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La historia de un museo quemado: Del genocidio indígena, al genocidio nazi, al genocidio chileno

Por: Tomás Henríquez, escritor | Publicado: 20.02.2020
La historia de un museo quemado: Del genocidio indígena, al genocidio nazi, al genocidio chileno ©Luis Enrique Sevilla |
No hay duda que Galo Ghigliotto es dueño de una escritura lúcida, llena de rabia y humor negro, y que El museo de la bruma destaca por ser un artefacto literario de especial singularidad narrativa. Pero se distingue sobre todo porque nos intenta recordar la continuidad histórica del fascismo. Que a pesar de tener distintos rostros ha tenido siempre la misma forma de actuar. Porfía que constata que tras siglos y siglos de un aparente avance civilizatorio, nunca estuvimos lejos de la barbarie.

El museo de la bruma, la más reciente novela de Galo Ghigliotto (Ed. Laurel, 2019) es un libro atípico, y por ende, destacable. Se trata de la historia de un museo ubicado en algún lugar de la Patagonia, que en 2014 desapareció luego de un incendio que convirtió en cenizas la totalidad de sus piezas. Solo existe, según se nos dice, el primer y único catálogo impreso que describe buena parte de lo que fue su colección. Esto sirve de base para un relato que nos presenta la descripción de estos objetos, cada cual constituida como una ficha descriptiva, un microcuento y un artefacto visual. Mediante la sucesión de estos fragmentos se forma un relato unitario que alterna el registro documental de personajes y circunstancias reales con el imaginario de siglos de historias que se superponen en un mismo territorio. Este inventario exhibe relatos, establece relaciones internas, construye un contexto y demarca fronteras visibles e imaginarias, bajo las que sin embargo subyace como enigma la pregunta de quién y por qué razón quemó el museo.

Del genocidio indígena, al genocidio nazi, al genocidio chileno. Uno tras otro desfilan relatos en torno a las desventuras de viajeros que terminaron sus días viviendo en el sur de Chile: políticos, comerciantes, empresarios esclavistas, saqueadores de tesoros arqueológicos, promotores de la matanza indígena, antiguos jerarcas nazis, o incluso científicos mercenarios cuyos delirios eugenésicos de supuesta superioridad racial los llevaron a inventar complejos métodos de tortura, que disfrazaban –bajo eufemismos de civilidad y progreso– la barbarie. El autor narra, no sin ironía, la miseria de criminales que pasaron a la historia muchos de ellos, exentos de castigo, y que en su época fueron no solo amparados por la ley, sino que permitieron levantar innumerables memoriales de la infamia, hoy repartidos en calles y plazas. Monumentos de una herida colonial tan explícita como infame. Ahí están Julio Roca, José Menéndez, entre tantos otros. Mención aparte merece Walter Rauff, nazi criminal de guerra, responsable de la muerte de medio millón de personas en Auschwitz, creador del tristemente célebre camión cámara de gases y que terminó sus días en Chile, no solo amparado por la dictadura cívico militar, sino activo colaborador de la misma, en centros de prisión política del sur del país tales como Colonia Dignidad o Isla Dawson, y que aquí toma un rol central.

Sin embargo, llama la atención que el autor se esmere tanto en borrar la voz del narrador, como si ante la infamia y la ferocidad del horror, la postura ética ineludible de adoptar fuese la de ocultarse, la de mantener cierta distancia, acaso objetiva, frente al catastro que levanta. Esa distancia supone que los hechos puedan emerger libres de toda insolencia o parcialidad o de juicio. El problema es que el orden en el que se nos presentan las piezas, nos habla de una selección deliberada, cuyo criterio curatorial confuso, enigmático, arbitrario, etc— es innegable. Pero dicho orden carece de una voz identificable, de un personaje investigador que se nos presente como el agente encargado de proponerlo. ¿Quién y bajo qué criterio nos muestra este y no otro modo de selección de los fragmentos? ¿Quién firma este catálogo razonado y qué relación tiene con el universo que nos va mostrando? Un museo, aunque fuese imaginario, es una institución tan estrechamente ligada a la historia de un lugar, tan indisociable de las voces que lo narran, que prescindir de sus agentes parece ilógico. Por definición, un museo administra memorias, narra selectivamente lo que una comunidad cree que merece resistirse al olvido y lo que no. Por eso, en este caso, incluso cuando se intenta hacer desaparecer la voz del narrador, el narrador siempre está presente. Lástima que el autor lo desaproveche, omitiendo consigo su enorme potencial.

Con todo, no hay duda que Galo Ghigliotto es dueño de una escritura lúcida, llena de rabia y humor negro, y que El museo de la bruma destaca por ser un artefacto literario de especial singularidad narrativa. Pero se distingue sobre todo porque nos intenta recordar la continuidad histórica del fascismo. Que a pesar de tener distintos rostros ha tenido siempre la misma forma de actuar. Porfía que constata que tras siglos y siglos de un aparente avance civilizatorio, nunca estuvimos lejos de la barbarie. Por el contrario ha convivido con nosotros, a veces incluso de forma silenciosa, replegado en esporádicos llamados al orden, a la normalidad de las rutinas, a la higiene racial, y peor aún, en aquella violenta y paradojal exigencia de paz que emerge ante el desconcierto. Chile está lleno de tipos como Walter Rauff dando vueltas. Sujetos de oscuro pasado que se han mantenido ocultos en medio de la bruma, esa bruma que aquí no solo sintetiza la misteriosa expresividad del paisaje patagónico, sino sobre todo remarca la atmósfera de infamia que emerge en medio de la impunidad.

El museo de la bruma

Galo Ghigliotto

Ed. Laurel, 2019

304 páginas.

Precio de referencia $15.000

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