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Opinión

Los dolores en la primera infancia y su lugar en la sociedad

Por: Ana Ford | Publicado: 06.06.2019
En la acogida de lo doloroso en la primera infancia situamos una apuesta preventiva, no sólo con la convicción de un mejor devenir para cada sujeto, sino también un cambio positivo en la sensibilidad social que lo rodeará a lo largo de su vida. A pesar de las dificultades para dar lugar al dolor -en la vida en general, no solo en la infancia- no es posible aseverar que es posible su total acallamiento. Cada vez con mayor frecuencia se producen movimientos en la sociedad civil, que denuncian, o se manifiestan, actúan a contracorriente.

Se dice “hola” cuando llegamos, y “chao, que estés bien” cuando nos marchamos. Así también, se debe agradecer cuando se nos regala algo o ante un gesto cordial, y se responde -rápida y convencidamente- “bien” cada vez que se nos pregunta por cómo estamos. Estas son conductas esperadas, más aún, exigidas. Gran parte de la interacción humana que se produce en nuestros encuentros cotidianos es un protocolo que está presente desde nuestras primeras palabras, o incluso desde antes, cuando otros respondían por nosotros cuando no podíamos enunciarlas.

Nos conducimos, día a día, con aquellos más o menos familiares que nos rodean la mayor parte de nuestra vida diurna. No dudamos en aplicar este protocolo con compañeros de trabajo, de estudio, profesores o con quien sea que interactuemos en espacios sociales. Nadie desea ventilar aquello privado que es lo doloroso, pues es una exposición de nuestra vulnerabilidad. Dar señales de nuestro real estado es siempre un gesto de confianza en espacios íntimos cada vez más difíciles de encontrar. Adicionalmente, nadie quiere ocupar el lugar del débil, del distinto, del deprimido o del inmaduro que no se las puede con aquello que debiera poder enfrentar. Esto es sabido. Yendo un poco más lejos, expresar lo doloroso trae efectos disruptivos en tanto interrumpen; parecieran ser ubicados como reales ataques a la calma confundida con la paz y el bienestar ¿por qué responderle al del lado que estamos tristes, agobiados, desesperanzados? ¿por qué hacerles esto? Así, adecuarnos al protocolo de encuentro pareciera ser un acto de protección al otro. Pero, ¿de dónde viene esta idea?

Diariamente en nuestro trabajo en Casa del Encuentro presenciamos escenas de dolor en los niños que necesariamente emergen en su exploración y encuentro con otros. Presenciamos cómo cada vez que un niño cae al suelo, choca con algo/alguien inesperado o le es arrebatado un juguete o un objeto de su interés, va en busca de sus padres o referentes significativos, acercándose a ellos, buscando sus rostros con la mirada, acercándoseles. Algunos pequeños postergan el llanto o gritos para cuando están cerca de sus cuidadores más cercanos. En estos momentos entendemos que proximidad física y afectiva se enlazan, así como también la expresión de las emociones y la seguridad o, incluso, la intimidad con la seguridad.

La búsqueda de vínculos y espacios para la expresión de la vulnerabilidad ocupa gran parte del trabajo y energías de los niños más pequeños. La pregunta de quiénes están ahí para mí, en qué momentos y bajo qué límites insiste en ser contestada. Pero también es una gran preocupación en la vida adulta y, de manera particular, en aquellos involucrados en la crianza. En algún sentido la idea de seguridad está ahí, en esa claridad.

Algunos niños, por otro lado, al encontrarse sumergidos en un juego y se golpean accidentalmente, no cesan de participar en él. Prefieren no retirarse, permanecer. Estos constituyen sus primeros ensayos de tolerancia al dolor. Pero no sólo al dolor físico, sino también al otro, con sus movimientos, fuerza y bulla. Nuestro trabajo debe reconocer estos primeros atisbos de autonomía. Esta puede ser una decisión del niño. Pero, igualmente, es importante preguntarse ¿En qué queda este padre al presenciar esta escena de dolor? ¿Es lo suficientemente fuerte como para soportarlo? ¿Qué decisiones toma por su parte? ¿Deja que continúe o lo extrae de este juego peligroso para protegerlo? No es menor formular esta inquietud, ¿qué es lo que nos duele a los cuidadores de niños pequeños cuando presenciamos este tipo de escenas? Probablemente estas caídas resuenan fuerte así como resuena estrepitosa la caída del ideal del niño íntegro, sin dolores ni marcas en su cuerpo.

Antes de continuar es importante reconocer la historia que porta el dolor. Éste no existe como tal en el estado “natural” del cachorro humano. Seguro existen inervaciones sensoriales, percepciones, respuestas reflejo. Pero el dolor propiamente tal no existe fuera del vínculo con un otro que se afecte, ni tampoco es independiente a su contexto social y cultural. En estos registros reside su posibilidad de existencia y también de ser vivencia. Así como todo lo que ocurre en nuestra carne que se encuentra en proceso de devenir cuerpo. Cuando un niño golpea una parte de su cuerpo su madre lo sufre, el golpe entra en un campo de indiferenciación entre hasta dónde llegas tú y dónde empiezo yo, que pone en juego también las palabras indicativas “ay, eso duele” o “ayy, nanaai”. La experiencia de la madre -o de un adulto significativo- se apropia de lo que ocurre con su hijo, suponiéndole una experiencia en desconocimiento de qué realmente le ocurre, pero ofreciendo a la vez nuevos signos y referencias a apropiar para que se inaugure el autocuidado en el niño. En ausencia de alguien que ofrezca este trabajo corporal y psíquico, no seríamos capaces de sentir dolor, ni podríamos fijar límites, ni demandaríamos cuidado.

Otra serie de frases de cuidadores son también parte de nuestro interés cotidiano: “Si algo le pasa, ¡me muero!”, o “¡Si le pasa algo, su madre me mata!”, por nombrar un par. El dolor del niño puede generarnos ya no sólo esa necesaria afectación, sino también inquietud, terror o incluso, vergüenza. Para escuchar estas comunicaciones de los cuidadores necesitamos remontarnos no sólo aquello que está ocurriendo, sino a lo histórico, a nuestras vivencias de infancia, con sus porrazos y consuelos; allí, donde residen todas nuestras ideas de qué es cuidar bien de un niño y cómo debiera ser la infancia, sin olvidar que detrás de todo ideal siempre hay una sanción en el espacio familiar, en la sociedad y en sus instituciones. En este sentido, el dolor del niño puede reactivar viejas rencillas, o generar una nueva índole de conflictos que superan el espacio íntimo y lo tornan objeto de supervisión, e incluso vigilancia.

Éstas complejas dinámicas repercuten en el niño y lo cuestionan, en un nivel más o menos consiente, “si mi dolor produce dolor en el otro y conflicto entre en mis seres queridos, ¿qué posibilidades tengo de comunicarlo, de develarlo?

En Casa del Encuentro damos acogida a las dificultades propias de la comunicación de lo doloroso, tanto en su reconocimiento como en su enunciación, asumiendo como premisa que la acogida involucra la instalación de un lugar de ventilación de las inquietudes y malestares asociados a la crianza y al crecer, y permitiendo así el alivio en pequeños como en cuidadores. Junto con las alegrías y descubrimientos cotidianos, se da lugar también al pensamiento y elaboración de dolencias en compañía de otros que lo reconocen y se ponen a disposición para acompañar.

En la acogida de lo doloroso en la primera infancia situamos una apuesta preventiva, no sólo con la convicción de un mejor devenir para cada sujeto, sino también un cambio positivo en la sensibilidad social que lo rodeará a lo largo de su vida.

A pesar de las dificultades para dar lugar al dolor -en la vida en general, no solo en la infancia- no es posible aseverar que es posible su total acallamiento. Cada vez con mayor frecuencia se producen movimientos en la sociedad civil, que denuncian, o se manifiestan, actúan a contracorriente. Sin ir muy lejos, nuestros jóvenes universitarios han comenzado a protestar por su salud mental, tras ser testigos de los alarmantes incrementos de índices de estrés, depresión y en las tasas de suicidios. Conocimos el testimonio del diputado Gabriel Boric sobre su internación por sus síntomas obsesivos compulsivos, con el fin de sacar a la luz un padecer mucho más común de lo que se admite: “En qué tipo de sociedad vivimos, que no solo nos enfermamos de algo que no podemos decir, sino que el trabajo te genera un nivel de presión donde la vida se vuelve rutinaria” . O también escuchamos el testimonio de Ana Tijoux respecto a cómo es necesario hablar sobre la depresión: “Y una de las grandes lecciones que he aprendido este año es que para combatirla hay que hablarla, sin endemoniarla, sin juzgarla, sino que con el amor y la contención que amerita”.

Junto con estos valientes testimonios emergen también voces que los desestiman, los reprochan o los normalizan. Pero es precisamente este juego de voces, las más conservadoras y también las rupturistas, las que permiten que todo aquel que preste cierta atención tenga la posibilidad de repensarse y repensar la sociedad que se desea. Estos conflictos, los buenos conflictos, inauguran la oportunidad de escuchar el síntoma, que actualiza el dolor que se acalló en otro momento, pero que se resistió a ser olvidado. Así, continuará pulsando e insistirá en encontrar acogida.

Ana Ford