Partamos con las poleras. Llamadas también sudaderas, camisetas, remeras, playeras o polos. Prendas de vestir que cubren buena parte del tronco y que son usadas por el personaje de Don Ramón en la vecindad del Chavo o por los jugadores de Santiago Wanderers en el campeonato de 1958. No estamos hablando de cualquier engendro de la media y baja costura, sino de telas ligeras, confeccionadas en tiempos pretéritos con hilo de algodón o sacos trigueros. Pero, por sobre todo, aludimos a prendas de dimensiones amplias (ojalá uno o dos números por sobre el usado habitualmente en la esclavitud diaria), pues su papel es hacer más llevadero el efecto del sol implacable de 35 grados a la sombra en Santiago de Chile. O bien cualquier otra clase de problema existencial que nos circunde.
Un aspecto que jamás debe descuidar toda polera que se precie de tal es su relación de tiempo – distancia con el cuello y los brazos. Éstos jamás deben ser alterados en su circulación sanguínea, sino solo puestos en aviso que el torso no anda por ahí exhibiéndose a plena luz del día. Piezas de gran calidad han sucumbido por el detalle de la estrechez y quedado relegadas al olvido en closets, roperos, cajones, cajas (pláticas y de cartón), maletas y hasta botes de basura.
La prenda debe resultar tan cómoda que poco y nada importará que el uso les haya ocasionado un pequeño o gran piquete en su estructura. Mucho menos si está borroso el estampado original con alguna frase dicha por un filósofo de la cotidianidad o con el retrato de un ícono pop del siglo XX y siguientes. Liberar un cuerpo atolondrado no requiere sellados al vacío ni lugares comunes, sino sólo la voluntad de frenar las pretensiones de modistos y diseñadores de volver más accidentado nuestro andar por este valle de lágrimas.
Este honesto panegírico no se agota con las poleras, sino que se extiende a otras prendas añosas como pantalones (bluyines, vaqueros o tejanos), camisas, chalecos con puntos idos, chaquetas de cuero (ideales, amplias, anárquicas, eternas y protectoras), ternos (como los que heredara Don Ramón de su tío Jacinto), pijamas, batas y pantuflas (como los usados en sus días finales por el escritor Juan Carlos Onetti), alpargatas, calcetines, sombreros y hasta el tan menospreciado calzoncillo. Mientras el elástico se mantenga firme en la inestable cintura, poco importa que todo lo demás quede al capricho del viento, lejos de la coacción y el agobio de la vida moderna.
Dejar constancia de la realidad de estos objetos entrañables es una forma de combatir la acción destructora que ejercen sobre ellas madres, madrastras, hermanas, novias, esposas, hijas, amantes, abuelas, maestras, jefas, periodistas, vecinas, compradoras compulsivas, modelos, diseñadoras y tantas otras emisarias del capitalismo que buscan la desaparición de estas reliquias atesoradas durante años por la humanidad.
Fuente: http://evoluciondelaespecie.blogspot.com/