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La élite debe volver a clases

Por: Francisca Quiroga | Publicado: 03.11.2015

 

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Soñemos un poco. Total, es gratis.

En primer lugar, la élite chilena debería despojarse de los títulos nobiliarios que aún anidan como cuervos en su mentalidad de casta, y que por doscientos o trescientos años vienen apuntalando una certeza feroz de superioridad moral, casi racial, inconmovible como el misterio de la santísima trinidad y que les autoriza –así lo han creído siempre– a arrogarse a sí mismos el rol de conductores de lo que con mucha pompa llaman los destinos del país.

Para que oigan de boca de los propios filósofos qué son la virtud y el bien, y cómo ambos son los pilares sobre los que se construye el bien común, materia que probablemente no aprobaron en su momento.

Cada vez que los oímos oponerse a una reforma social con la monserga de “eso no es bueno para el país…”, pues me pregunto dónde está el oráculo donde Chile le habla al oído privilegiado de la fronda aristocrática, y pagaría en oro vivo para asistir a tan solemne pronunciamiento.

Quizás la élite chilena debería aprender de su equivalente norteamericana, que exhibe con orgullo su carencia de blasones y enarbola en cambio una austera enseña que reza self-made men, hombres hechos a sí mismos. Otra discusión es que dicha hechura no sea tan santa a la luz de los crímenes del capitalismo de por allá; pero algo podrían aprender los criollos de su austeridad original. De paso, no estaría mal que copiasen sus saludables hábitos en materia de filantropía, de accountability y de responsabilidad social.

En segundo lugar, la élite debería volver a clases. Pero no al colegio cinco estrellas al que asistieron, que por lo visto no hizo bien su trabajo. Soñemos un ratito con que vuelven a una escuela donde se aprende algo de apreciación artística, para que eduquen la capacidad de mirar tanta belleza que nos rodea pese a las miserias del mundo, para que desarrollen la habilidad de contemplar y dejarse llevar por el vaivén de la plástica, la música y el movimiento recorriendo las venas, y en una de ésas hasta capaz que aprendan a conmoverse. Quizás a partir de aquello puedan experimentar el Eureka! arquimediano y descubrir lo importante que es apreciar lo que se tiene más que codiciar aquello que no se posee pero que yace, inocente de todo, un poco más allá de la mano ávida.

Imaginemos ahora que en dicha escuela imaginaria los miembros de la élite reaprenden algo de la historia y descubran que el nombre antiguo de la patria era Pachamama o Wallmapu, y que como tal no tienen permiso de hollar impunemente su suelo con depredaciones y rapiñas. Tal vez descubran que Chile no es una franquicia inventada por intrépidos emprendedores decimonónicos, sino un parto sangriento de peninsulares sin herencia, indígenas desheredados y mestizos aún por heredar: parto que aún mana sangre de sus entrañas sin cicatrizar. Quizás descubran que la chusma ametrallada en la Escuela Santa María era bastante más parecida a ellos mismos de lo que están dispuestos a soportar. Tal vez descubran que en 1973 los militares no fueron los Salvadores de la Patria, sino que meros ejecutores del trabajo sucio de los mandarines de Washington, y que ellos –la casta elegida– no fueron más que oscuros intermediarios.

Ahora hagamos cuenta que en dicha escuela –por supuesto, a estas alturas ya cayeron en la cuenta de que es una escuela pública, laica y republicana– los miembros de la élite aprenden filosofía y ética desde el primer grado, para que aprendan a pensar desde la libertad de la razón y no desde el miedo atávico a perder los privilegios dudosamente habidos. Para que oigan de boca de los propios filósofos qué son la virtud y el bien, y cómo ambos son los pilares sobre los que se construye el bien común, materia que probablemente no aprobaron en su momento. También de paso: para que aprendan con el maestro Giannini los privilegios de la reflexión cotidiana, y con Kant y con Savater (para los más duros de mollera), los recovecos más intrincados de la ética. Sin miedo, no hace daño.

Más adelante, la élite podría aprender unas poquitas virtudes cívicas que parten, naturalmente, por cualidades humanas como la empatía, la asertividad y la negociación dialogante (no estaría de más un taller extra-programático de habilidades interpersonales, a cargo de algún psicólogo despistado y sin pega). Y que no se nos olvide que para enseñar esas virtudes necesitamos que regresen las clases de Educación Cívica que algunos alcanzamos a conocer y que los jóvenes de ahora ni sospechan. Así es: necesitan mucha, mucha Educación Cívica, pero una de nuevo tipo, cuyo capítulo uno sea la Declaración Universal de los Derechos Humanos y que llame a los gobiernos autoritarios por su verdadero nombre: dictaduras. Una Educación Cívica que se enseñe desde el kindergarten (primera lección: no se golpea al compañerito, dialogue o juegue con él), y por supuesto, durante todo el programa de estudios, para que los miembros de la élite estén a la altura de su supuesta condición de hijos privilegiados de la República y aprendan que antes de ser negociantes hábiles e inescrupulosos, deben partir por ser ciudadanos decentes, con sentido estético, con memoria histórica, con capacidad de raciocinio y sobre todo con actuación ética.

Soñemos un poco. Total, todavía es gratis.

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