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Opinión

La estrategia de la derecha de cara al plebiscito

Por: Rodrigo Karmy Bolton | Publicado: 29.01.2020
La estrategia de la derecha de cara al plebiscito El estallido social ha sido uno de los problemas que ha enfrentado la administración Piñera | Fuente: Agencia Uno.
La irrupción popular llevó a la derecha a decidir por un Plebiscito orientado a cambiar la Constitución vigente. Pero eso puede configurar un nuevo Pacto Oligárquico que lleve el nombre de una “segunda transición” y que ofrezca una nueva democracia cupular-consensual. La irrupción popular puede quedar atrapada si no entiende que en el estado actual de las cosas no se trata de “moral” sino de “política” y que habrá que evitar a toda costa la consumación de dicho nuevo Pacto poniendo en juego estrategias que marquen el ritmo de la política institucional.

La derecha está tan dividida como el resto de las fuerzas políticas. Pero que esté dividida no significa que no se cursen tácticas que desembocan en una misma estrategia: tomarse el poder del nuevo orden político. Mario Desbordes y Andrés Allamand expresan las dos tácticas de una misma estrategia.

Por un lado, la tesis de Desbordes consiste en presentar a la derecha a favor del próximo Plebiscito del 26 de Abril para acumular fuerzas que les permitan legitimarse para la Convención posterior y ganar elección de constituyentes. Como bien expresó el propio Desbordes en una entrevista radial: nadie querría que un encapuchado estuviera en dicha Convención. Por otro lado, la tesis de Allamand es exactamente inversa a la Desbordes: si este último apunta a la “libertad de acción” de sus militantes para el plebiscito y capitalizar la Convención, Allamand subraya la necesidad de acumular fuerzas para el plebiscito no para ganarlo, sino para perder, pero por una brecha estrecha que permita a la derecha determinar el curso de la Convención posterior.

Desbordes cree que la derecha podrá capitalizar la Convención si opta por el SI. Allamand cree que ello sólo se logrará si la derecha opta por el NO. Desbordes pretende capitalizar la Convención, pero al precio de que la derecha no neoliberal se imponga sobre la neoliberal (no sólo RN sobre la UDI, puesto que la derecha neoliberal es transversal a ambos partidos). Allamand intenta capitalizar la Convención al precio de pegar con cinta adhesiva viejos metales ya oxidados de los dos partidos más importantes de la derecha.

Desbordes entiende, sin embargo, que la capitalización de la Convención sólo es posible si se apunta a una táctica post-transicional en la que la derecha definitivamente se gane el estatuto de la “democracia”. Allamand piensa que será preciso replicar la táctica aplicada por Jaime Guzmán durante el plebiscito de 1988: perder para ganar, esto es, sólo si perdemos el plebiscito por un 40% tenemos opciones de incidir y bloquear cualquier posible reforma democrática. Pero no sólo de tácticas vive la política institucional: también de discurso. Desbordes expresa la emergencia de una derecha más diversa que puede acoger a los sectores liberales, socialcristianos y que le resulta más fácil entablar puentes con la Democracia Cristiana, Allamand mas bien defiende la existencia de una derecha propiamente neoliberal que, hoy día, no tiene proyecto, sino que opera sólo como contención.

La diferencia táctica y las disidencias dentro del sector, no responde a un asunto simplemente coyuntural. Desde hace varios años que en ella se ha desencadenado una competencia intelectual por la hegemonía dentro del sector que sintomatiza el agotamiento de la derecha neoliberal. Una competencia que trasunta por periódicos, debates, universidades centros de estudios y, por cierto, grupos económicos que pugnan por definir su vanguardia. Pero, aun cuando predominen dos tácticas existe una sola estrategia articulada por la profundidad de su conciencia de clase: tomarse el poder de la Convención (sea la Mixta o la Constitucional) y definir los contornos del nuevo orden político que garantice los privilegios de clase adquiridos históricamente sobre todo aquellos ganados desde la dictadura. En este sentido, podrá darse el escenario en que tengamos una nueva Constitución legitimada democráticamente que profundice las políticas neoliberales: ¿No es eso lo que un nuevo consenso cupular llamaría “segunda transición”? ¿no es eso lo que ocurrió en Túnez después de su Asamblea Constituyente, cuestión que ha motivado el resurgimiento de nuevas protestas?

La irrupción popular llevó a la derecha a decidir por un Plebiscito orientado a cambiar la Constitución vigente. Pero eso puede configurar un nuevo Pacto Oligárquico que lleve el nombre de una “segunda transición” y que ofrezca una nueva democracia cupular-consensual. La irrupción popular puede quedar atrapada si no entiende que en el estado actual de las cosas no se trata de “moral” sino de “política” y que habrá que evitar a toda costa la consumación de dicho nuevo Pacto poniendo en juego estrategias que marquen el ritmo de la política institucional.

Porque no se trata de una simple “política institucional” –como parece que la sociología de turno no ha dejado de referir- sino a una política menor que se abalanza monstruosa sobre el país y que ha de insistir en sus ritmos para, en virtud del estallido de imaginación popular, desajustar los tiempos de la política institucional. Justamente en su ritmo reside su potencia, en su fragor yace su posibilidad. Si lo popular no está condenado a ser capturado por el fascismo sino que dicha captura es sólo una posibilidad entre otras, es porque asumió que la política la hacen los cualquiera cuando imaginan mil formas para seguir enfrentando las estrategias de la oligarquía.

Porque si esta última apunta a capitalizar la Convención, quizás, deberíamos escuchar la pesadilla de Mario Desbordes para entender que ella es nuestro sueño: que la primera línea ocupe un lugar constituyente. El pueblo no conquista, sino acampa. La conquista implica capturar un territorio, imponer una Ley y erigir un orden preciso haciendo de dicha tierra una propiedad. El campamento es transitorio, precario y siempre itinerante; asume que la tierra no es suya porque la toma a préstamo para usarla. En este sentido, el pueblo ha demultiplicar sus campamentos, lanzándose aquí y allá sin quedarse nunca en un lugar determinado. Entre la calle y la institucionalidad, entre las plazas y el Congreso. En este sentido, quizás, la tarea política que tenemos de aquí al 26 de Abril sea acampar en la política institucional y ganar el Plebiscito -hacer uso de él y no ofrecerlo sin disputa a la oligarquía- por una brecha importante que impida que la oligarquía “conquiste” el nuevo Pacto Oligárquico y replique el escenario del Plebiscito de 1988.

Excursus: ¿Por qué sigue Piñera?

Piñera tiene un 6% de aprobación, según la última encuesta CEP, el célebre think tank de la derecha política. Pero, aun así, sus proyectos encuentran apoyo en gran parte de la oposición. La pregunta entonces cambia inmediatamente de sentido: no se trata de por qué Piñera sigue ahí, sino ¿por qué la “oposición” en toda la hibridez y dispersión que ello designa, apoya sus proyectos? Para ser más enfático, podríamos decir que la pregunta que se juega aquí puede traducirse en: ¿bajo qué condiciones esa oposición puede llegar a aprobar los proyectos de un ejecutivo debilitado? Ante todo, condiciones en las que el poder atravesó cuerpos y constituyó subjetividades precisas que imposibilitan pensar más allá del marco constitucional urdido por la derecha desde la dictadura. Si la ex Concertación de Partidos por la Democracia gobernó bajo dicho marco profundizando sus lógicas fue porque en último término, ellos mismos –en un plexo complejo de producción subjetiva- devinieron sus propios torturadores, sus mismos asesinos, sus mismos los opresores. Sólo así el progresismo neoliberal, bajo la episteme transitológica posibilitada por la Constitución de 1980 imposibilitó la democratización del país que hoy supura por todos sus rincones. La ex Concertación de Partidos por la Democracia fue un “servidor voluntario” del poder (en el fondo fue el poder mismo) y, al serlo, necesariamente defendió y aceitó el régimen junto a la derecha. La astucia guzmaniana consistió precisamente en abrir un período de transición política en la que integró a los otrora opositores y les hizo ganar, tanto como ellos. En otros términos, la episteme transitológica fue la restitución de la oligarquía política al precio de arrasar con el pueblo (tal como se confiscaron a los movimientos populares de finales de los años 80 que efectivamente derrotaron a la dictadura). Por eso, Piñera persiste en ese lugar. Siendo la contención y el problema a la vez, Piñera funciona como el heraldo de un régimen montado inicialmente por la derecha que tuvo la eficacia ideológica de hacerse del conjunto de la clase política, cuestión que en los años 90 se llamó “reconciliación”. La posibilidad de sucumbir al “helicóptero” que acechaba el 15 de noviembre en La Moneda para despedir al presidente hacia algún lado se esfuma porque el Congreso asume su conciencia de clase y sabe que si se hunde el presidente se hunde todo el régimen: la presidencia es la bisagra del sistema político y, en ese sentido, el pivote de la dictadura de clase en la que vivimos. Obedecen porque quieren. Y quieren porque son clase dominante, soporte del 1% al que la mayoría sirve (in) voluntariamente.

Rodrigo Karmy Bolton