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Crónicas militantes populares VII: En la memoria de la multitud

Por: Freddy Urbano | Publicado: 16.05.2017
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El joven Misael sentía fascinación por el heroísmo que se exhibía en las actividades sociales del territorio, en aquellas marchas por las calles del barrio donde se vitoreaba a los caídos. A menudo, se le veía observando con detención aquellos muros que con sus letras estampadas en el cemento, eran el registro de una memoria relente del héroe callejero que había ofrendado la vida a cambio de ideales.

A cinco años de las jornadas de protesta nacional, persistía al interior del barrio una atmósfera política y social vital. En esos años, los barrios populares habían recobrado la visibilidad social y el protagonismo político del pasado reciente. Las poblaciones –tal como aconteció en la década del sesenta y en el período de la Unidad Popular– eran frecuentemente visitadas por estudiantes universitarios, organizaciones de apoyo técnico-profesional y dirigentes nacionales de partidos políticos. Líderes y militantes externos al barrio exhibían un expresivo entusiasmo por participar en actividades sociales que los propios pobladores impulsaban en las calles y plazas del lugar.

En aquel período, las poblaciones se alzaron en espacios emblemáticos de la lucha política anti-dictatorial, y como resultado de ello, dirigentes regionales y nacionales de las diversas corrientes políticas de izquierda comprendieron que su implicación en las acciones colectivas de los pobladores les generaba réditos políticos. Los llamados “frentes sociales” de las orgánicas políticas de izquierda consideraban a las organizaciones sociales como un actor relevante en la construcción de sus programas políticos, y sus militantes-pobladores gozaban de cierto prestigio en eventos partidarios nacionales. Para entonces, las poblaciones y en particular las acciones colectivas de los pobladores, no sólo eran observadas como un activo político y social contra la dictadura, sino además constituían un patrimonio de la creatividad popular para contrarrestar la crisis económica. Esta fusión entre lo político y lo social fomentó un vínculo íntimo entre militancias políticas y activismo comunitario: a las poblaciones se iba a combatir, no a hacer turismo político.

Por otro lado, los jóvenes militantes experimentaban aquel ambiente con la voluntad que los caracterizaba: otorgar todo sin exigir nada a cambio. Una militancia entregada a la causa política: aquella política suprema –y con mayúscula–, orientada a la emancipación de los pueblos, sin que ello estuviese mediado por un canje, por una conveniencia; y menos, un desmesurado protagonismo personal. De ahí que la voluntad de aquellos jóvenes populares estuviera marcada por el sello del sacrificio político y la pasión por el socialismo. Quizás, sin percibirlo aún, aquellos jóvenes militantes se encontraban aún inmunes a la infección cultural del neoliberalismo en gestación, aquello que marcó una mutación significativa en la cultura de izquierda a partir de los años noventa: La configuración de vanidosas voluntades y la promoción de militancias selfies.

Esos tiempos estaban marcados por la sangre de jóvenes luchadores heridos y muertos que pusieron, ante todo, su vida en juego durante la lucha contra el pinochetismo. En el ambiente de la cultura militante y en las organizaciones sociales emanaba con frecuencia ese aroma a valentía y sacrificio que aquellos zagales pobladores estaban dispuestos a entregar. Íntimamente, muchos compañeros se sentían atraídos por el halo heroico que proyectaban las conversaciones políticas, las actividades sociales, en fin, las acciones en las calles. En esos encuentros militantes destacaba la presencia de un joven compañero, simpatizante del MIR, que con cierta frecuencia confesaba su deseo de morir enfrentándose a los policías. Desconcertado, un militante más avezado le señaló a Misael que todo sacrificio, si lo hubiese, debería estar ligado a un sentido político: “socialismo o muerte” no es un eslogan hueco, gritado entre la multitud para enganchar con el encanto de los marchantes; efectivamente, es una consigna que encarna un sentir común.

El joven Misael sentía fascinación por el heroísmo que se exhibía en las actividades sociales del territorio, en aquellas marchas por las calles del barrio donde se vitoreaba a los caídos. A menudo, se le veía observando con detención aquellos muros que con sus letras estampadas en el cemento, eran el registro de una memoria relente del héroe callejero que había ofrendado la vida a cambio de ideales. La evocación a los caídos en muros y marchas era un emplazamiento a una memoria que no tenía margen para reparar en un pasado extenso y debía recordar lo de ayer, quizás lo de hace unas horas. Una memoria enfrentada a un presente político complejo, incierto y violento que debía rememorar en el instante, y así evitar la probable omisión en el archivo de prensa.Aquello le generaba al joven Misael ese extraño anhelo de formar parte de los valientes jóvenes populares abatidos al fragor de la lucha.

Las marchas eran los acontecimientos predilectos de la cultura militante juvenil para alzar la voz, y recordar a aquel compañero abatido en la refriega. Su nombre resonaba en el eco de las multitudes, en una suerte de memoria ambulante que se resistía a olvidar al combatiente: “¡Compañero Luis, presente! ¡Ahora y siempre!”. Por el contrario, los muros eran la superficie que había que marcar, como el titular de un periódico al aire libre. Sus enormes letras eran la memoria consignada y coloreada para advertir que el olvido no tenía trecho para su prescripción: “¡Compañero Salvador, jamás te olvidaremos!”.

En los encuentros políticos y sociales del barrio, se comentaba que el joven Misael exteriorizaba una evidente ansiedad por enfrentarse a los aparatos policiales, sin estimar un plan previo de seguridad. Un manifiesto desasosiego se apoderaba de él, mostrando una furia desbordada para combatir la permanente presencia de policías en el lugar. En algunos encuentros lúdicos entre militantes, Misael confesaba, sin complejos, que se había pensado muerto, e incluso había imaginado su nombre marcado en algún muro de la población. En más de una ocasión, otros compañeros se percataron de que Misael, en el trayecto de una marcha, alentaba a la multitud gritando su propio nombre: “¡Compañero Misael, Presente! ¿Quién lo mató? ¡El fascismo! ¿Y quién lo vengará? ¡El pueblo! ¡Luchando, creando, poder popular!”. Ese día, una vez culminada la marcha, varios compañeros lo encararon sobre lo imprudente de jugar con la muerte de quienes han caído en la lucha contra dictadura. A lo que él respondió que necesitaba verse aclamado por la masa, en la eventualidad que muriera en alguna acción política.

El joven Misael anhelaba no quedar al margen del imaginario memorial: quería ser protagonista de su propio recuerdo y de su misma rememoración. Más allá de demostrar valentía en cada circunstancia en que le tocó enfrentar a los policías, él se pensaba muerto, se soñaba mártir. La rebeldía y el heroísmo derrochado cotidianamente por Misael colisionaban con ese deseo individual de querer trascender y perdurar en la memoria de los otros. Durante el año mil novecientos ochenta y siete, el joven Misael participó activamente en la mayoría de las acciones que enfrentaron a policías y pobladores, en las que no escatimó riesgos que lo situaban muy cerca de la muerte. Pero a pesar de esos riesgos innecesarios, Misael salió ileso de todas esas confrontaciones.

Al año siguiente, el joven Misael trabajaba en la zona norte de la capital, y cotidianamente tomaba el transporte que lo llevaba a su casa, cruzando una avenida repleta de buses y automóviles. En uno de esos días, sin percatarse, fue atropellado por la imprudencia de un automovilista, y horas más tarde murió en la sala de urgencia de un hospital público.

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