Texto y fotos de Juan Domingo Urbano
Cúmulos, estratos, cirros y nimbos, son los nombres que se da a la formación de agua y gases que apreciamos en el cielo. ¡Algo tienen las nubes! No hay experiencia más sublime, convengamos, que tenderse en el pasto a mirar esas masas blancas –ovejas, algodones, espuma, fantasmas, brochazos– avanzando allá muy lejos. Para los que han tenido la oportunidad de volar en avión, de seguro les habrá sorprendido al traspasar el colchón de nubes, encontrarse siempre sobre la superficie y sin importar incluso que abajo esté nublado, con un sol radiante. El cielo es sorprendente. Ni hablar de la Tierra. Porque si la geografía es el pasado –que lo digan las montañas– las nubes corresponden al presente. Y hasta me animo a decir que, en ocasiones, lo que imaginamos o proyectamos como el futuro, ya parece estar anunciado en clave sobre nuestras cabezas. ¿El destino en el cielo? Antigua tarea esa, practicada por los mayas, los griegos y por los niños. Nuestros ojos vueltos hacia la altura, ganan su momento de contemplación a ese bien tan preciado que es el tiempo, reconociendo lo diminutos que somos ante tamaña dimensión del mundo… ¡Como un océano invertido!
Así se llama la última crónica de Roberto Arlt. La escribió por anticipado (como lo hizo desde su primer día en el diario El Mundo en 1928 hasta 1942), lo que permitió a su editor publicarla de manera póstuma el 27 de julio. Las prensas no debían detenerse. Sus lectores no pudieron brindarle un mejor homenaje que leerlo mientras lo velaban. La crónica es sencilla, y refiere al caso, excepcional para Arlt (de ahí que lo comente), de un inmigrante, hijo de zapatero, que fue poeta y taxista en Manhattan, y que justo el ’42 publicó el libro “Geografía de la mente”, llamando la atención de los críticos y la beca Guggenheim. Su nombre George Zabriskie. Escribe Arlt: “Los días transcurrían entre sus manos y conducía su automóvil por los desfiladeros de sombras que son las calles de Nueva York, mirando con la mirada a veces vacía el perfil de los rascacielos que en la altura próxima del cielo tienen un tono de canela rosada (…). Cuando doblaba la cabeza hacia arriba, millares y millares de ventanas de los rascacielos parecían que iban a desplomarse sobre sus ojos, y entonces pensaba en los bosques que aún subsisten en las llanuras quebradas, en los ríos que serpentean ociosos entre los prados esmaltados”.
Vuelvo otra vez sobre esto de las nubes, y recuerdo la descripción de Piglia, referida por terceros, que cuenta cómo cuando murió Arlt debieron sacar su ataúd amarrado con poleas por la ventana de su pensión, y que esa imagen suya, sostenida sobre el cielo de Buenos Aires, es el lugar, pontifica Piglia, que ocupa Arlt en la literatura argentina hasta nuestros días, y blá, blá, blá. Entonces me remito a la reflexión de Vila-Matas, también sin confirmar, que la nieve sería muy monótona si Dios no hubiera creado los cuervos. Luego extiende la imagen para hacer una analogía con la escritura –era que no– y habla de la página en blanco, la hoja que como una aventura es enfrentada por los escritores, mientras los tenebrosos cuervos negros los acechan. Miro, precisamente en este instante, mientras anoto en mi libreta, el avance de unas nubes desperdigadas allá muy lejos. Su blanco es la hoja donde escribo. Y me digo que la aventura no puede terminar. Suscribiendo de paso a Bolaño citando a Breton, pero intencionadamente refiriéndose a Nicanor Parra, con eso de que la hora de sentar cabeza no llegará jamás. Y todo eso sé, o quiero creerlo, se encuentra escrito en el cielo.
Domingo 17 de marzo de 2013