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Premiar a un mapuche: el lugar del Estado entre la literatura y la cuneta (i)letrada

Por: Pablo Faúndez Morán, doctor en Literatura, autor del libro «El Premio Nacional de Literatura en Chile: de la Construcción de una Importancia» (próximo a ser publicado por la Editorial Universitaria de Valparaíso) | Publicado: 07.09.2020
Premiar a un mapuche: el lugar del Estado entre la literatura y la cuneta (i)letrada |
En entrevista con Daniel Matamala el mismo 1 de septiembre en que se anunció su designación, Elicura Chihuailaf afirmó que él no veía el galardón que se le estaba concediendo como un reconocimiento del Estado de Chile, sino como la decisión de un jurado especializado, que tomó en cuenta la antigüedad y persistencia de su obra poética. El corte limpio y definitivo al circuito que vincula a la administración Piñera con el premio, le arrebata al Estado cualquier propiedad sobre el galardón, y lo reclama para la literatura.

Con manifiesto alivio, los premios nacionales del año 1990 echaron mano de grandes figuras postergadas por la dictadura para reclamar su propiedad de listado selecto de la cultura chilena. José Donoso en literatura, Álvaro Jara en historia y Roberto Matta en arte fueron condecorados en medio de un democrático entusiasmo. En ceremonia celebrada en diciembre de ese año, el entonces ministro de Educación Ricardo Lagos Escobar señalaría en su alocución que el rol del gobierno frente a estos premios debía ser garantizar su entrega más allá del gobierno mismo, propiciando y fortaleciendo mecanismos que permitiesen que galardonadas y galardonados fuesen “efectivamente el producto y el consenso de lo que la sociedad chilena busca y quiere enaltecer”. Todo esto finalmente tenía que ser “la expresión de una gran política de Estado”.

En la práctica, este afán de transparencia no se tradujo en modificaciones sustantivas a la ley del premio, que fomentasen y cautelasen formas de incidencia de dicha sociedad. Y la representatividad quedó circulando como un atributo esquivo, difícilmente asignable a sus entregas, relegada a la condición de azarosa coincidencia histórica. Muy por el contrario, lo que ha parecido primar en la historia reciente del Premio Nacional de Literatura ha sido el sutil influjo de su dudosa vida privada, donde arte y política han convivido en generosa armonía.

Cada vez que dicha intimidad ha sido públicamente ventilada, ha causado estragos. Como cuando el año 2000 Miguel Arteche delató los delirantes argumentos de la titular de Educación Mariana Aylwin, quien defendió ante el jurado la candidatura de Raúl Zurita señalando que era un poeta a la altura de Dante. O como cuando el 2010, un grupo de parlamentarias y parlamentarios lideradas por Ximena Rincón hizo circular una carta de indignado apoyo a Isabel Allende, en nombre de la postergación histórica de las mujeres y de la abrumadora masa de sus lectores, contados por millones. Maquillar estas presiones cosa de que parecieran opiniones inocentes, fue del todo imposible, y las respectivas entregas –la de Zurita mucho más que la de Allende– quedaron signadas un tiempo largo por la afrentosa mácula de la ilegitimidad.

«Lemebel parece haber ganado más al no ser premiado»

La premiación de Antonio Skármeta el año 2014 no reprodujo del todo este patrón interventor, pero sí dejó caer algunas pesadas gotitas en un vaso al borde del rebalse. Pues pasó que terminó ganándole por nariz a Pedro Lemebel, candidato inesperado, que en las semanas previas a la deliberación venía acumulando apoyos públicos, académicos e intelectuales. El currículum de Skármeta, tan intenso en su olor a Concertación, tan europeo y diplomático, quedó indefenso ante la evidente popularidad de la yegua apocalíptica. En torno a uno y otro escritor empezaba a decantar una reorganización de las posiciones del público local, de la cuneta (i)letrada como la llamó Lemebel. Antonio se iba quedando solo en la compañía de los profesores y escritores que le celebraron su premio en plataformas como Artes y Letras, frente a Pedro que llenaba gimnasios, teatros y salones cada vez que iba a leer a Santiago, Valparaíso o Concepción. Una poderosa sensación de inversión terminó apoderándose del premio ese año, donde Lemebel parece haber ganado más al no ser premiado, que Skármeta al serlo.

Este desgaste –que no desaparición– de la red de relaciones entre las escritoras y escritores y los partidos políticos de presencia parlamentaria terminó por imponerse en la entrega de este año 2020. En entrevista con Daniel Matamala el mismo 1 de septiembre en que se anunció su designación, Elicura Chihuailaf afirmó que él no veía el galardón que se le estaba concediendo como un reconocimiento del Estado de Chile, sino como la decisión de un jurado especializado, que tomó en cuenta la antigüedad y persistencia de su obra poética. El corte limpio y definitivo al circuito que vincula a la administración Piñera con el premio, le arrebata al Estado cualquier propiedad sobre el galardón, y lo reclama para la literatura.

El gesto de Elicura

La completa inexistencia de poetas –por no decir poesía– alrededor del gobierno actual, sumada a sus sostenidas maniobras de criminalización y represión del pueblo mapuche –con asesinato impune incluido–, sitúan y refuerzan el gesto de Elicura. Treinta años más tarde, sus palabras parecen estar ejecutando los afanes de representatividad de que hablaba Ricardo Lagos. Pero no por consecuencia directa de gestiones gubernamentales, ni como resultado de una “gran política de Estado” discernible y reconocible, sino antes por la importancia creciente escritores y escritoras como voceros validados de sectores y grupos de la sociedad.

En columna del día 19 de agosto en este mismo medio sostuvimos que las favoritas para ganar el premio este año eran dos candidatas mujeres. Sólidas trayectorias literarias abalaban la premiación justiciera que se les reclamaba. Pero mucho más, señalamos, la fuerza de la contingencia patente en un difundido clamor público e intelectual, que exigía intervenir con energía y decisión la excesiva masculinidad de nuestro canon literario nacional. Cuando dos semanas después, el premio lo obtuvo un varón no hubo protesta de parte de ese clamor, pues el varón señalado fue un mapuche, y en cuanto tal, otro sujeto discriminado y postergado, igual que el femenino. Y como todos saben, una constante de las intensas jornadas de movilización de la última primavera y el último verano fue la bandera mapuche.

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Esta distancia entre el jurado del premio, su decisión y la expresión en esta de una anuencia pública, son, finalmente, las marcas de un evento político. De hecho, los únicos resquemores tímidamente levantados contra la designación de Elicura, acusaron que se trataba de un premio político. ¡Como si la literatura no fuera un acto político por excelencia! Pues siempre que represente al ser humano, como un cuerpo y una consciencia, y su vida en el mundo, la literatura estará planteando versiones y reflexiones de la vida en comunidad, irremediable e impostergable. Que esas versiones sean individualistas, solitarias y monologantes, o peor, superficiales y evasivas, es otra cosa, que no quiere por cierto decir que no sean políticas.

Afortunadamente, esto es algo que el nuevo ganador del premio tiene clarísimo. Desde el primer momento señaló que recibía la distinción como una puerta, o por lo menos una ventana, que sirviera para abrir el diálogo integrador en la sociedad chilena con la tradición y realidad del pueblo mapuche, y las otras culturas indígenas del país, que permitiese ver la ternura donde solo se nos muestra violencia. Hay que tomar esto muy en serio y como lo que significa: participación. Y evitar así otro de los destinos fatales de la literatura en este país: ser un interesante tema de conversación, repertorio de lindas imágenes que por ficcionales, son de otra vida, otro mundo, otro lugar.

 

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