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Opinión

Cuando el editor se vende al mejor postor

Por: Eduardo Farías | Publicado: 10.05.2019
Cuando el editor se vende al mejor postor editoriales |
Si un autor quisiera ejercer el derecho de publicación, si yo fuese él, no aceptaría financiar el negocio de otra persona. Pensaría en contratar los servicios de un editor que sepa desenvolverse en las diversas etapas de la producción de un libro y que me asegure la calidad profesional que yo no podría lograr como un autor-editor, o pensaría en la autopublicación como un camino válido y que no desmerece la calidad de un libro.

Anteriormente esbocé una práctica que huele mal: autores financiando sus ediciones en editoriales independientes o editoriales independientes siendo financiadas por los autores. Los editores no solo trabajamos con manuscritos, sino también con el ego y la vanidad de los autores, por ello es inevitable que las expectativas autorales estén en juego en la publicación, las que muchas veces llevan al escritor a financiar completamente la edición y publicación de su obra para que sea parte de un catálogo editorial. Esta práctica oscila entre la edición y la autopublicación (no confundir con la autoedición), entre los servicios editoriales y la vanity press. Veamos este negocio editorial con detenimiento.

El libro como mercancía, como negocio, como industria, implica la existencia de un editor o una editorial que financia la publicación de un libro, práctica económica que ha acompañado al libro en su historia, así lo muestran historiadores como Lucien Febvre, Henri-Jean Martin, Robert Darnton, Daniel Cosío Villegas, y que marca la reflexión contemporánea sobre la edición. Si el editor financia, el autor cede los derechos patrimoniales de su obra para su explotación económica y recibe un porcentaje de la venta, el resto del dinero obtenido es propiedad del editor. Así trabaja la edición de grandes grupos económicos, la edición universitaria y parte importante de la edición independiente.

Pues bien, el libro no funciona como negocio en todos los nichos, ya que, como bien secundario, la compra se ve determinada por el nivel adquisitivo de la población, por los vaivenes de la economía (caso actual es el de Argentina), por la simpatía de los lectores por el género en cuestión, por los altísimos niveles de lectoría en la población; y como no funciona, editoriales independientes han optado por caminos alternativos de financiamiento como solución parcial a la apuesta perdida en la publicación de algunos nichos, entre ellos la poesía.

En la actualidad editoriales que supuestamente son independientes ceden al mejor postor un lugar dentro de su catálogo editorial. En ese proceso, el editor independiente, por una parte, se hace dependiente del financiamiento del autor, sacrificando la libertad de elección y, por tanto, la libertad de catálogo. Si el editor financia, elige considerando la calidad del manuscrito, sus posibilidades comerciales, su pertinente cabida dentro del catálogo. Si el editor no financia, elige de lo que caiga al correo electrónico, al autor que acepte financiar la publicación de su obra. Así, el editor independiente reduce su editorial y su catálogo a una editorial de servicios editoriales, por tanto, ya no trabaja para su idea de catálogo editorial, sino que lo hace para quien lo contrata, por una parte.

Por otra parte, cuando el editor se vende al mejor postor, la calidad literaria del manuscrito se vuelve irrelevante. El autor engañado asume que su obra cumple con los criterios de publicación del editor independiente. De esta manera, libros que solo cumplen con el criterio del capricho son publicados sin haber sido trabajados por sus autores en instancias como talleres literarios, si pensamos en literatura. Todo autor tiene derecho a publicar; sin embargo la publicación está sometida a criterios: calidad literaria, aporte cultural, lugar en la tradición. No se publica en la nada, un libro se relaciona con los otros diversos libros, sea por temática, sea por género literario, sea por nacionalidad. Frente al rechazo editorial, solo queda mejorar el manuscrito e intentar con otras editoriales, con otros catálogos.

Si un autor quisiera ejercer el derecho de publicación, si yo fuese él, no aceptaría financiar el negocio de otra persona. Pensaría en contratar los servicios de un editor que sepa desenvolverse en las diversas etapas de la producción de un libro y que me asegure la calidad profesional que yo no podría lograr como un autor-editor, o pensaría en la autopublicación como un camino válido y que no desmerece la calidad de un libro: 11, de Carlos Soto Román, es un ejemplo. Y editores capaces hay. Quién no sería afortunado de ser editado por Julieta Marchant, por ejemplo, o contratar la creatividad de Daniel Madrid para el diseño editorial. Si un autor es editor, es probable que la autoedición sea el camino, práctica común y que se realiza dentro del sello editorial del autor-editor. Las autoediciones sin sello editorial de editores existen; sin embargo, es una práctica inusual.

Es fundamental que se acabe en el ecosistema editorial independiente esta práctica poco ética con el autor y con el oficio mismo de editar. El editor tiene una primera responsabilidad, pues él define el mecanismo económico de publicación basado en la vanidad e ignorancia del autor, quien cae en sus garras. Sin embargo, el autor tiene la mitad del poder en sus manos, tiene la libertad de negarse a financiar un negocio que no es el suyo, a introducir su libro en una máquina irracional de hacer libros. En definitiva, tiene el poder de buscar y elegir un editor con quien el trato esté basado en condiciones económicamente justas, en la calidad literaria de su obra, en su aporte cultural; y el editor tiene la oportunidad de honrar su trabajo y de asumir las reglas del juego y las dos caras de la edición: la cultural y la comercial.

Eduardo Farías