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Y… ¿Viña tiene Festival?

Por: Alejandro Aguilera Moya | Publicado: 23.02.2020
Como un espejismo, el Festival de Viña del Mar muestra una imagen que se aleja diametralmente a la realidad de una comuna llena de contradicciones dignas del neoliberalismo chileno. Muestra una imagen irreal, una que tiene un tipo de paisaje de exportación en el Plan y otro muy diferente en sus cerros. Viña del Mar tiene el triste récord de tener los campamentos de pobladores más grandes de Chile.

Estamos a nada de empezar la 61º edición del Festival de la Canción de Viña del Mar y en palabras de la propia alcaldesa Virginia Reginato, se trata de una fiesta que la gente de la comuna y Chile espera. Pero esta última versión del certamen, ha hecho más noticias por lo que ha pasado o pasará fuera de la Quinta Vergara más que por su tradicional «parrilla festivalera».

Esto es así porque el certamen viñamarino, naturalmente, se pone en la línea de las actividades masivas afines al neoliberalismo y que han sido interrumpidos por las manifestaciones que se abrieron a partir del 18 de octubre: la Teletón, el fútbol, la PSU, etc. Lamentablemente, el oficialismo, la derecha y algunos sectores de la prensa han trasladado el debate hacia las formas y no el fondo, evitando –en el plano mediático al menos– que se pueda analizar la profundidad de los hechos expuestos y el tratar de entender las razones de dichas manifestaciones. El Festival de Viña del Mar con su profunda carga ideológica viene a ponerse, entonces, en esta línea.

Sin embargo, el llamado a interrumpir el festival no viene de la nada: viene, en particular, de un pueblo viñamarino que entiende el proceso refundacional que vive Chile, que entiende la carga política del Festival y que producto de dieciséis años de una administración del gobierno local profundamente neoliberal, se siente ajeno a dicha fiesta. No la siente propia, que perturba la tranquilidad con que habitualmente se disfruta en Viña del Mar y que en las últimas versiones ha sido una apología a la opulencia desmedida.

El pueblo de Viña del Mar era el que ingresaba a la Quinta Vergara por las Siete Hermanas y se colgaba de los árboles para participar del festival.

Como un espejismo, el Festival de Viña del Mar muestra una imagen que se aleja diametralmente a la realidad de una comuna llena de contradicciones dignas del neoliberalismo chileno. Muestra una imagen irreal, una que tiene un tipo de paisaje de exportación en el Plan y otro muy diferente en sus cerros. Viña del Mar tiene el triste récord de tener los campamentos de pobladores más grandes de Chile. La irrupción en el Festival, tanto fuera como dentro, no es un hecho aislado, hay que recordar las intervenciones en la dictadura o por ejemplo la de vecinos y vecinas del campamento «Felipe Camiroaga» que se tomaron el tradicional “piscinazo” del Hotel O’Higgins para expresar su malestar por la no instalación de agua potable en su locación y la falta de cumplimiento en la materia.

Entonces, para el pueblo viñamarino, que convive con sus problemas de locomoción, de atención primaria de salud y de instrucción, de falta de trabajo, de tráfico de drogas, la manifestación es una forma de acceder a los medios de comunicación para levantar sus demandas y mostrarle al resto de la ciudadanía del país que Viña del Mar no es el espejismo que se muestra en torno al Reloj de Flores, sino una ciudad que sufre y convive con los problemas que el neoliberalismo va dejando a su paso y que, en el caso de Viña del Mar, han sido más graves aún, pues fue la apertura económica impuesta en los años 80 que hizo que cerraran la mayoría de las grandes fábricas que crearon sus barrios más insignes: Achupallas, Villa Dulce, Población Vergara, etc.

Hoy por hoy, el Festival de la Canción de Viña del Mar no es de Viña del Mar o al menos no de su gente; es parte del neoliberalismo y de la élite foránea que produce un evento a su imagen y semejanza y que no es característico de su ciudadanía y que, hace décadas, no forma parte de su identidad.

Por otra parte, y a partir de las exigencias políticas abiertas con el 18 de octubre, el Certamen debe cambiar, debe democratizarse y debe integrar –mediante algún mecanismo– a la ciudadanía, a sus barrios y a sus cerros en su organización y en su caracterización. Requiere, también, transparencia en los contratos que se generan a todo nivel: televisivos, artísticos, etc. y transparencia en lo económico, y esto último muy importante, dada la corrupción que ha sido denunciada en la organización municipal. Estos son algunos mínimos necesarios para abrir el Festival a la ciudad que le da su nombre: Viña del Mar.

Finalmente, la organización del festival, partiendo desde la alcaldesa, ha optado por la prohibición de las pancartas, el sitio de manzanas a la redonda y la imposición de la censura a la hora de referirse al clima político que vive el país, situación última que muestra aún más lo profundamente doble estándar del modelo político–económico de la élite, puesto que en la versión anterior del Certamen, desde el animador del Festival, Martín Cárcamo, pasando por varios artistas, el intervencionismo respecto de la crisis política que atravesaba Venezuela fue verdaderamente vergonzoso.

Alejandro Aguilera Moya