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Opinión

Catrillanca

Por: Rodrigo Karmy Bolton | Publicado: 21.12.2018
Catrillanca catrillanca | Foto: Agencia Uno
Catrillanca ha hecho estallar la máquina. Como los tantos y miles de mapuche asesinados en el umbral de la historia, Catrillanca es la ráfaga por la que los vivos dislocan el férreo poder de muerte. Un weichafe, según planteó su propio padre, cuyo asesinato mantiene en vilo no sólo a un gobierno sino a la máquina colonial en su triple articulación. Como si el nombre de Catrillanca hiciera saltar en mil pedazos las vacías explicaciones del gobierno acerca del actuar policial, o de la policía acerca del actuar de sus subalternos o de sus subalternos respecto del actuar de sus jefes mas directos.

Catrillanca no es un nombre, sino un estallido. Excede el pacto oligárquico sobre el que se ha erigido el Estado de Chile, resiste a sus formas de (des) integración, a sus discursos y buenas intenciones. En las actuales condiciones, lo que en la llamada “Araucanía” –término colonial extendido en la escena postcolonial por la que el Estado chileno divide sus regiones- llamamos Estado no es más que un conjunto militarizado de policías que defienden a las grandes empresas forestales que, manteniendo el impulso colonial, ha perpetuado, sino profundizado sus lógicas de acumulación capitalista. Pero quizás, el término Estado pueda se rmuy general y, a la vez restrictivo: no se trata de una entidad que está simplemente ahí, sino de un conjunto de tácticas y estrategias de poder desplegadas permanentemente sobre las superficies de la vida social. Quizás, sea más interesante dejar de lado la noción de Estado y trabajar con la idea de una “máquina colonial”.

Sin embargo, la consistencia de la máquina consiste en la articulación de tres operaciones muy precisas que, podemos formular de la manera más directa posible: Dios, patria y familia, es la tríada operacional que alguna vez vez entrevió Carl Schmitt cuando, a propósito del problema del nómos de la tierra definió la existencia de la apropiación, la división y la producción o Georges Dumèzil cuando, en relación a la cuestión de la cultura indoeuropea planteó su célebre tesis acerca de la “ideología trifuncional”.

Dios, patria y familia se articula en Schmitt como apropiación, división y producción respectivamente, y, en Dumèzil como religión, soberanía y economía. La maquinaria colonial que opera en Wallmapu no tiene ninguna sustancia, ni es movida por ningún sujeto, sino que, en cuanto máquina coincide enteramente con su triple operación. Sin embargo, la triple operación funciona tanto espacialmente como temporalmente: “espacialmente” porque los tres dispositivos actúan de consuno en un mismo sitio (Wallmapu) y “temporalmente” porque cada dispositivo ha sido enfatizado en una época determinada: “Dios” en el momento de la colonia, “patria” en el de la república y “familia” en el despliegue neoliberal.

Catrillanca ha hecho estallar la máquina. Como los tantos y miles de mapuche asesinados en el umbral de la historia, Catrillanca es la ráfaga por la que los vivos dislocan el férreo poder de muerte. Un weichafe, según planteó su propio padre, cuyo asesinato mantiene en vilo no sólo a un gobierno sino a la máquina colonial en su triple articulación. Como si el nombre de Catrillanca hiciera saltar en mil pedazos las vacías explicaciones del gobierno acerca del actuar policial, o de la policía acerca del actuar de sus subalternos o de sus subalternos respecto del actuar de sus jefes mas directos.

Todo lo que parecía sólidamente engarzado parece desvanecerse en el aire, el asesinato de Catrillanca ha expuesto a la máquina colonial al desnudo. Ha mostrado que ella está vacía, compuesta tan sólo de un haz de operaciones articuladas que, como bien había entrevisto Pier Paolo Pasoloni, la máquina no es más que pura arbitrariedad: “nosotros los fascistas somos los verdaderos anarquistas” –decía uno de los perversos personajes que Pasolini caracteriza en Saló, los 120 días de Sodoma. Y es que, hace demasiado tiempo que Wallmapu se ha convertido en una suerte de Saló, donde la máquina colonial funciona imparable con la arbitrariedad que imponen los estados de sitio permanentes que promueven activamente la acumulación de las empresas forestales.

Catrillanca fue asesinado y, al instante, en un recóndito lugar del planeta llamado Palestina, su rostro tiñó el muro de segregación. Los palestinos son los mapuche y los mapuche son palestinos. Todos se intersectan hasta indistinguirse radicalmente. La vieja propuesta de Marx, según la cual, el proletariado (no el “trabajador” en sentido sociológico) no tiene patria se cumple aquí en la dureza de los acontecimientos. Catrillanca es tan palestino como Ahed Tamimi es mapuche. Proletariados del planeta, restos que no calzan jamás con el funcionamiento de la máquina colonial. Igualmente, en cada uno de nosotros, en nuestras seguridades más cotidianas, enla intimidad de nuestra supuestamente segura “conciencia” que nos ofrece la posición “blanca”, habita, ominoso un proletario dispuesto a asaltar la máquina colonial en la que devenimos.

Catrillanca fue asesinado y con él, una parte de nosotros mismos que no calza con nosotros mismos, un nombre “extraño” adherido, sin querer, al nombre supuestamente “propio”. Digamos que la máquina colonial aquí descrita no es más que el modo de producción por el cual se constituye el clivaje entre lo “propio” y lo “extraño”, entre el “blanco” y el “indio”, el “cristiano” y “infiel”, entre el “capitalista” y el “flojo” –como dice la expresión oligárquica chilena sobre los mapuche. Hoy el crimen se llama Catrillanca. Y los criminales han sido los diversos rostros que adquiere la máquina colonial. No sólo deberían renunciar (el General director de Carabineros ya lo hizo), sino que la triple articulación de la máquina colonial tiene que ser desactivada. Si Catrillanca no puede ser considerado un  nombre sino un estallido es precisamente porque ha abierto el umbral por el que tal desactivación puede ser posible.

Rodrigo Karmy Bolton