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¿Te gusta el porno gay?: “Circus of Books”

Por: Esteban Andaur | Publicado: 02.07.2020
¿Te gusta el porno gay?: “Circus of Books” |
¿Te gustan los libros? ¿Te gustan los libros sobre porno gay? Pues, en primer término, no hay de qué avergonzarse. No hay clóset aquí. Y, en segundo término, el documental de Netflix «Circus of Books»(2019) puede ser justo lo que andabas buscando.

En los primeros minutos, vemos a una pareja de la tercera edad sentada en un sofá. Se ven muy a gusto juntos. El pelo canoso, las arrugas y el semblante sereno nos informan que han sobrevivido a las vicisitudes de la vida. Son muy transparentes. Ella se ve más fatigada, quizá más resignada a su destino que satisfecha, a diferencia de su marido, que luce más alegre todo el tiempo.

Ellos son Karen y Barry Mason, un matrimonio convencional, aunque ella diría que mixto. Karen es judía, Barry es irreligioso. Ella no está del todo cómoda con la filmación. Pero a Barry no le importa; está tan dispuesto a entregar información, que Karen no puede evitar interrumpirlo, corregirlo, revelar más. Esta tenue contradicción define el temple de la mujer, y Rachel Mason, su hija y directora del filme, encuentra en su madre a la protagonista perfecta.

Nadie que hubiera conocido a los Mason, habría pensado en las excentricidades más insospechadas bajo esa superficie amable. Ni siquiera sus propios hijos, quienes supieron del trabajo de sus padres años después. Rachel se enteró en la secundaria. Para Karen y Barry era algo que debían esconder. Eran los dueños de Circus of Books, la distribuidora de pornografía gay más importante de EE. UU. en los 80 y 90, una suerte de híbrido entre una librería y un Blockbuster Video. ¿Suena a algo prohibido? Bueno, lo era en ese tiempo, algo parecido a una ley seca del erotismo homosexual.

Era razonable, pues, que la tienda se convirtiera en el punto de peregrinaje de hombres que añoraban un lugar cuyas ideas los hicieran sentir bien. Buscaban aceptación, paz, su propia cultura, y encuentros sexuales.

En el filme hay sexo, desnudos, pero ni tanto. Es bastante sugestivo. Lo más gráfico está al interior de la librería, donde vemos estanterías con carátulas explícitas, y paredes provistas de consoladores, lubricantes, anillos para penes y, ¡uf!, un etcétera de productos que prometen placer. Imagínate. Bueno, y también están las vergas ocasionales, pero nada que no hayamos visto antes.

Mason contextualiza la intrincada historia del lugar a través de datos desopilantes, relacionados con el cine de ciencia ficción y métodos de diálisis, y entrevistas a iconos de la industria pornográfica. Como Jeff Stryker, una estrella del porno gay de los 80, cuya figura de acción, anatómicamente correcta, debió haberse vendido alguna vez en Circus of Books. Vemos una escena de una película que protagonizó, donde hace realidad una fantasía prosaica y muy popular: canta una canción de rock sobre un escenario, sin polera, y un hombre del público lo contempla con deleite y deseo.

Dado que Mason no nos muestra sexo explícito, lo que hace es montar fragmentos muy elocuentes de esas cintas. Y el resultado es una deconstrucción reveladora del material. Así, lo que nos queda son miradas tiernas, caricias en la cara, hombres sin polera retozando en la playa, besos apasionados en lugares seguros. Todo acompañado de los sintetizadores y las guitarras eléctricas habituales. Un mundo ideal. Un mundo genérico, asimismo, con los privilegios y la libertad inherentes a la heterosexualidad. El tipo de representación de la que el cine hollywoodense aún carece, y necesita.

No creo que lo hicieran de forma consciente, pero los realizadores de esas cintas pornográficas les daban un elixir muy necesario a su público objetivo, proveyéndoles imágenes positivas de sí mismos, y fomentando una imaginación colectiva donde el sexo anal no era tabú y nadie era discriminado ni perseguido. Circus of Books, el documental, se siente como una evolución natural de ese período del porno, y que nos ofrece, además, una historia de amor única y un complejo retrato familiar.

El filme va de lo íntimo a lo sociológico, y halla la poesía y el humor en los entresijos. Es divertido ver a Karen repasando el inventario de la tienda como si nada. Un día de trabajo regular. Y verla después en un primer plano mientras dice películas gay hardcore, es hilarante. ¡Quién lo hubiera creído!

Karen y Barry solían contratar a gais que vivían cerca de la tienda, dándoles la oportunidad de sobrevivir con un trabajo estable y decente, algo que todavía hoy es difícil de conseguir para las personas queer. No obstante, es curioso notar que lo que movió a este matrimonio a emprender un negocio sexual fue la necesidad económica, no la convicción política.

Podían ser mercaderes de la igualdad, pero en casa las cosas eran distintas. La homosexualidad no era tema de sobremesa, como quien piensa que mientras menos se hable del asunto, esa calamidad no acaecerá bajo su techo. Sí, claro. Su trabajo era equivalente a ser homosexual en ese tiempo, por lo que no podían acarrear con la vergüenza y la culpa. Y terminaron creando su propio clóset: jamás alguien cercano a ellos supo a qué se dedicaban.

Por supuesto, sucede algo inesperado que convulsiona a los Mason. Algo natural, quizá irónico, pero que Karen asimila como algo devastador, y es entonces que debe someterse a una transformación espiritual por el bien de la familia. Ese aire de languidez en ella no es gratuito.

En el fondo, nunca perdió un ímpetu por transgredir las reglas, tal vez nutrido por su religión restrictiva. Así que uno puede decir que tuvo la vida que siempre quiso, y hasta dejó un legado importante. Los registros domésticos de la directora, a menudo desprolijos y donde su madre se la pasa quejándose, le confieren al resto del visionado una inmediatez emocional. Esa universalidad, que está ahí, latente en cada cuadro, es conmovedora, y es lo más retórico que el filme puede comunicar.

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