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Opinión

La memoria de la infancia y la responsabilidad de contar una historia

Por: Claudia Curimil H. | Publicado: 28.06.2019
La memoria de la infancia y la responsabilidad de contar una historia |
Habitualmente asociamos memoria a un sistema de registro, notas, huellas de algo ocurrido que permanece. En instituciones existe ese libro llamado memorias de tal o cual año, gente escribe a veces sus memorias, los aparatos tecnológicos con los que trabajamos tienen una memoria. Y nos importa su capacidad a la hora de comprar. Se trata del archivo, de una serie de inscripciones y re-inscripciones de vivencias sobre otras vivencias.

Si vamos caminando por la calle, y nos encontramos con alguien que conocemos, y nos comenta que se ha estado acordando de nosotros, salvo que queramos terminantemente no encontrarnos nunca más con esa persona, ese comentario se vuelve un amable gesto. Y solemos responder, entre risas, “¡espero que para bien!”

Y es que ser recordado o  recordada  por otro, no es algo menor. Es conocido que la palabra  recordar lleva dentro la palabra corazón. Viene del latín recordare, que se compone del prefijo re- (‘de nuevo’) y un elemento cordare formado sobre el nombre cor, cordis (‘corazón’). Por lo tanto, recordar significaría, algo así, como volver a pasar por el corazón.

¿Qué nos permite recordar? Se dice comúnmente que es posible recordar teniendo una “buena memoria”, pero antes de eso, diría que podemos recordar porque podemos hablar. Recordamos, en buena parte, porque hablamos. Y hablar siempre implica a otro, un interlocutor. ¿De qué se trata una buena memoria?

Habitualmente asociamos memoria a un sistema de registro, notas, huellas de algo ocurrido que permanece. En instituciones existe ese libro llamado memorias de tal o cual año, gente escribe a veces sus memorias, los aparatos tecnológicos con los que trabajamos tienen una memoria. Y nos importa su capacidad a la hora de comprar. Se trata del archivo, de una serie de inscripciones y re-inscripciones de vivencias sobre otras vivencias.

Posiblemente lo que primero registra el embrión son los latidos del corazón de su madre en ese fondo acuoso que es el líquido amniótico; no es casual que luego algunas madres para hacer dormir o calmar a sus bebés le den de palmaditas en el muslo con cierto ritmo. Y es que a  todas luces somos criaturas ritmadas, baste fijarse en cómo perder el ritmo puede traer consecuencias vergonzosas, como por ejemplo, cuando nos caemos en la calle. Caerse es asunto de niños, no de adultos; y si ocurre, procuramos estar de pie lo más rápido posible, que no se note.  El cuerpo como caja de resonancia va registrando vivencias; a veces hay un tipo de sonido o ruido que molesta a algunos y a otros no, cada cuerpo ha sido marcado de distinta manera. Marcado, al ser tocado, golpeado, acariciado, mecido al momento de acunar, manipulado al momento de bañar, al momento de una muda, al momento de alimentarlo. Algo así como una primera memoria sensorial, de huellas de los encuentros con quienes asumen los cuidados en un tiempo de dependencia, total o parcial.

Los bebés crecen, y van tomando nota de estos encuentros, de eso se trata, más adelante, el “¡más!”, “¡una vez más!”, “¡otra vez!”, en que  estamos ahí dibujando el mismo animalito para un niño, lanzándolo hacia arriba, haciendo caballito, respondiendo a algo que ya nos fue preguntado, es una repetición que tiene una función y es  la de marcar esa experiencia. Una niña de un año y meses comienza a decir hola, pasa un rato, nos vuelve a decir hola, y así  lo hace una vez más, mientras  sonríe, ¿es que se le ha olvidado?  Pues no, más bien, se trata ahí de ensayar una palabra, en donde se espera algo de otro. El olvido viene después.

Se trata de hacer la huella de esa experiencia de un niño pequeño con otro, con otro ser humano significativo, y que se vuelve significativo porque está ahí para responder a sus inquietudes. De esto también se tratan los cuidados de un niño. Frente al encuentro con el adulto, el niño busca que el adulto diga lo suyo, entrega un objeto, el adulto lo recibe, se queda mirando lo que hace con el objeto y atiende a lo que dice del mismo, luego, espera  recibirlo  nuevamente para  seguir  jugando  con él.  Esta  actividad puede  repetirse numerosas veces,  le decimos, en lo cotidiano, por ejemplo, ¡Qué lindo tu peluche! O ¡Qué blandita tu pelota!, son palabras que le dan otro sentido a lo que él hace o le pasa. Y que permiten ser registradas. Son cosas que en general hacemos, no tomadas de un manual, simplemente lo hacemos, son encuentros humanos, que importan.

La  mayoría de estas vivencias serán olvidadas en unos años. Solemos tener recuerdos, si es que, desde los 3 años, borrosos, mezclados, porque el recuerdo puro  de la infancia ciertamente no existe, pues la memoria se trata de inscripciones sobre otras inscripciones, tomadas desde las experiencias del presente,  y entonces requerirán confirmación, un niño requerirá testigos de sus primeros años, y ahí estamos nosotros, los adultos, que decimos ¡ahhh tú eras un llorón! O al mirar una fotografía “Y entonces te enojaste porque el viejito pascuero…” Hace poco en Casa del Encuentro una madre contaba de las canciones que le gustaban a su hija hace unos años atrás, la niña que si bien andaba en otro lado en el espacio, estaba atentísima a esas palabras que contaban algo de ella. ¿Cómo no? La historia de los niños siempre va escrita a dos manos, para que más adelante sea ese niño, que comenzará a dejar de serlo al tomar el lápiz para escribir por él mismo su historia.

Por ahí leí una sugerencia sobre llenar de buenos recuerdos la infancia de nuestros hijos, pero me parece que ya la crianza es un trabajo importante y a ratos, varios, inquietante. Se trata más bien de ofrecer en el tiempo de infancia esas palabras que afirman las vivencias de niños, sean estas de placer o tremendamente dolorosas, y que quedarán colgadas como en un ganchito para ser retomadas cuando se inicie el habla y en adelante, ofrecer entonces relatos que vayan dando sostén a las vivencias de niños y niñas y no se conviertan en vivencias mudas. Alojarlos en nuestra memoria, para que cuando ellos olviden y nos pregunten, poder ofrecer historias que permitan sostener una identidad, una continuidad en medio de esa amnesia de la infancia. Los niños atienden a estos relatos.

En general se nombran distintos tipos de memoria, memoria a corto plazo, a largo plazo, funcional, etc. Aquí diremos memoria entonces como registro de una diversidad de encuentros, de lazos. ¿Qué soledad mayor, sino la de aquel que nadie recuerda? Una mujer de cultura wayuu (colombia) decía “Nosotros morimos tres veces: la primera en nuestra carne, la segunda en el corazón de aquellos que nos sobreviven, y la tercera en sus memorias”.

Claudia Curimil H.