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Las cicatrices de la ciudad

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 25.02.2013

texto y fotos por Juan Domingo Urbano

Un río corta la ciudad en dos. Los de arriba, los de abajo. En Santiago hay cuatro caudales de agua que cruzan y circundan la ciudad: Mapocho, San Carlos, Zanjón de la Aguada y Maipo. Los ríos al igual que las súperautopistas traspasan el corazón de su gente. Son las cicatrices, las heridas abiertas, que esconden como costuras la desolación de una ciudad ausente, celo de un país que avanza en silencio. Al borde de las carreteras, nada. El paisaje se borra. Al borde de la calle no hay más mundo. Si algo no se ve, no existe. Las personas, desde el otro lado de estas pistas, han desaparecido. Están dos veces muertas. El flujo es de los autos, no de los hombres. Así progresa Chile, nos dicen. Vamos bien, mañana mejor, reflota un jingle ochentero. Y se levantan edificios, desaparecen manzanas, demuelen fachadas centenarias, desmontan el pavimento, trizan placas de concreto, corrompen los parques, hacen desaparecer tu casa, para erguir torres que llegarán al cielo. Desde arriba el panorama es inmensamente abrumador. Desde abajo millones de zombis elevan sus oraciones para llegar a fin de mes:

“Cuando los problemas superan Cuerpo y alma se secan La vida se vuelve culpa Rezan”

La plata llama a la plata La celebrada autopista de la Ruta del Maipo, todas las fiestas es la reina de la jornada, cuando los noticieros se instalan de punto fijo a cubrir el otro lado del descanso capitalino. Que los tacos, que los peajes, que el tac, el abuso del alcohol, la cifra roja de decesos. Es demasiado importante y mediática. Nostra via di Roma. Pues esta carretera Panamericana es el punto de unión entre la zona sur y el cuello de botella donde avanza el río Maipo hacia el mar: allí, donde antes decíamos Paine, una de las zonas más angostas y transitables del territorio, hoy se halla como un hito el fastuoso Casino (vecino de “Chita Qué lindo”, futuro y exclusivo campo de Golf de la empresa ludópata). “La plata llama la plata”, decimos en este País del Juego. País de la fortuna. País de la buena suerte. Cuando la vida sonríe a algunos, inevitablemente, hace muecas amargas a otros. Tener, ganar, acumular. La plata como una máscara que esconde los pliegues de la piel. La sucia polvareda de los barrios marginales de sus orillas. La Ruta del Maipo cruza La Granja, Puente Alto, San Bernardo. Comunas pobladas que esconden tras sus muros una vida desconectada del mundo, cortando una extensa panorámica donde la suerte no se asoma. (Podría escribir una crónica aparte para hablar de los “casinos de barrios”, las maquinitas chumbeque, donde se apuesta hasta la plata del pan.) El dinero no está en las poblaciones San Gregorio, La Bandera, en La Chiloé, o no al menos en la forma de roulette de juegos, en fichas de colores, dados de marfil o naipes marcados. Sí, en cambio como “ruleta rusa”. Sí, en el negocio de la droga. Esa es la carta que les tocó de la baraja. Dinero en polvo blanco, que por extensión es la loca euforia de la pasta base, del tolueno, de las pastillas. Que los deja así de sicosiados. Para ellos el “chorreo” tiene cara de hereje. Y los niños y niñas yo no son tan niños, y se ofrecen detrás de un poste o en un auto por $500 pesos. Están dispuestos a todo por un pipazo, por quemarse los dedos y ver con sus ojos volteados esa abundancia, la que suponen alguna vez dejará de pasar solo por sus narices. Callejón Quitalmahue Muy cerca de esta carretera, en el Triángulo de las Bermudas que componen Puente Alto, San Bernardo y Santa Rosa, abajo bien debajo de la ciudad, se ubica un camino de tierra de nombre callejón Quitalmahue. Un eriazo donde, solo para quienes tengan buena memoria y lo recuerden, el 27 de marzo de 2006 se vio venir a un perro, llevando en su hocico un trozo de carne, bofe de carnicería, en apariencia, pero que pronto fue reconocido como la extremidad inferior de un ser humano. Un niño vio a su perro con la piltrafa, y su madre aterrorizada ante el pavoroso hallazgo, dio aviso a la policía. ¿A quién podía corresponder ese pie derecho? A un sujeto que a los días conseguirían identificar como Hans Hernán Pozo Vergara, RUT. 16.257.530-7, nacido el 02 de julio de 1986, una vez que en los medios de comunicación parecían agotarse los sinónimos para denominar al llamado “descuartizado de Puente Alto”. Un joven de veinte años de edad, padre de una hija pronta a cumplir dos años, reconocido adicto del sector, desempleado, varias veces detenido por hurto y porte de droga. La noticia conmocionó a la opinión pública. Los diarios de inmediato trajeron titulares dramáticos, pero también cada vez más sensacionalistas, confusos y lapidarios sobre el malogrado muchacho. Así no solo los curiosos o cercanos empezaron a merodear en el sitio del suceso, sino que también la policía y los peritos de investigaciones, en la medida que continuaron apareciendo los miembros del desaparecido; todos intentando dar con las pistas de lo que, durante salvajes semanas, se convertiría en uno de los crímenes más horrendos cometidos en el país. ¿Por qué descuartizar a un muchacho? Hans Pozo murió en manos de unos sicarios. Pagados por un microempresario, Jorge Martínez, quien les habría encargado se deshicieran de él, luego de que durante meses este lo hubiera venido extorsionando, a raíz de una relación homosexual que él sostenía con el chico; dado el impacto que provocaría su revelación, ante la intachable y tan cuidada imagen pública: presidente de la Confederación Nacional de Funcionarios Municipales de Chile, miembro activo del partido Unión Demócrata Independiente (UDI), casado y padre de dos hijas. El modus operandi, desde ya horrendo, fue subirlo a su camioneta, darle muerte en un potrero, congelar su cuerpo, noches más tardes cercenarlo, para luego ir esparciendo los brazos, sus piernas, el torso, su cabeza, en distintos lugares de la zona sur oriente de Santiago, donde iría apareciendo como las piezas de un brutal rompecabezas. Mas dentro de la misma línea investigativa, todavía abundan las sombras, los pliegues y dobleces del caso, que impiden conocer una última verdad. Jorge Martínez fue muerto en plenos peritajes. Se dijo a la prensa que este se habría suicidado, pero las heridas de bala que recibió, en la bodega de su local de distribución de helados y confites, contradicen la lógica de la autoeliminación, ya que a todas luces un tercero disparó el tiro que atravesó la sien y se perdió en el piso, encontrándose este, evidentemente, de rodillas. Análisis de balística, insisten en la tesis del suicidio, sellando la posibilidad de que Martínez –el autor intelectual del crimen de Pozo– diga por qué, cómo, cuándo y con quiénes, pactó la muerte de un muchacho que movido por su adicción fue canjeado por la inclemencia del que paga por silencio y agrega otras fojas a la impunidad de los poderosos. Apagar el fuego con bencina. ¡No existen secretos tan secretos! No se puede tapar el sol con un dedo. Hasta bajo el agua más turbia hay ojos que bucean la verdad. Confirmando que, en palabras Ricardo Piglia, todo crimen tiene un sello político. Y este fue uno de ellos. El caballo lo miraba Tantas carreteras, tantos autos, tanta velocidad, no consigue aquietar el flujo de la vida que corre por otras rutas. El destino de los hombres, en medio del mundanal ruido, sigue apelando a la calma. Sean estas líneas un in memorian no solo para Hans Pozo, sino también para esa celebración cotidiana de los cientos de niños que juegan del otro lado de las autopistas, elevando un volantín, chuteando una pelota, colgando de los árboles, correteando perros, entre caballos, pozas y pastizales. Ajenos a estas rutas por donde viaja esa fortuna, que a ellos se les fue negada.

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