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Chileno en Qatar 4: El argentino que soñaba con meterle ocho a los saudíes

Por: Daniel Noemi, desde Qatar | Publicado: 22.11.2022
Chileno en Qatar 4: El argentino que soñaba con meterle ocho a los saudíes Un estadio en Qatar, donde hasta ahora se ven más ganas que fútbol | Foto: Daniel Noemi, desde Qatar
En el vagón, me encuentro con un grupo de argentinos. Uno de ellos, el que más habla, dice: “Les vamos a romper el o… a los saudíes”. Habló de más el hincha, porque a la hora de publicación de esta crónica, la Argentina de Messi perdía con Arabia Saudita en su debut mundialista.

Al Fan Fest en el Corniche no se puede entrar con cámara de fotos y a mediodía. Es un lugar con un aire de medio oeste, de Dead Man Walking: caluroso, a medio cerrar, las pantallas apagadas y un DJ hacienda sonar una música de otros años.

La poca sombra ha sido tomada por hinchas de los Países Bajos y más mexicanos, que son los que más hay (sí, hay muchos con los caricaturescos sombreros, en una reapropiación del cliché).

En una sección venden cerveza. Pero la van a abrir solo a las 7 de la tarde, me dice decepcionada una periodista que trabaja para la televisión española.

Un grupo de ingleses pasa riéndose. Veo la hora: faltan todavía 3 horas para el partido de ellos con Irán y ya se comenta que no usarán los amenazantes brazaletes one love por miedo a una tarjeta amarilla. Hasta ahí les llega la rebeldía, escribe The Guardian. Los alemanes dicen que lo harán de todas maneras.  Pero en el partido con Irán habrá otra sorpresa en el partido.

El Souq Waqif es la zona típica turística de Doha. Recuerda esas plazas y mercados, rodeados de laberínticas callejuelas intrincadas, donde se mezclan especias, cientos de pájaros enjaulados, restaurantes y cafés como el de Rick en Casablanca. Lo curioso es que está hecho parecer como viejo, pero no lo es: siendo generosos, el edificio más antiguo tiene solo cien años. Pero yo no andaba en busca del tiempo perdido. No. Quería un café donde ver el partido de los ingleses e iraníes. O sea, un café con una pantalla. Nada. Curioso. Le pregunto a uno de las personas en un stand de información y me responde: “no creo que lo hagan, no les conviene que alguien se quede dos horas y se tome solo un café”. Doy unas vueltas más: restaurantes llenos y no hay televisores. El partido comienza en quince minutos.

Cambio de planes: tomo el metro y me dirijo a la zona de los rascacielos y hoteles cinco estrellas (un Sanhattan con más altura y espectacularidad). Es en los bares de éstos donde se puede beber alcohol (15.000 la cerveza) y, supongo, donde por esos precios tendrán pantallas. No necesito ir a un bar. En un café exterior, a la entrada de un hotel, han puesto una pantalla gigante y hay varias mesas vacías. Cuando me siento ya van 2 a 0 –luego un inglés me dice que los jugadores iraníes no han cantado el himno de su país. “I respect that”, agrega, realmente impresionado.

Tal vez sea por la zona de la ciudad que se ven muchos hombres con poleras y banderas de los halcones verdes saudíes. En la pantalla, Saka se mueve a la izquierda, a la derecha, a la izquierda de nuevo, y una vez más. 4 a 0. El petróleo dará muchas cosas, pero parece que el fútbol no es una de ella.

Taremi me hace callar ganándole el quien vive a un defensa. Muestran a mujeres iraníes en el estadio, blandiendo sus banderas (la lucha continúa; hasta la victoria, compañeras). La lucha en el fútbol no es mucha: 5 y luego 6.

Por cosas del azar, tengo entrada al partido de Gales y los Estados Unidos y mi asiento queda en la mitad de los hinchas del dragón. Aquí sí hay ambiente, le comento a mi vecina canadiense; a cambio del ambiente, me doy rápidamente cuenta, tendré que ver todo el partido de pie. Muy cerca, el líder de la barra no para de cantar: canciones tradicionales de su país, gritos contra los vecinos ingleses y, de pronto, ¡una de Depeche Mode! “I just can’t get enough”. No me queda otra que sumarme al canto mientras veo a Bale con sus ojos de perro triste caer en el área penal y ante la algarabía de mis vecinos convertir el empate. Se siente el estadio. Los gringos, que son mayoría, resuenan con su “yu – es -ei”, pero los dragones -de los cuales ya me siento parte—no nos quedamos atrás.

Se corre la voz: ahí está ese inglés, el más guapo de todos según algunas y algunos: David mira el partido en un palco no lejos de nosotros. Mi vecina grita al verlo «Fuck you, Beckham», pero el ex Spice marido por supuesto no se entera.

El partido es entretenido, le ponen ganas –una maravilla comparado con la inauguración-, pero queda la clara sensación que falta, que ninguno de los equipos es un gran equipo. Los galeses demasiados preocupados que Bale toque la pelota; los gringos, demasiado inocentes en su estrategia de pelotazo avisado con horas de antelación. Va a estar duro con los ingleses, dice un chico envuelto en un dragón. Sí, lo va a estar.

El partido termina pasada la medianoche. La salida del estadio es lentísima. Tardamos más de una hora en llegar a la estación del metro. En el vagón, me toca ir junto a un grupo de argentinos que dejan en claro en su conversación que no es el primer mundial al que van juntos. Uno de ellos, el que más habla, dice: “mañana le hacemos ocho a los saudíes, les vamos a romper el o…”. Habló de más el hincha, porque a la hora de publicación de esta crónica, la Argentina de Messi perdía con Arabia Saudita en su debut mundialista.

Un poco más allá, un galés ya sueña con dragones goleadores.

 

 

 

 

 

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