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Malestar

Por: Pedro Ramírez Vicuña | Publicado: 08.10.2020
Malestar Camioneros en paro | Agencia Uno
Cuando el gobierno se ve más permisivo con unas formas de protesta que con otras, hace muy difícil construir legitimidad para el uso de la fuerza (y para la política en general). De este modo, el aparato público no se ve como garante del orden público, sino de intereses particulares.

Todas las sociedades se erigen sobre un principio que las legitima, que hace admisibles las diferencias que en ellas se pueden constatar. Como las sociedades tienen desigualdades, la clave para su estabilidad es, según sostiene Jordan Peterson, la forma en que las justifican. En el caso de la modernización capitalista (el proceso que Chile ha experimentado en las últimas décadas) ese principio legitimador, su combustible cultural, es “el acceso permanente a nuevas formas de consumo y la promesa de distribuir recursos en base al esfuerzo”, siguiendo a Carlos Peña. Esa forma de legitimar el orden social es lo que Sam Harris, un filósofo neurocientífico de Stanford, denomina como el secreto del dinamismo, que es capaz de exhibir esa forma de modernización. Ese es su secreto, pero también su debilidad. Porque ese principio poseerá eficacia simbólica y orientará la conducta mientras el bienestar multiplique los panes, el consumo se intensifique y la fantasía de recibir tanto como esfuerzos se hacen se realice —siquiera a pedazos, siempre y cuando sea de manera incremental—, pero cuando todo ello no ocurre, entonces el orden social medido por el propio principio de legitimidad que le subyace la sociedad medida por sí misma— se debilita y, como Weber definió la legitimidad como la disposición a obedecer, la gente, especialmente los jóvenes, ya no encuentran motivos para obedecer. Y entonces la desigualdad, aquella que la expansión del consumo ocultaba, se hace manifiesta.

Ello sucede cuando la fantasía se disipa y el velo de legitimidad cae. La desigualdad, la diferencia de clases, la distinta distribución de los recursos, queda entonces a la vista, sin relato alguno que la justifique o la envuelva. Ya no sirven los discursos (en contra) de “la tiranía” de la igualdad como el de Axel Kaiser, porque la desigualdad sólo es tolerada cuando los grupos medios sienten, gracias a la expansión del consumo y la marea del bienestar, que la movilidad está a su alcance. Y si de pronto descubren que no, que la diferencia es abismal y que la promesa de movilidad era una ilusión, la frustración todo lo invade y se transforma en rabia. Y es probable que esa sensación de sentirse defraudado, traicionado en las expectativas, sea el fruto de la promesa que la derecha hizo y gracias a la cual llegó al gobierno. Después de todo, Sebastián Piñera alentó con sus “tiempos mejores” la expectativa de bienestar de los grupos medios, prometió que la legitimación modernizadora (la expansión del consumo, el acceso a bienes tradicionalmente negados a las mayorías) se ensancharía en el máximo de sus posibilidades. También juró que acabaría con la delincuencia.

Y ocurre que, juzgado a la altura de sus propias promesas, hasta ahora al menos queda por debajo. El resultado es tan obvio como predecible: una rabia que se acompasa ya no sólo con el fulgor juvenil, sino que incluso en los mismos sectores de derecha. José Antonio Kast parece más crítico que la misma oposición. Raymond Aron, el gran sociólogo francés, describió alguna vez las protestas como un sicodrama, una puesta en escena de pulsiones y certezas puramente subjetivas. Pero, advirtió, esas conductas a veces encuentran un escenario social que permite que el sicodrama adquiera caracteres de genuina protesta. Y ello ocurriría, conjeturó, cuando una parte importante de las personas que componen una nación se ven históricamente excluidas y, luego de morder la manzana del consumo y el bienestar, y abrigar la esperanza del ascenso, teman que eso que les estuvo vedado tanto tiempo y al que creían haber accedido, se empiece a alejar de nuevo.

Todo eso se agrava cuando, en el caso del estallido social, algunos viejos, adherentes de una nueva beatería, proclaman a los jóvenes como el depósito de ideales puros, faros luminosos que indican el camino y, en el caso de los camioneros, algunos hacen como si cambiara la cosa cuando no estamos cerca del que corta, bloquea o agrede. Cuando el gobierno se ve más permisivo con unas formas de protesta que con otras, hace muy difícil construir legitimidad para el uso de la fuerza (y para la política en general). De este modo, el aparato público no se ve como garante del orden público, sino de intereses particulares. El problema de legitimidad, por su parte, también se agrava cuando un gobierno de derecha, electo para expandir sin culpas el consumo y premiar el esfuerzo personal, se distrae y parece haber olvidado de cómo hacerlo.

Como el precedente de que la violencia produce resultados ya quedó instalado, estallido social más camioneros como ejemplos, no debiéramos sorprendernos de que cada grupo que exige más derechos o tiene reclamos, por más legítimos que sean, hará uso de métodos extra institucionales para avanzar en sus causas. ¿Para qué respetar la ley si irrespetarla sale gratis y, además, produce mejores resultados? Pero, como si no fuera poca la presión que ejercerán aquellos actores que, mirando lo que ha ocurrido este último tiempo, saben que el gobierno está dispuesto incluso a renunciar a sus principios para evitar la violencia, todo se hace aun peor cuando la herida que la legitimidad cubría –la desigualdad– queda de pronto a la vista.

Pedro Ramírez Vicuña