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Opinión

Nuestros muertos somos nosotros

Por: Claudio Millacura Salas | Publicado: 26.07.2020
Nuestros muertos somos nosotros |
Antes de pensar siquiera en el desconfinamiento, en la reactivación de la economía, en el volver a abrazarnos, a vernos, a sentirnos, debemos hacer un gran acto ritual (un acto reparatorio) que nos permita vivir nuestros duelos con la esperanza de que el dolor pasará o al menos que aprenderemos a vivir con él.

Una o dos veces al año escribo en EL DESCONCIERTO, un espacio que valoro por su pluralismo. Desde antes de octubre del año pasado que no escribo. Tal vez el gran número de sesudos análisis de lo que ocurría en las calles de este país, me apabulló. Decidí entonces ser un silencioso testigo de cómo miles de jóvenes, sin los miedos de nuestra generación, se enfrentaron con la peor cara del poder, su violencia institucionalizada y a ratos legal. Mientras, otros/as hermanos/as se entusiasmaban con el flamear de banderas mapuche, como símbolo de que por fin se reconocía su extensa lucha en contra de la pérdida de sus territorios, de su lengua, de su cosmovisión, de la propia historiografía y su relato funcional a la Nación homogeneizadora y excluyente.

Ni aun así dejé de ser testigo.

Creo que mi grado de identificación con la Wenüfoye no es aún lo suficientemente fuerte. En mi cabeza sigue apareciendo una bandera azul, una bandera blanca y una bandera con Wüñelfe y más aún si ese recuerdo va acompañado de los Üll de la “Machi Carmelita” (QEPD) a quien el Waiwen Kürüf le respondía con fuerza estremecedora. Y en eso estaba, mirando, escuchando, sintiendo o, mejor dicho, poniendo en práctica Inarumen (Juan Ñanculef, 2018).

Se hizo presente, entonces, el coronavirus y lentamente la vida como la habíamos construido se fue recluyendo en los hogares. Confinando entre las paredes que sostienen el techo que nos protege de la intemperie, a muchas/os los sorprendió en la calle. Los medios de comunicación (que desde la recuperación de la democracia no han vuelto a dar señales de confiabilidad, respecto al relato de lo que vivimos a diario) construyó la escenografía, presentó a los actores y actrices y comenzó a transmitir el espectáculo de la muerte. Primero era el relato de lo que sucedía allá lejos, luego lo que sucedía en el barrio, hasta que finalmente nosotros mismos fuimos los protagonistas de tan triste espectáculo.

Christian, un amigo entrañable, en largas conversaciones, vía nuevas tecnologías, me decía que “la pandemia”, así denominamos a esta situación, puso en relieve lo realmente importante, la vida, y quienes día a día contribuyen en que esta sea un poco mejor. A quienes plantan la semilla, a quienes cosechan el trigo, a quienes producen la harina, a quienes hacen el pan, a quienes distribuyen el pan, a quienes venden el pan, a nosotros, quienes consumimos el pan y finalmente a quienes levantan y limpian los excedentes de tan noble actividad para que todo vuelva a comenzar. Claro está que todo esto ocurre lejos de las luces y cámaras que transmiten el espectáculo del contagio.

Siempre me emociono cuando comparto con mis alumnos el texto La tradición de los grandes cántaros: reflexiones para una estética del «envase» (Margarita Alvarado, 1997). El sentimiento surge al constatar que los antepasados, en un acto de armonía entre lo cotidiano y lo extraordinario, transformaban estas enormes vasijas en contenedoras de cuerpos, al modo de vientres que en dirección contraria (o tal vez a favor de las manecillas de un reloj mapuche) volvían al Mapu para fundirse con ella. Los antiguos me enseñaron que la muerte no es el término sino el inicio de una nueva vida, que el Newen que nos habita se transforma para sumarse a otro espacio (territorio) luego de haber recorrido u atravesado un gran curso de agua, guiado por un hábil navegante y su Wampo (Nicolás Lira, 2007).  Elicura Chihuailaf dirá:

Sufría yo pensando que alguno de los

mayores que amaba

tendría que encaminarse hacia las orillas

del Río de las Lágrimas

a llamar al balsero de la muerte

para ir a encontrarse con los antepasados

y alegrarse en el País Azul.

Me aferro a ello. Quiero creer para así contener el dolor que me produce saber de tantos muertos que han partido sin ser siquiera despedidos, orientados, abrazados, cerrados sus ojos. No logro imaginar que ante tan solitaria partida no puedan alcanzar esa otra orilla, en donde se encontraran con los ancestros. Tanto Alwe desorientado no es bueno. Tanto llanto ahogado no es bueno.

Los antropólogos dicen que la muerte debe ser acompañada de un acto ritual para ser superada, para así poder retomar la vida, que no se detiene. Sin ese ritual, entonces, la vida nos deja atrás o mejor dicho se hace invivible. Por ello, antes de comenzar a pensar siquiera en el desconfinamiento, en la reactivación de la economía, en el volver a abrazarnos, a vernos, a sentirnos, es que debemos hacer un gran acto ritual (un acto reparatorio) que nos permita vivir nuestros duelos con la esperanza de que el dolor pasará o al menos que aprenderemos a vivir con él.

Quiero ser muy claro: no me estoy refiriendo a la celebración de “un día de todos los muertos”, que sabemos que año tras año ha perdido significatividad en favor de otra celebración más cercana al festejo y al consumo. Me refiero a un simple acto en donde todas/os los que no podemos contratar músicos para nuestro funeral nos detengamos para realizar un acto de memoria por nuestros muertos.

Sólo así creo que lo que podamos proponer para esa promesa de Chile, por construir, será mucho más sano, mucho más solidario, mucho más justo. Tenemos que dejar de creer que nuestros muertos son parte de un espectáculo, de una estadística. Nuestros muertos somos nosotros. Así como los cuidamos a ellos, ellos sabrán cuidar de nosotros. Así como era al comienzo, dicen.

Claudio Millacura Salas