Avisos Legales
Nacional

Hospital trinchera (ala sureste)

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 11.04.2013

Por Eduardo Serrano Velásquez. Fotografía: Freddy Briones Parra

No sería extraño que desde ahora empezáramos a utilizar la palabra paciente para llamar a los transeúntes. No lo sería porque los transeúntes, esos personajes anónimos que andan a patadas por los paraderos y andenes de Santiago, son también enfermos. Enfermos pero no de hospital sino de urbanismo. De simple y duro urbanismo. Basta dar una ojeada para darse cuenta de cómo la ciudad se llena de salas de espera, de lugares delimitados para la caída. El mapa de Santiago pareciera estar ahora construido como el mapa de un hospital, con todos sus pasillos, habitaciones, camillas, rayos x, electroshocks y salas de espera. Y está construido así, no me cabe duda, para que los transeúntes actúen como auténticos pacientes, como auténticos enfermos; personajes hambrientos y machacados por la espera que la misma ciudad se encarga de inventar. Pienso en esto ahora que estoy en la sala de espera de un hospital. Y todos aquí son enfermos o, por lo menos, creen padecer algún dolor, alteración o anomalía que los hace parecer enfermos. Me incluyo. Unos andan en círculos con la mirada fija en el suelo. Otros, en efecto, ya están totalmente deshechos, desparramados sobre sus sillas de fierro. Y pongo énfasis en esto porque sus sillas, ese pequeño mundo en el que se transforma una silla es equivalente a su estado, es decir, a su enfermedad. Desde ahí miran hacia la pared horas enteras, como en las calles de la ciudad. Desde ahí esperan escuchar el sonido quebrado del nombre o el número de turno que, en este caso, es lo mismo. Nombre o número de turno o enfermedad o mapa, es lo mismo. Todos aseguran una entrada pero no una salida. Paciente S diríjase a Rayos x, Paciente V vaya a traumatología. Todos se vuelven hacia la voz como si la palabra aludiera a todos o, más precisamente, a un poco de todos, a una pequeña porción sensible, a una cierta agonía sensible, como si ahora por fin les tocara el turno, como si ahora por fin fueran a abrirse de par en par esas puertas totalmente selladas. Ser un paciente significa entonces estar subordinado a la espera, a la anomalía que produce la espera, y esto es común en la ciudad. Todos los transeúntes se mueven de esa forma. La acción queda relegada en los márgenes por la aparición de innumerables espacios intermedios. Espacios intermedios donde nos meten nuestros roles de tranquilos ciudadanos. Rostros compungidos, cuerpos quebrados, niños hinchados entrando y saliendo de la mano de sus madres. Toman su número y pasan a ocupar su lugar en la larga fila. Quizás no hay nadie dentro, quizás no hay nadie adentro. La sala de espera del hospital que es como una ciudad, una gran ciudad blanca. Por eso con la palabra paciente, independientemente de que se señale a un individuo que padece cierta enfermedad, se alude también a la capacidad de espera, es decir, a la paciencia de dicho individuo para soportar el peso de la espera. Sin embargo al transeúnte o paciente, como queramos llamarle ahora, se le presenta cierta posibilidad de ruptura que tiene ver con las maneras de recorrer la ciudad. Cuando éste se pierde por la calles sin objetivo específico, respondiendo abiertamente a los ofrecimientos del terreno, renunciando a los roles convencionales de los ciudadanos, abandona también la moral del paciente y tiene la posibilidad de armar su propia cartografía, su propio urbanismo subterráneo. La ciudad se convierte en una especie de ruleta rusa donde hay que improvisar para seguir avanzando. Sus patadas en el cemento podrían cavar subterráneos, podrían abrir túneles o estaciones de trenes. Tiene la posibilidad de instalar un juego y modificar las reglas del urbanismo. Seguir a alguna desconocida en las líneas del metro, adentrarse en calles desconocidas, hablar con desconocidos, entrar a una sala de espera a las doce de la noche y hablar con los enfermos, tomar una micro x y avanzar hasta otro punto x, etc. El transeúnte o paciente, como un cartógrafo, construye su propio mapa, su propia sala de espera, su propia trinchera, su propia prótesis de cemento que incrusta sobre la ciudad. El paciente, el transeúnte y el cartógrafo en este caso son lo mismo. Todos trazan un mapa pero con sus cuerpos. Sus cuerpos son los medios para plantear su perplejidad. Entonces tal vez en medio de la cartografía citadina se nos permita trazar una desviación. Tal vez se nos permita usar el extravío como relectura de la ciudad.

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