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Opinión

Vidas polígamas

Por: Carolina Besoain y Trinidad Avaria | Publicado: 11.03.2019
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¿Cuál es la relación entre el amor y el sexo? ¿Puede una pareja monógama acoger el despliegue del deseo? ¿Se puede amar a una persona y desear a otra?

El feminismo y las transformaciones sociales de las últimas décadas han puesto en jaque no solo el matrimonio como institución, sino también la solidez de la pareja monógama como solución cultural al problema del amor.

¿Cuál es la relación entre el amor y el sexo? ¿Puede una pareja monógama acoger el despliegue del deseo? ¿Se puede amar a una persona y desear a otra?

El dilema no reviste mayor novedad en el tiempo del patriarcado, para el cual solo el deseo masculino aparece como problema que reclama alguna solución. La fórmula del matrimonio “por amor”, instituída como norma a comienzos de siglo XX, incorporó la infidelidad masculina como una transgresión “tolerable”, mientras fuese invisible y solo se tratara de sexo. Hoy en día, la búsqueda de autonomía personal, propia de sociedades neoliberales como la nuestra, pareciera estar reconfigurando la fórmula monógama (lo que no implica necesariamente una real transformación de las lógicas del patriarcado). Entonces ¿cómo entrar en los enrevesados caminos del amor y el deseo desde una mirada feminista, o siguiendo a Julia Kristeva, en el tiempo de las mujeres?

La serie de Netflix Wanderlust plantea un relato posible: Joy (Toni Collette) – mujer, madre y terapeuta en un matrimonio blanco, de clase media londinense – escucha la confesión de la infidelidad de Alan (Steven Mackintosh) – hombre, padre y profesor – la misma semana en la que ella, ahogada en una intimidad marital predecible y repetitiva, tuvo un intenso encuentro sexual con un recién conocido compañero de su clase de hidrogimnasia. Tras un primer momento de desconcierto, Joy le plantea a Alan abrir la relación. De común acuerdo y cariñosamente, comienzan un camino de exploración individual del deseo que tempranamente despliega su condición paradojal: junto con renovar e intensificar la pasión al interior de la pareja, implica una apertura relacional, emocional y sexual hacia el exterior que comienza a tejerse en complejas y contradictorias tramas cuyo desenlace es incierto.

El punto de partida de la serie es el deseo femenino, es Joy quién propone el trato. Luego, la negociación de los términos: quiénes, cuándo, si los terceros se enterarán o no del acuerdo, qué contarán a sus hijos, amigos y colegas si se enteran. La escena completa está sostenida (y luego tensionada) en el supuesto de dos sujetos adultos, autónomos en lo profesional y en lo económico. Esa aparente simetría permite un despliegue entusiasta y excitante de prácticas e intercambios que empiezan a experimentar sus primeras fisuras cuando el amor vuelve a colarse entre los nuevos cuerpos y deseos. La fórmula “estar con terceros pero siempre volver a casa”, se tensiona cuando Alan comienza a tener sentimientos por Claire, su colega/amante, y Joy se encuentra con Lawrence, un antiguo amor de juventud.

La serie entrega interesantes elementos para comprender a sus personajes y sus contradicciones más profundas. La muerte a un lado del sexo y del amor. Eros como pulsión hacia la vitalidad ahí donde la muerte amenaza, insoportable e impensable, con entumecer todo sentir y todo sentido. Una vitalidad que, sin embargo, puede volverse mortificante cuando en su insistencia repetitiva se vuelve síntoma de la dificultad de, en palabras Donald Winnicott, aprender a estar solo delante de otro.

Para Rosi Braidotti el feminismo contemporáneo tiene el desafío de inventar nuevas imágenes de pensamiento que nos ayuden a reflexionar sobre el cambio en las subjetividades y formas de convivencia, de una manera que se resista a erigir nuevas verdades o contraidentidades prontamente disponibles, para acoger el proceso vivo de transformación de nosotras mismas y del otro. Toda solución cultural a la complejidad de nuestros deseos y necesidades traerá sus propias tensiones y contradicciones.

Es así como no se trata de oponer la poligamia a la monogamia, sino de comprender que nuestra identidad es un juego de aspectos múltiples y fracturados del sí mismo. Por un lado es relacional, es decir, requiere un vínculo con otro. Y por otro lado es retrospectiva, en cuanto es un proceso genealógico que se se fija en virtud de la memoria y los recuerdos. Además, la identidad está hecha de sucesivas identificaciones, es decir, de imágenes inconscientes internalizadas que escapan al control racional (lo que implica -ojo acá- que podemos tener deseos inconcientes que no sean precisamente feministas).

En consecuencia, una sola relación no puede monopolizar todo nuestro erotismo (y en esto la fantasía también juega un papel clave). Pero tambien es posible que, aunque tengamos sexo con muchas personas, estemos repitiendo la misma experiencia una y otra vez, desplegando un tipo distinto de tedio o futilidad. Al mismo tiempo, nuestro erotismo no se agota en lo sexual y puede desplegarse gozosamente en otros espacios, como la amistad, el contacto con la naturaleza, o la experiencia artística.

Las personas somos diversas, complejas y contradictorias. Tanto como un fuerte deseo o impulso de recorrer o explorar el mundo (que es lo que la palabra wanderlust significa), deseamos encontrar algún lugar que podamos llamar hogar. Volviendo a Braidotti, si entendemos que deseo inconsciente y decisión voluntaria no siempre coinciden podemos enfrentar nuestras contradicciones y discontinuidades con más humor y ligereza. Dejar espacios abiertos de experimentación, búsqueda, o transición, no implica un pluralismo fácil. Poligamizar nuestras vidas, puede significar respetar la multiplicidad de nuestros deseos y necesidades para ir encontrando formas de acción y de relación con otros que jueguen con nuestra complejidad, sin ahogarnos en ella.

Carolina Besoain y Trinidad Avaria