La calle es lo contrario de la elegancia institucional de los palacios gubernamentales y las sedes partidarias, de las casas de piedra y los edificios de vidrio. Transcurre llena de historias y rostros todos los días, cuando hay marchas y cuando no las hay. Siempre ubicada en el centro, en los antiguos barrios de la ciudad grande y en las poblaciones, pareciera que en los sectores altos no hay eso que hemos estado llamando la calle. Allá está sólo la vía, el pavimento, la vereda, los trazados para la circulación automotriz, la señalética y un gigantesco nada más. Nadie camina por las aceras, salvo cada tanto algún jardinero o la empleada de una casa.
No basta con pararse en una vereda cualquiera para estar de verdad en la calle. Hay que tener los ojos inquietos y saber mirarla y encontrar sus gestos, sus desigualdades y sus miserias, captar sus misterios guardados a la luz del día y sentirse como en casa. Eso es lo primero que vi en las fotos de Emilia Aguilera. Fotos sin artificio, directas, etnográficas, de un estar allí que es más que un ejercicio de localización, fotos a pie, donde no parece haber más pretensión que la de proponer una mirada auténtica; y sin embargo fotos de una factura notable.
Emilia es una fotógrafa joven que mira por el visor de la cámara como se mira en el presente, haciéndose cargo de la polisemia de cada situación, de cada encuadre, de cada rostro, sin que ello, por lo demás, impida un actuar comprometido. Es por eso que ella nos puede proponer una mirada de la calle que no queda atrapada en el horror burgués al desorden social, ni tampoco en la fascinación publicitaria por el fuego del que lleva una capucha. Su calle es amplia, variada, de jueves de marcha y de domingo de niños y viejitos. De esa calle vale la pena hablar.