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Diario de un confinamiento: Los 20 días de una paramédica en un hotel sanitario de Estación Central

Por: Natalia Figueroa | Publicado: 30.05.2020
Durante su estadía en la residencia sanitaria la profesional del Hospital San José registró su rutina de encierro que por momentos se tornaba agobiante. Las cartas de sus hijos, la vista por la ventana que daba a la Alameda, los militares transitando durante el toque de queda, detenciones de Carabineros, el sonido de las sirenas de ambulancias, todo lo registró como una forma de sobrellevar su hospitalización. Este es el registro, como un diario de vida, de su lucha cotidiana contra el virus.

— Buenos días cachorros. Me siento igual que ayer y eso es muy bueno. Quiere decir que esto no va a empeorar. Los amo—, escribió Erika Fuenzalida (45) a las 07:27 al grupo de whatsapp que tiene con sus hijos.

—Qué rico mamita!!! Anoche la puse en oración por todas partes. Sé que saldremos de esta pronto—, le respondió al rato su hija.

Érika escribió a frase desde su habitación, en el piso 13 del hotel Best Western, a unos pasos de  la catedral evangélica y el terminal de buses de Santiago, en Estación Central. Allí se internó para combatir el coronavirus. Estuvo 20 días sola, encerrada en la habitación de un hotel reconvertido en hospedaje sanitario.

El miércoles 15 de abril fue cuando supo que el virus, ese con el que luchó como paramédica en el Hospital San José, había ingresado a su cuerpo. Al día siguiente ya estaba instalada en una pieza con dos camas, un televisor, un baño y una ventana con vista a la Alameda. Sin esa ventana, probablemente, se habría vuelto loca. Fue el único espacio de contacto que mantuvo con el mundo real.

Cuando llegó al hotel le aclararon que de ser necesario tendría que compartir el espacio con otra persona contagiada. Tuvo suerte y permaneció en el dormitorio sola, a diferencia de casi todos los pacientes que estaban en el edificio y que compartían habitación con extraños.

Erika llegó al lugar para proteger a su familia. Viene de la comuna de Recoleta donde vive con su mamá y su papá, ambos adultos mayores sobre 70 años, y con su hija de 10 años que es asmática. Contagiarlos era un riesgo que no estaba dispuesta a transar. Como paramédica del Hospital San José tuvo la facilidad de optar a la residencia sanitaria sin realizar trámites demasiado engorrosos.

Estuvo 20 días confinada en el hotel. Se levantaba a las 07:00, se duchaba y luego le llevaban el desayuno a la pieza: pan de molde con cecina o queso, yogurt con cereal, una fruta y un café. Las horas  después de ese comienzo se hacían interminables.

Su único escape a esas cuatro paredes fue la ventana donde veía, por un costado, la catedral evangélica ‘Jotabeche’ y un poco más allá el terminal de buses Alameda; y, por el otro lado, el mall Arauco Estación. Parada ahí sacaba fotos y grababa lo que le llamaba la atención. Así fue dejando registro de esos días. Jornadas monótonas que parecían siempre el mismo día.

Antes de las 14:00 veía entrar a una enfermera vestida con un overol blanco, antiparras, protectores faciales y guantes que chequeaba sus signos vitales, acompañada de otra colega que le abría la puerta y la esperaba afuera. Al rato le dejaban la comida en una bandeja afuera de la habitación para que rápidamente la entrara.

Su familia le recomendaba no ver noticias, algo inevitable con tantas horas a su disposición. Sabía que era angustiante, pero necesitaba entender lo que estaba pasando afuera. También leía en su notebook, veía videos y hasta le alcanzaba el tiempo para sintonizar una misa. Por momentos, los fuertes dolores de cabeza y la tos la cansaban tanto que no tenía ánimos ni para revisar su celular.

El único consuelo, en medio de la abrumadora soledad, era cuando recibía algún encargo que hacía a su familia: papel higiénico o jabón. Ya no recuerda qué día, pero en uno de esos paquetes, extremadamente sellados y envueltos con dobles bolsas plásticas, venía una carta de su hija. “Fuerza mamita. La queremos mucho”, decía. Esos mensajes de aliento, le permitieron soportar esos oscuros días de confinamiento.

Entrada la tarde, Érika volvía a tener contacto con las enfermeras cuando le llevaban la once, comida que varias veces se juntó con la cena. Y de noche, en un silencio que la ensimismaba, escuchaba las patrullas de Carabineros, las sirenas de las ambulancias y hasta discusiones de personas en situación de calle que vivían en los alrededores del hotel. En esos momentos cerraba los ojos, intentando calmarse, y viajar con su imaginación a otros lugares. Espacios abiertos donde podía respirar y liberarse de la angustia que le provocaba el enclaustramiento.

Contagio y llegada

Erika saca cuentas del lugar donde contrajo el virus y su memoria la lleva a una reunión gremial que tuvo el miércoles 8 de abril con otros 25 trabajadores del hospital. Allí, paradójicamente, conversaron sobre la falta de elementos de protección personal, una situación gravísima que hasta hoy los tiene ocupando mascarillas para usar dos horas en turnos de más de 12.

Como tesorera de la Asociación de Funcionarios de la Salud (Afus) del Hospital, estuvo conversando por casi dos horas con los profesionales, donde también asistió una técnica de medicina que días después resultó ser la primera contagiada del grupo. Con ella habló a pocos metros de distancia y como es asmática, recuerda, se bajó varias veces la mascarilla para respirar mejor.

Sus síntomas aparecieron en menos de una semana.

El test se lo tomaron en el laboratorio del Hospital San José, pero por falta de reactivos lo derivaron al Hospital de Niños Roberto del Río. Un día después la llamó un enfermero del área de Infecciones Asociadas la Atención de Salud (IAAS) y le confirmó el diagnóstico positivo.

Erika sintió que se le venía una “nube negra” y recordó que en el mismo hospital, por la exposición diaria a la que están sometidos, le ofrecieron el traslado a una residencia sanitaria si no tenía las condiciones para aislarse en su domicilio. Coordinó con la asistente social y su jefatura le confirmó un cupo en este hotel. Fue un alivio, dice, dentro de todo lo mal que se sentía.

Apenas alcanzó a preparar un bolso con lo más básico, cuando llegó una ambulancia a buscarla a su casa. En el trayecto pensaba en sus hijos y en la promesa de contarles cómo se sentía a diario, hablar del lugar y cómo evolucionaba su enfermedad.

Al llegar una enfermera le hizo el primer control de diagnóstico, le entregó un kit de elementos de protección y dos hojas impresas con el protocolo de residencia.  Ella se puso la bata, los nuevos guantes y la mascarilla. Todavía recuerda las palabras de la profesional:

—Me dijo que podía ingresar solo si tenía síntomas leves, porque si no debían llevarme a otro hospital. Luego me llevó hasta el ascensor y me dijo que subiera hasta que se detuviera porque alguien iba a estar esperándome arriba— cuenta.

Al abrirse las puertas, Érika encontró a otra enfermera, completamente vestida de blanco con el traje de protección. Salió el ascensor, caminó a unos metros y luego ingresó a la habitación. Allí estuvo confinada tres semanas.  Fue su último contacto con el mundo exterior.

Recuerda que la habitación era fría y que por ningún motivo podía salir de ella. Eso lo supo cuando quiso dejar las toallas afuera para que las retiraran y comenzó a sonar una alarma. Rápidamente se acercó una profesional y le dijo que solo tenía que avisar por teléfono. Nunca salir.

La revisión médica era una vez al día, cuando el doctor de cabecera pasaba por la habitación y desde la puerta le preguntaba cómo había amanecido. Ella se paraba, casi al medio del dormitorio, siempre alejada, para conversar con él. A veces debía gritar, porque la mascarilla le impedía hacerse entender.

—Esa fue la primera indicación que me dieron: ‘cuando venga el médico se tiene que poner al lado de la ventana, solo si él le pide que se acerca lo hace y cada vez que entre una persona se coloca la mascarilla y se queda mirando hacia la ventana’. Por unos días estuve con problemas digestivos y él me dijo que tomara té con sal para que no me deshidratada—, recuerda todavía consternada.

Los primeros días le controlaban los signos vitales tres veces al día, situación que con el paso de los días se redujo solo a las mañanas. Una enfermera le comentó que atendían a casi 200 pacientes al día. Erika entendía el colapso, pero le era inevitable no sentirse desesperada. Incluso, a ratos, algo descuidada.

Su criterio como profesional de la salud era que el aseo era deficiente. El lavamanos tenía polvo, pelusas debajo de la cama y no vaciaban los papeles del baño todos los días. Un cuidador del aseo le explicó que no habían subido por la falta de elementos de protección.

También un par de veces llamaba y le contestaban al día siguiente. Algunas noches escuchó a pacientes que abrían la puerta, aunque sonara la alarma. Era desolador, ahora que lo piensa, escuchar a la gente afligida tosiendo sin parar.

Erika le pidió a su familia algunas cosas extras: jabón, cloro, papel higiénico y desinfectante. Su papá fue dos veces a dejarle estos paquetes a la recepción del hotel, que llevaban siempre un mensaje de ánimo escrito. Después cruzaba y la llamaba desde el bandejón central de la Alameda. Ahí le me movía la mano para que se vieran, aunque fuera desde lejos.

Preparándose para salir

Ese día se hizo más largo que cualquier otro. Estaba ansiosa, quería ver a sus hijos, caminar y moverse libremente. Ordenó sus cosas y le avisó a su familia que estaba esperando el último control para completar su ficha médica. Fue el martes 5 de mayo cuando finalmente le dieron el alta médica.

Después de controles médicos diarios, a los 12 días de su ingreso a Erika le tomaron el segundo PCR de control que volvió a salir positivo. A los días se lo repitieron y dio negativo. Eso le dijeron los médicos, aunque nunca tuvo los exámenes a mano, más que un documento de alta donde los profesionales lo indicaban.

Para estar más segura, habló con un médico de la Mutual de Seguridad para que le tomaran el test rápido de Inmunoglobulina G (IgG) que salió positivo, es decir, había creado anticuerpos al virus. Con eso podía estar tranquila, le explicaron los expertos.

Por fin saldría recuperada, después de haber pasado por una de las experiencias más complicadas de su vida:  enfrentarse a un virus que podría ser mortal, la falta de certezas de cómo respondería su cuerpo y la soledad de no estar con los suyos.

Selfie que se tomó en el hotel cuando ya estaba recuperada

Ese día a las 16:00 la pasó a buscar su pareja. Antes de eso, las enfermeras le dijeron que había un libro de sugerencias/felicitaciones en la recepción por si quería escribir algo. Ella no quiso. Y si lo hubiese tenido que hacer, piensa:

—A veces hasta una comida caliente te hace sentir un poco mejor. Cuando se trata de personal de salud, como yo misma que lo soy, sabes hasta dónde puedes llegar, pero tampoco es necesaria tanta frialdad. Hay una palabra que deberíamos usar más y esa es la palabra empatía—, reflexiona.

Su sensación previa a la salida la describe como la de un preso que está próximo a salir en libertad. No encuentra otras palabras, dice.

Erika dio un paso afuera del hotel y respiró con alivio.  A continuación tomó el celular y envió un mensaje al grupo de Whatsaap de sus hijos.

—Ya, me voy para la casa!!!— escribió.

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