay racismo cuando consideramos que algunos son superiores (“los europeos son más desarrollados”), porque esa superioridad siempre se entiende en relación con la inferioridad de otros. Hay racismo en nuestros paternalismos (“pobres haitianos”) o en nuestros asimilacionismos (“si quieren venir a quedarse a Chile, se tienen que adaptar a nuestra cultura”). Desde que se ha vuelto políticamente incorrecto adherir abiertamente a concepciones racistas –cambio histórico que podemos situar en 1948, con el término de la Segunda Guerra Mundial y la Declaración Universal de los Derechos Humanos–, el racismo se viene desplazando hacia enunciados culturales. Seguimos pensando de forma racista, pero hablamos de ello asumiendo que la superioridad o inferioridad de los grupos se manifiesta en diferencias de orden cultural o identitaria. Se trata de aquello que algunos autores denominan “un racismo sin raza”.

Por otro lado, cabe recordar que el racismo no es lo mismo que xenofobia ni que aporofobia, aunque muchas veces los tres van juntos y de la mano, por lo que se confunden (desastrosamente). Podemos rastrear esta confusión en la formación política de los Estado-nacionales (desde 1789 en adelante), la cual ha ejecutado formas muy concretas de cristalización de la interconexión entre las discriminaciones y jerarquías de raza, clase y género, mezclándolas con la oposición entre los “unos” y “otros” de este o de aquel país. Nada nos pone más en tensión que encontrarnos con personas y grupos que nos hacen recordar que somos un país heterogéneo, que se constituyó desde su formación –y antes de ella, desde la colonia–, a partir del encuentro y del conflicto entre grupos muy diversos, asimétricos y marcados por formas violentas de desigualdad.

Cuando observamos que la relación entre la chilenidad y sus supuestos “otros” sigue estando fuertemente interpelada por un miedo a la (auto)reflexión, comprendemos que el racismo no es solo un delirio de unas cuantas personas: se constituye a través de relaciones económicas, de poder y simbólicas que impactan profundamente las interacciones entre grupos sociales. Es más, el racismo crea condiciones materiales concretas: limita a las personas que son racializadas el acceso a bienes, oportunidades, (re)conocimientos y derechos varios. Por lo mismo, se trata de un motor –y uno de los motores más incesantes en Sudamérica– de la exclusión social. ¿Es obra de la casualidad que los más pobres en Chile y en los demás países Sudamericanos sean precisamente negros, indígenas y mestizos?

Con todo, una de las dimensiones más peligrosas del racismo dice relación con su naturalización: lo tenemos tan arraigado en nuestras costumbres, prácticas, perspectivas y valores que ni siquiera somos capaces de identificarlo. Lo vivimos como un hábito incorporado. De niños escuchamos comentarios racistas de nuestros padres, familiares, colegas e incluso de nuestros y nuestras profesoras, nunca los cuestionamos y cuando lo hacemos, somos convocados a callarnos; se nos reprime el gesto. Los chistes racistas nos dan risa: los asociamos al “buen humor”. Es lo mismo que pasa con el machismo.

Estos imaginarios son tan potentes que permean grupos y espacios sociales de arriba hacia abajo, del centro a los márgenes y viceversa. Por veces, las mismas personas que reciben un trato distinto, las mismas personas que son racializadas, terminan aceptándolo y creyéndose inferiores en ciertos ambientes. Las jerarquías raciales se reproducen con tanto vigor porque generan entramados simbólicos compartidos por personas de diferentes grupos: discursos, narrativas, ideologías, formas de sentir, de personalidad y de vincularse a los demás. El racismo no es, por lo tanto, una cuestión de racionalidad. Y si lo es, representa la imposición de una racionalidad violenta, una racionalidad que justifica formas de dominio.

Muchos políticos saben que los chilenos son racistas. En realidad, el racismo está en todo el mundo: ha creado el capitalismo contemporáneo tal cual lo conocemos (y lo sufrimos) y es, por lo mismo, parte de las miserias humanas que compartimos los países del norte y del sur globales. ¿Por qué nosotros no seríamos racistas también? Un gesto de sinceridad y autocrítica política debiera partir del reconocimiento de los peligros de “hacer que no vemos” las diversas prácticas racistas que reproducimos a diario (incluso sin darnos cuenta). Pero este no debiera ser un ejercicio solo de las gentes que integramos un país. Debiera ser un mandato político de los Estados.

Lo anterior viene especialmente al caso en lo que concierne a las recientes acciones del Gobierno de Chile respecto de los y las migrantes haitianas. En ellas observamos la instrumentalidad política del racismo. Desde diferentes ministerios, y en las palabras del propio presidente, se habla de la “mano dura” contra los extranjeros “ilegales” (nosotros preferimos “indocumentados”), a los que señalan como los culpables de los  “desórdenes de la casa”. En coherencia con este discurso, se ha promulgado el Decreto Supremo que impone una visa consular de turismo a los haitianos. En términos generales, este Decreto justifica la medida alegando que: 1) es de interés nacional dotar al país de una migración ordenada, segura y regular. 2) Que el aumento sostenido de ciudadanos de origen haitiano que ingresan al país con fines declarados de turismo, pero permanecen en Chile en situación irregular, es una realidad insoslayable. 3) Que, al permanecer en Chile, más allá del tiempo previsto para los turistas, expone a los migrantes y a sus familias a ser objeto de redes de tráfico de personas y a otros riesgos derivados de su situación irregular en el país. 4) Que tales circunstancias exigen una gestión integral que tienda a la gobernabilidad migratoria, permanencia regular en el país, protección al migrante y ejercicio pleno del estado de derecho.

Lo primero que llama la atención es que sólo se menciona a los haitianos una vez. Si todo lo que se dice en los numerales 1, 3 y 4 es supuestamente aplicable a todos los extranjeros del país, ¿por qué concluir que sólo se debe limitar el ingreso de los haitianos a Chile? Por otra parte, la irregularidad migratoria derivada de permanecer en el país más allá del tiempo previsto para el turismo es algo sencillo de solucionar. Basta con pagar una multa y solicitar una visa de residencia. Este cambio de condición migratoria, de turista a residente, es una facultad que contempla la ley en vigor, y no supone ningún engaño ni abuso del derecho. Según datos del propio Departamento de Extranjería, ecuatorianos, peruanos y colombianos tardan más tiempo en solicitar visa de residencia desde su ingreso a Chile como turistas que los haitianos. ¿Por qué entonces enfocar la medida sólo en estos últimos? Sorprende también que se diga que permanecer en Chile después de vencido el turismo expone a los migrantes a redes de tráfico de personas, porque este delito supone que el extranjero esté fuera del país, y no dentro.

Ahora bien: ¿Por qué no nos llama la atención que la autoridad migratoria, mientras limita el ingreso de haitianos al país, al mismo tiempo anuncie la creación de una visa especial para quienes tengan títulos de postgrado en alguna de las mejores 200 universidades del mundo (situadas, en su mayoría, en países europeos o de Norteamérica)? ¿No es esta una nueva forma de seleccionar a nuestros migrantes con criterios racistas, que no hace sino profundizar todavía más las graves diferencias sociales que dividen a nuestro país? En el Decreto Supremo vemos claramente cómo la discriminación hacia los haitianos se enuncia desplazando el racismo –ocultándolo y justificando su razón de ser– en aspectos supuestamente beneficiosos para el país. Se discrimina un colectivo a desazón de los datos estadísticos producidos por los mismos organismos estatales y se le atribuye a este mismo grupo nacional responsabilidades sobre fenómenos sociales que constituyen un problema nacional y no de los y las migrantes (la actuación de redes de trata humana o la falta de mecanismos razonables de regularización de extranjeros).

Cuando el racismo se convierte en política estatal debemos preocuparnos. Cuestionar e impugnar judicialmente decisiones como la que ha tomado el actual gobierno de Chile sobre la visa turística consular para haitianos no es obstruccionismo, sino el ejercicio propio de una democracia lúcida y un deber ciudadano. El requerimiento interpuesto en contra del Decreto Supremo ante el Tribunal Constitucional la semana pasada en el Congreso Nacional es un avance en este sentido. Se constituye como un mecanismo democrático fundamental, puesto que la construcción de esta acción aunó a movimientos sociales, académicos, organizaciones sin fines de lucro y partidos políticos de muy variado espectro.

La tarea histórica a la que se nos convoca actualmente en Chile es de gran envergadura. Ella se refiere a la necesidad de cuestionar aquello que, por tanto tiempo, supusimos ajeno a este “nosotros imaginado” formulado muy violentamente para dar unidad al Estado-nacional. Las fuerzas políticas a la derecha, al centro y a la izquierda están convocadas a hacerse con esta realidad y con la reflexión que ella demanda.

Hoy sabemos de manera cada vez más encarnada, más cotidiana, que Chile se ha engendrado desde la complejidad, desde la heterogeneidad y desde la pluralidad. Así, lo que está en cuestión aquí es precisamente preguntarnos cuánto tiempo más podremos seguir sosteniendo estos mitos auto-normativos de la homogeneidad de “los chilenos”. Lo decimos así, en masculino, porque, como salta a la vista en estas últimas semanas, esta narrativa también excluyó a las mujeres o las situó en un lugar identitario marginal en la chilenidad. Debiéramos plantearnos, y muy seriamente, si los principios de una ciudadanía sentada en mitologías de la homogeneidad es lo que queremos realmente para este país. Las culturas e identidades son claves políticas centrales para esta reflexión. ¿Qué ciudadanía queremos para el Estado chileno en este complejo siglo XXI? ¿Una multicultural? ¿Intercultural? ¿Inter-histórica? La respuesta no la tenemos nosotros y no la debiera tener nadie a priori. Ella debiera devenir del debate entre aquellos y aquellas que, actualmente, componemos el Estado-nación que llamamos Chile.

Dicho lo anterior, esperemos que los y las lectoras no se escandalicen de que este texto haya sido escrito por una brasileña, un chileno, una mexicana y que los tres se sientan plenamente parte de este espacio político que llamamos Chile.

Menara Guizardi, Tomás Greene y Eleonora López