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Día Nacional del Teatro: Andrés Pérez Araya

Por: Antonio Toño Jerez | Publicado: 11.05.2017
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Donde vivió el Pérez, vive la memoria colectiva de un país, que a pesar de la duradera vejación parlamentaria, prospera cada 11 de mayo para gritar por todo Chile que el teatro ha de vivir. Sí, ha de vivir en todas las actrices, en todos los actores y en todos los artistas atrevidos sin más maquillaje que el de cualquier secuencia.

Deja que baje Andrés Pérez, con arpegio de guitarras, con bramido de ovaciones y el lloriqueo del arpa.

Lo merece y lo ha ganado; removió la parcela teatral y la conferencia deshilvanada de quienes persistían en telones añejos y fascinación impuesta.

Sacudió la usura del adinerado con una simple balada para putas, con un sencillo compás para fletos magullados y un texto vocinglero para sordos excluidos e inquietos en un Chile, entonces, pujante.

Tensó la maquinación concertada de aquellos candidatos potentados de corbata acreditada y facturas sospechosas; despertó la bofetada directa de creadores flamantes, frescos, desvergonzados y hermosos.

Deja que el Pérez encienda los focos cuando quiera, que sacuda los debates, que baile en las tertulias; deja que otorgue la palabra al proletario desahuciado de la última fila. Y que a su antojo, baile el trote nortino que comprende nostalgia de cerros y misterios áridos de bala y muerte intencionadas.

Lo merece el semejante, sacó  brillo al zapato provinciano, otorgó sonidos al aplauso analfabeto, amplificó el bravo rasca y puso más alcohol al pipeño picarón, calzando siempre sus  suecos circenses de gamba y suela.

Por ahora sigue prolongando su quehacer circense, en los brazos de Rosa, en la voz de Rosa y en los pétalos porfiados de esta Rosa inacabable. Allí habita, inmortal, el Pérez; cuando Rosa ordena, cuando Rosa acoge al viajero penitente, cuando Rosa grita la palabra coherente de justicia y ética. Allí está, incontestablemente, la mujer; explicando la reaparición fantasmal y practicando el  entrenamiento perpetuo. Allí se cuelga de un lado a otro su hijo Andrés, enalteciendo el malabarismo y sorteando la economía vaca en esta patria que se descuida, de trapecio en trapecio, de región en región, día tras día, año tras año…

Allí está el Pérez, en  la dialéctica de aquellos compañeros que supieron apreciar la imagen,  el discurso y la preferencia de este decano escénico. Sí, ahí se prorroga, aquí y más allá; entre todos quienes remontan hoy, con esfuerzo sobrehumano, la carpa de aquella dignidad endeudada, empobrecida, pero jamás resignada.

Abran los espacios que se queda el Pérez, se quedan sus aciertos,  sus colores diversos, su propuesta y directrices de la representación. Impensable es ahora la escena  sin la emoción verdadera. Imposible los tramoyas apartados, las cocineras competentes, los productores residentes de extrarradios hundidos y, menos aún, las costureras visionarias de calles ruinosas.

Ahí se consagra el Pérez, en la vereda telúrica de la pobla borrosa y en el hilo borracho que provoca  la caída en picada  -en esta tierra de evasión emocional y tributaria-  de ese  volantín tricolor drogado con mentiras, permuta fascista y traición al pueblo. Aquí renace y nos sigue hablando de la identidad inacabada de un país atormentado y morfinómano.

El alógeno lunar bastará para prolongar su escena, la reunión en equipo bastará para que tintineen las orquestas. Y así, crujiendo esa puerta grande de la casona de calle República,  bastará abriéndose para que el vecino alternativo se concentre rodeado por el vino espléndido de la velada ideológica.

Donde estuvo Andrés crecieron los girasoles,  abundaron los panes y se extendieron los abrazos, la inspiración y la militancia.

Donde estuvo Andrés se quedó a vivir el desconsuelo y la nostalgia, pero con la querella frontal al panorama vigente de desmemoriados y mangantes.

Donde estuvo el Pérez, estuvieron los suyos, están los suyos, obsequiando a la audiencia entusiasta  los focos tricolores que los grandes tienen en la palma de sus manos. Donde vivió el Pérez, vive la memoria colectiva de un país, que a pesar de la duradera vejación parlamentaria, prospera cada 11 de mayo para gritar por todo Chile que el teatro ha de vivir. Sí, ha de vivir en todas  las actrices, en todos los actores y en todos los  artistas atrevidos sin más maquillaje que el de cualquier secuencia.

Y, por supuesto, que viva Andrés Pérez Araya, en este pequeño texto, cuyas mañas y su inmortal belleza escénica, honro nostálgico y complacido… porque,  al fin y al cabo, la muerte es sólo cuestión de apreciación.

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