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Memorias de octubre (8): Teoría del montaje con Citroenes y Carlitos

Por: Federico Galende | Publicado: 03.07.2016
Memorias de octubre (8): Teoría del montaje con Citroenes y Carlitos octubre 8 |
En 1930 Eisenstein tomó un tren a Los Ángeles; como estaba en Nueva York, el viaje duró tres días. Charles Chaplin lo esperaba en su Estudio, se había teñido el pelo y lo recibió entonando en broma una vieja melodía rusa.

En 1930 Eisenstein tomó un tren a Los Ángeles; como estaba en Nueva York, el viaje duró tres días. Charles Chaplin lo esperaba en su Estudio, se había teñido el pelo y lo recibió entonando en broma una vieja melodía rusa. Al poco rato eran ya buenos amigos y recorrían la ciudad conversando sobre un tema en el que coincidían: su aversión común por la intromisión de la palabra en el mundo de las imágenes. Conversaron también sobre el montaje, que a pesar de Griffith conducía en Rusia y en América a cosas bien distintas, lo que es lógico si se considera que en un país el asunto lo habían introducido Meyerhold, Vertov o el propio Eisenstein mientras que, en el otro, lo había introducido Henry Ford.

Esto explica que mientras Benjamin desplegaba su lectura sobre el montaje ruso en el famoso escrito sobre la reproductibilidad técnica, Chaplin rodara en simultáneo Tiempos modernos. Ambas obras verían la luz en 1936, pero tanto Walter como Charlie habían trabajado arduamente en ellas durante todo el año anterior. En París (donde el cine nació en invierno) había muerto ese año André Citroën: tenía una fábrica de ojivas y decidió cambiar de rubro cuando acabó la guerra. Entonces viajó a Detroit, se dejó instruir por Ford y ya de regreso en su ciudad natal mostró a los operarios la novedad que traía del otro lado del océano: la cadena de montaje.

Es a lo que aludía exactamente Tiempos modernos, cuya última escena se cerraba con dos almas en pena caminando por una carretera vacía sin ningún lugar a dónde ir. Ella era huérfana, él era un desempleado pobre: unos segundos antes de que se marcharan él la consolaba diciéndole que un día saldrían adelante. Pero en realidad no sabían a dónde ir, y la cámara los despedía encuadrándolos en un plano fijo al interior del cual se iban empequeñeciendo a medida en que se alejaban. Ese plano despedía de paso la última película muda de Chaplin, su universo paradisíaco, su planeta gozoso, tierno y simple. Era como en los sueños de aquella pareja, trizados para siempre alrededor de esa cadena que el señor Citroën presentara un día con tanto orgullo a sus operarios.

En los créditos de la película el nombre de Charlot ni siquiera aparecía: en su lugar decía solamente “obrero de la fábrica”. No había podido olvidar su infancia de niño humilde que robaba fruta podrida en los mercados, sus pantaloncitos harapientos, y aunque ahora hacía películas que, como escribió Bazin, habían motivado que hasta Hitler terminara robándole el bigote, no se privó de hacer un último homenaje a todos los obreros explotados. En su tiempo los había por montones: la Historia del automóvil abrevia los avatares del asegurador de bielas André Vidal, del operario Pierre Chardin o del desconsolado Jean Lebaque.

Eran hombres desconocidos, como André Vidal, un trabajador cualquiera cuya vida había consistido en juntar las bielas con los pistones cuatrocientos ochenta veces por día. Cobraba cinco francos por hora, tenía un minuto y diez segundos para cada biela y sabía que si se demoraba un segundo más de la cuenta se quedaría con la pieza en la mano y le descontarían por planilla la hora entera. Frente a sus narices pasaban cien chasis cada sesenta minutos, y en poco tiempo pasarían más, simplemente porque el señor Citroën hacía números: los precios del acero, los de las máquinas o los de las piezas de fundición no se podían abaratar, por lo que la única manera de bajar los costos era hacer rodar más rápido la cadena de montaje.

Se acelera el segundero, la cabeza de Chardin se llena de ruidos y cuando sale de la fábrica es un vegetal. Los que trabajan en el taller de fundición meten y sacan su mano de la prensa ochocientas veces a lo largo de la jornada y a veces, al final, la mano tiembla o vacila, se permite la jactancia de la duda, lo que configura de inmediato sobre la superficie del hierro un gran manchón colorado. Sumando y restando no está mal: son doce mil autos al mes, dieciocho millones de francos para el señor Citroën y apenas treinta y cuatro manos perdidas bajo las pesadas prensas de hierro.

En la vida hay que aprender a competir, Chardin no quiere hacerlo, pero tiene cuatro panzas a las que alimentar y ha calculado que si puede asegurar tres o cuatro bielas más por hora podrá comprarle a fin de año una cama a sus tres hijos. Él y su mujer pueden esperar, son más grandes y los grandes no se enferman. Pero Chardin está equivocado: una mañana se despierta respirando mal, consulta al médico y le diagnostican una delicada enfermedad pulmonar. En lo que menos piensa Chardin es en esa enfermedad, que por otra parte no sabe si atribuir al frío o a la desesperación, pues en lo que piensa es en cómo justificará su ausencia en el trabajo durante esos pocos días.

Ni siquiera tendrá que hacerlo: la mañana en la que regrese se limitarán a informarle que ha sido despedido. Era la teoría que Citroën había aprendido en Detroit: Ford le había explicado que “los obreros no son todos negros o inmigrantes, que de pronto pueden rebelarse y que para prevenir hay que adiestrarlos asemejándolos a las máquinas”. No le había explicado nada sobre las enfermedades, pero Citroën lo dedujo: dedujo que la enfermedad era al fin y al cabo un modo involuntario de la rebelión.

Así que Chardin tuvo que dejar la fábrica, buscó empleo por todas partes, pero no consiguió nada. Es asombroso: se había pasado la vida trabajando y ahora concluía que en realidad no sabía hacer ninguna otra cosa que no fuera asegurar las bielas. Entonces se dedicó una temporada a abrir y cerrar las puertas de los coches que él mismo había fabricado, esperaba que sus propietarios ricos le dieran una propina, pero los propietarios no le daban nada y los coches sobra decir que lo desconocían. Lo único que le quedó fue regresar esa noche a casa, preparar una sopa y comer junto a su familia. Lo hicieron en silencio, como en las películas mudas de Chaplin, luego de lo cual se fueron a dormir: durmieron todos en el suelo, por supuesto, solo que esta vez no despertaría nadie: Chardin no había podido más con la vida y aquella noche dejó la llave del gas abierta.

El estado asumió los gastos del funeral: la familia podría reposar tranquila en el cementerio municipal, pero solo durante cinco años, pues después debían ser removidos para dar lugar a otra familia, tal vez la del que colocaba las palancas de cambio, o tal vez la del operario que se encargaba de los neumáticos. La cadena de montaje pasaba hasta por el cementerio, y Chaplin lo sabía: prefería el montaje de los rusos y por eso ahora intervenía en el Comité de ayuda a los soviéticos en la ciudad de San Francisco, a unos kilómetros de donde se habían conocido tiempo atrás con Eisenstein y donde cometió el exabrupto de pronunciar una palabra que en América no le perdonaron.

La palabra era Tovarechi, que en ruso significa “camarada”. La noche en la que la pronunció, los inmigrantes rusos se rieron, pero él se quedó mirándolos con seriedad . “Sí, tovareschi –dijo Chaplin- porque supongo que hay muchos rusos aquí esta noche y es por todas sus luchas que quiero tener el honor de llamarles a ustedes ‘camaradas’”. Entonces la gente se puso de pie y empezó a aplaudir, y al que Hitler le había robado su bigote comenzó a sonarle el teléfono de su casa a todas las horas del día: al otro lado de la línea una voz le preguntaba si era comunista.

La respuesta importó tan poco como la justificación de Pierre Chardin: lo subieron a las listas negras, lo expulsaron del país, se fue a Inglaterra, donde le prohibieron también entrar, y terminó sus días solo en una comarca en Suiza. Para haber nacido así de pobre, era extraño que como soñador fuera tan rico, y habiendo llegado a ser tan rico nadie se explicaba que recordara tanto a los pobres. ¿Por qué tenía que hacerlo? Había sido el actor más célebre del siglo, pero al igual que en el final de Tiempos modernos, donde su silueta se perdía como un punto en el horizonte, no sabía a dónde ir y se sentaba a ver pasar las tardes despojado ya de su bombín y su bastón y sin decir ni una palabra, como en sus films más adorados.

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