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Camas colonizadas

Por: Trinidad Avaria y Luciano Lutereau | Publicado: 19.10.2018
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Expliquémonos mejor: un niño no crece como una planta, a la que se riega y desarrolla sus partes; un niño crece a través de un proceso que realiza progresiones y regresiones y, en este sentido, es posible que en ciertos momentos especiales un niño requiera volver a cama de sus padres durante un tiempo antes de volver a dar un nuevo paso hacia adelante. Lo que siempre debe quedar claro es que se trata de un momento transitorio.

Dormir no es algo sencillo. Benditos sean los animales, que pueden pasar buena parte de su vida echados, descansando, mientras que para los seres humanos dormir puede ser una pesadilla. Estadísticas recientes muestran que una parte importante de la población mundial tiene trastornos del sueño, y cada vez más personas no se van a la cama sin tomar antes alguna medicación. El insomnio es uno de los síntomas más graves de las sociedades contemporáneas.

En términos generales podríamos creer que dormir es un acto espontáneo, que alcanza con estar cansado; sin embargo, muchas veces ocurre que a mayor cansancio menos capacidad de dormir. Porque dormir es un trabajo mental, requiere un esfuerzo, no es una actividad que se pueda equiparar a desconectar una máquina. Dormir es una tarea que debe aprenderse desde muy pequeños.

No obstante, ¡cada vez nos encontramos con más niños con dificultades para dormir! Esta sí es una novedad: que cada vez más los padres consulten a un profesional porque su hijo no se duerme, lo hace interrumpidamente o bien porque sólo puede dormir de una manera limitada (con uno de ellos, con ambos, en la cama familiar, etc.).

En nuestro trabajo en la Casa del Encuentro, es común encontrarnos con niños y niñas que por diversos motivos han “colonizado” la cama parental: niños que siguen durmiendo con sus padres a pesar de haberse destetado hace ya tiempo, que hacen de la cama de la pareja su lugar favorito para estar.

En un escenario nos encontramos muchas veces con que no están dadas las condiciones físicas para que los niños puedan salir de la cama de los padres: son familias de las comunas más vulneradas, que viven hacinadas y donde el conflicto es principalmente político. Sin embargo, la escena parece repetirse en los sectores privilegiados, donde probablemente lo que se juega es el deseo de esos padres y de esos niños, en un cruce con los “discursos actuales”.

Los “discursos actuales” de la llamada “crianza respetuosa” apoyan la creencia de la crianza con apego, como si fuera viable criar sin apego. La crianza puede ser más o menos funcional, pero no hay crianza sin apego. Lo que sí existe son las versiones particulares de lo que es, o de lo que creen debería ser, el apego para cada padre, para cada madre, para cada cuidador/a y para cada hijo/a. Un tema que nos preocupa es que en nombre de la crianza respetuosa se exige a los padres (sobre todo a las madres) que neutralicen los sentimientos hostiles que puedan tener hacia sus hijos, y el imperativo es el “sin límites” que lleva a que frustrar a un hijo produzca mucha culpa. Con la idea de que habría que darle a un niño lo que “necesita”, se proyectan en él ansiedades y angustias parentales, el temor de hacer algo que lo dañe, ¡como si fuera posible evitarlo!

Es un ideal problemático el que pretende absolver a un niño de frustraciones. No son los padres quienes frustran, sino que la realidad por sí misma es frustrante. Nuestra función como padres es tratar de enseñar a que desde temprano nuestros hijos puedan lidiar con ese aspecto de la vida de un modo que no sea evasivo. “Nada ni nadie puede impedir que sufran”, cantaba Joan Manuel Serrat, dando en el blanco de la cuestión: debemos criar sin olvidar transmitir herramientas y haciéndonos cargo del dolor y la culpa que nos genera que nuestros hijos sufran. Evitarles el sufrimiento no haría más que producir un daño mayor, sólo por un interés egoísta y personal (el nuestro).

Por eso nos parece importante recuperar una idea del psicoanálisis para acompañar la crianza: que todo amor contiene una parte de hostilidad; asimismo, que para poder establecer una relación parental, es necesario que el padre y la madre puedan vivir esta relación con placer y no como un deber. No hay que tratar de ser “buenos” padres, sino conocer las angustias profundas que implica la relación con un hijo y hacer, como dice la frase popular, “de tripas corazón” (o “del defecto virtud”). De esta manera, los límites no serían reglas abstractas dictadas por un manual, sino deseos singulares en el marco de un vínculo que, como todo vínculo, reconoce conflictos que, al ser atravesados, permiten madurar. Así no sólo crecen los hijos, sino nosotros como padres al acompañarlos.  

Entender los límites como barreras u obstáculos caprichosos impuestos por la cultura, les quita su valor de herramienta. Los límites son condición necesaria para entender que hay que realizar renuncias, posponer la satisfacción del deseo propio en pos de rodeos que implican la relación con los demás. Y esto vale tanto para padres como para hijos, ya que en muchas ocasiones la colonización de la cama parental puede ser también un efecto del deseo de alguno de los padres o de la pareja.

Dormir es un hábito que necesita ser aprendido. La primera cama de un niño son los brazos de sus padres. Ahí es dónde encuentra su primer “lugar en el mundo”, que de a poco se traslada un espacio diferente: la cama de los padres u otros cuidadores, la cuna, la cama propia, la habitación próxima, etc. De esta manera, se construye un espacio que progresivamente va a ampliándose hasta ocupar el mundo en su conjunto. Esto no quiere decir que un niño nunca deba dormir con sus padres, ya que la diferenciación es progresiva. Expliquémonos mejor: un niño no crece como una planta, a la que se riega y desarrolla sus partes; un niño crece a través de un proceso que realiza progresiones y regresiones y, en este sentido, es posible que en ciertos momentos especiales un niño requiera volver a cama de sus padres durante un tiempo antes de volver a dar un nuevo paso hacia adelante. Lo que siempre debe quedar claro es que se trata de un momento transitorio.

Asimismo, es posible que en la cama del niño los padres se acostumbren a dormir junto a él, sin tener en cuenta la satisfacción que ofrece el contacto corporal con otro. Si, como dijimos, la primera cama de un niño son los brazos de los padres, hermosa fuente de mimos y caricias, es importante que progresivamente esta función la pasen a ocupar las sábanas, un muñeco, la noche misma cuando puede ser envolvente y ya no amenazante. ¿No ocurre que hay personas que incluso en las noches de calor necesitan taparse para dormir? He aquí cómo a pesar de los años, hay pequeños rasgos infantiles que pueden durar toda la vida.

Lo más significativo que quisiéramos transmitir es que en lugar de indicar si un niño tiene que dormir con sus padres o no, decisión singular de cada familia, lo fundamental es que los padres conozcan de qué proceso se trata en un acto que parece trivial. Por ejemplo, es un problema que hoy en día muchos niños no puedan aprender a dormirse y, para el caso, miren televisión hasta caer rendidos. Enseñar a dormir es una forma de transmitir confianza, ya que al dormir nos “entregamos” al sueño, a un acto que no controlamos de manera consciente. Algo semejante a lo dicho más arriba respecto de quienes necesitan cubrirse para dormir, podría decirse respecto de quienes no pueden descansar en una casa si están solos, o bien necesitan tener luces prendidas. En estos síntomas, que tienen una clara raíz infantil, se verifican trastornos del sueño que pueden durar toda la vida. Mientras son pequeños, y están conquistando este aprendizaje, es habitual que los niños requieran de un objeto (un peluche, un tuto, etc.) o un acto (el tomar la oreja, pellizcar un poquito la piel de la mamá o el papá, o tomarlo/a de la mano) para irse a dormir. Son estos verdaderos actos de control ante la retirada del otro, de quien depende la identidad de un niño y que es fuente de su calma, puesto que lo que se pone en cuestión al momento de dormir es la separación del niño con sus cuidadores, y la función de cuidado implica entonces el poder calmar y acompañar el paso de abandonar la vida diurna al dormir.

Por lo tanto, no vamos a cuestionar a quienes prefieren dormir junto con sus hijos, pero sí queremos destacar que aprender a dormir solo es un gran crecimiento para todo niño. Lo que debe tenerse presente siempre es que el colecho no sea un obstáculo para esta importante adquisición. Por eso elegimos la imagen del “colono” para el título de este artículo, es decir, la de quien no es nativo de un territorio, para subrayar que duerma o no en la cama con sus padres, lo cierto es que esta cama parental nunca será la cama del niño. Confiamos en que los padres puedan ayudar a sus hijos a encontrar su propio lugar para dormir.

Trinidad Avaria y Luciano Lutereau