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Matar a la camiona

Por: Francisca Quiroga | Publicado: 26.02.2019
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Al castigar a la camiona, se castiga a una mujer que, en su masculinidad, y en su deseo hacia otra mujer, desdibuja de manera drástica la posición de mujer, precipitando con ello la ruptura de un contrato heterosexual. Tal contrato, sustentado en la reproducción de las categorías hombre y mujer, condiciona a los individuos a organizarse en asociaciones basadas en la reproducción, tanto biológica como social, y en el trabajo femenino no remunerado.

En la antesala de un san Valentín, la madrugada del 14 de febrero, Carolina Torres Urbina caminaba de la mano con su polola por las calles de Pudahuel. Esa caminata a cuatro manos le costó caro: homicidio frustrado con fractura de cráneo y hemorragia interna. Golpizas con un palo y patadas en los pies y puños. Miguel Ángel Cortez Arancibia, alias “el Cachete”, es el primer agresor identificado. Ya habría hostigado y acosado a Carolina.

“¿Por qué a mí?”, se preguntó Carolina al despertar del coma. Una pregunta, acaso una provocación retórica, que nos obliga a mirar el largo archivo de agresiones que van desde comentarios despreciativos que farfullan la fealdad, por masculina, de las camionas, hasta un silente entramado de crímenes y torturas, del cual conocemos solo unos pocos nombres: Mónica Briones, María Pía Castro, Nicole Saavedra, ahora Carolina.

En organizaciones políticas contra la violencia de género se ha hablado de violencia hacia las disidencias sexuales. Una aseveración que si bien no es falsa, creemos que en su generalidad puede dificultar el análisis de las especificidades de los crímenes de odio dirigidos a lesbianas. ¿Qué es lo que un régimen heterosexual, capitalista y misógino intenta suprimir cuando se agrede a una mujer? Más precisamente, ¿qué se intenta corregir cuando se ataca la masculinidad en una mujer? Esta manera de preguntar, que apunta hacia una posición de mujer antes que a una disidencia sexual sin más, abre la posibilidad de ampliar y puntualizar el espectro de agresiones comprendidas en los crímenes de odio, atravesados por la misoginia, del cual las lesbianas también son blanco.

La primera tentativa de respuesta que emerge, quizás la más evidente, concierne al carácter disciplinante hacia un deseo asignado como femenino, el cual, contra lo esperado, no se inscribe como deseo del deseo heterosexual masculino. Aparece así una violencia que castiga, incluso criminalmente, la transgresión del mandato que ordena desear el deseo del llamado “sexo opuesto”. Al castigar a la camiona, se castiga a una mujer que, en su masculinidad, y en su deseo hacia otra mujer, desdibuja de manera drástica la posición de mujer, precipitando con ello la ruptura de un contrato heterosexual. Tal contrato, sustentado en la reproducción de las categorías hombre y mujer, condiciona a los individuos a organizarse en asociaciones basadas en la reproducción, tanto biológica como social, y en el trabajo femenino no remunerado.

A diferencia de aquellas mujeres que a lo largo de la historia han practicado algún tipo de masculinidad, el ejercicio de las masculinidades femeninas contemporáneas parece traer consigo un inconveniente peculiar para la reproducción del régimen heterosexual: El despliegue de una actitud que, gracias a diversas reivindicaciones y luchas políticas llevadas a cabo por lesbianas, se enorgullece de la desapropiación de la masculinidad. Este orgullo que emana como inversión del repudio y el rechazo permite la repetición de gestos, movimientos y contornos que citan, de manera recurrente y ya sin tapujos, una masculinidad que en principio no les pertenece.

Lo anterior no significa que las lesbianas estén exentas de ejecutar agresiones propias del registro heterosexual, sino más bien que la desobediencia de la masculinidad lésbica está constantemente abriendo grietas en el reparto de la diferencia sexual. En efecto, si la creencia irresistible en tal reparto depende de la ocultación de la arbitrariedad de su génesis, entonces la performatividad numerosa y desinhibida de las camionas contemporáneas, en su operación de desplazamiento de la ficción heterosexual hacia otras ficciones todavía impensadas, expone el carácter meramente contingente de un orden que se presenta como natural y único posible.

Habría entonces en estas prácticas una conquista política que, sin embargo, en su uso ilícito, dispone nuevos y distintos escenarios de riesgo para quienes las ejercitan. Si bien la capacidad subversiva de la disidencia sexual ha sido pensada en innumerables ocasiones, e incluida en las agendas activistas, la torsión camiona, en su ejercicio apócrifo de la masculinidad, presenta especificidades importantes a considerar, tanto por su potencial desobediente, como por la vulnerabilidad que reviste su ejercicio.

¿Importa la dirección del desplazamiento? ¿Es lo mismo un cuerpo asignado como varón que se desplaza hacia la feminidad,  que un cuerpo asignado como mujer moviéndose hacia la masculinidad? ¿Son sanciones similares las que hoy reciben?

No solo la desobediencia del deseo que ya no desea ser el objeto del deseo masculino pareciera ser un disgusto, acaso un problema, sino también el ejercicio ilegítimo del mandato de la masculinidad en cuerpos que no tendrían ese derecho. Lo sabemos: la masculinidad, al ser la expresión predilecta del género de este orden político imperial y heterosexual, es un privilegio del cual no todos los cuerpos pueden gozar. Así, históricamente, lo han comprendido las mujeres que en numerosas oportunidades han tenido que recurrir a la masculinidad como estrategia más o menos velada, más o menos consumada, para llevar adelante sus proyectos vitales. Desde travestirse para entrar a la universidad hasta aquel liderazgo solo posible en claves masculinas, por mencionar algunos de los ejemplos más evidentes de ello.

Lejos estamos de sugerir, con esto, que la posición de una camiona en Pudahuel es una posición privilegiada. Al contrario, es justamente ese ejercicio ilícito de masculinidad lo que exacerba el riesgo que ya se vive en tanto que mujer joven y pobre. Porque en la masculinidad, incluso en la masculinidad no blanca y femenina, hay espacios de libertad, cuales regalías,  que son negados a quienes han sido llamadas como mujeres. Si aquellas mujeres, si aquellas “otras a explotar”, comienzan a utilizar esos espacios y a desenvolverse en ellos, entonces el privilegio que, no por azar, se sostiene en esa asimetría de poder, comienza a resquebrajarse.

Todo indica entonces que el ejercicio visible de la masculinidad constituye un ejercicio de poder reservado para unos pocos. Dicha reserva excluyente ha de conducir nuestras reflexiones hacia una lectura específica del ensañamiento lesbocida inscribiéndolo en un entramado de castigos y agresiones hacia mujeres. Solo reinscribiendo la lesbofobia en un contexto específico de misoginia se puede comenzar a entrever en ella la defensa territorial por parte de quienes sacan provecho de su posición. Ante la escena homicida, que incluye a Carolina y a tantas más, se torna imperioso abortar el razonamiento que entiende estos ataques como cuestiones irracionales o aisladas. El llamado, antes bien, es a pensar la agresión misógina en el régimen heterosexual como labor central y constante, como faena cotidiana que, en el exterminio de sus abyecciones, permite la reproducción de este orden ficticio, aunque muy real, en el que se ama, se explota y, eventualmente, se mata.

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