Para el hincha colocolino el fin de semana correspondiente a la fecha 12 del Torneo de Clausura (no la de este fin de semana) fue un deleite: su equipo sacó amplia ventaja a sus perseguidores y prácticamente aseguró la esquiva corona número 30. Para la mayoría de sus hinchas, el denominado “súper domingo” fue un día de satisfacción, esa que se siente cuando todos los resultados del campeonato benefician al equipo de “sus amores”, como antiguamente se decía del sentimiento del hincha por su club. Sin embargo, mi sobrino, que es fanático del albo, estaba deprimido. La razón: el Arsenal de Inglaterra había sido vapuleado en la Premier League y el Real Madrid perdía el clásico frente al Barcelona. Y bueno, el chico se amurró. El domingo se acostó temprano, no vio la repetición de los goles del fin de semana y esquivó todos los noticiarios deportivos, cosa muy rara en él, cuya afición al deporte es extrema.
Un caso para el análisis. De partida se me hace imposible ponerme en su lugar. Si mi equipo gana el clásico del fin de semana mi deambular por el mundo se hace muy grato, independiente de cualquier vicisitud que ponga en riesgo mi equilibrio emocional o serenidad. Las discusiones con la pareja se convierten en una banalidad, el desencuentro con los hijos en una pequeña anécdota, la fila en el supermercado en un ejercicio zen, la visita al mall en una experiencia mística, el roce con un automovilista furioso en un juego de civilidad. Incluso podría ver un noticiario completo (mentira, eso ya sería demasiado, representaría un fanatismo desbordado). El asunto es que mi joven sobrino, en el fútbol, tiene más de un amor, es un amante internacional, y cada fin de semana pasa de un canal a otro para no perderse ningún encuentro en el que sus amores juegan. Es tan internacional que creo que si el Real Madrid o el Arsenal se enfrentaran a Colo Colo, hincharía por los primeros. Una situación, que reitero, es difícil de explicar, sobre todo para quienes nos hemos nutrido históricamente de la savia futbolera local y somos monógamos con la camiseta que nos atrapó desde chicos.
La explicación sociológica de este desarraigo local y apego a las grandes ligas extranjeras y a los colores que representa a alguno de sus clubes poderosos recae, en alguna medida (y aquí no descubro nada), en la globalización del fútbol y las comunicaciones, en fin, en la llamada industria del fútbol. La oferta hoy en día es ilimitada y, en rigor, desde hace varios años es más fácil (y económico) ver el fútbol internacional que el local. Además el espectáculo a ese nivel es muy superior al que pueda exhibir cualquier liga local, no solo en Chile sino en toda Sudamérica. (Permítaseme un paréntesis respecto a la liga de Argentina. Hoy es imposible ver un partido de esa competencia sin bostezar o definitivamente quedarse dormido. No por el ritmo, que es bastante frenético, sino por el nivel de juego, verdaderamente deplorable, con constantes pases al adversario, escaso en figuras, planteamientos tácticos conservadores y un desapego absoluto por la pelota).
El poder de las comunicaciones. Cierto. Pero en el fútbol eso no es suficiente. Me refiero a que el poder de seducción de esa maquinaria gigantesca llamada fútbol planetario, para ser efectiva y generar una audiencia casi religiosa, tiene que ir acompañado de algo esencial: el “sentimiento”, la “pasión”, como dicen los hinchas y lo expresan en sus cánticos. El espectáculo es ofrecido en toda su dimensión, en súper high definition, en súper repeticiones, en súper ángulos, en todo su esplendor. Pero no basta, para la fidelización a este espectáculo se requiere también del compromiso del espectador, de la rabia por una infracción no cobrada, de la frustración por el penal perdido, del suspiro de alivio por el achique del arquero frente al goleador rival, del desconsuelo por la pelota en el palo… Necesita del plus emocional del hincha, de gritos, imprecaciones y puteadas al árbitro, en definitiva, requiere de la desazón de mi pobre sobrino luego de la contundente derrota de los Gunners propinada por Luicito Suárez y compañía, y de la “pataleta” experimentada por él cuando Messi facturó por enésima vez a los del Madrid.
Quizá el “fútbol total” no sea ese que impuso la famosa Naranja Mecánica dirigida por Rinus Michels e interpretada, entre otros, por Ruud Krol, Wim Jansen, Johan Neeskens, Johhny Rep, Rob Rensenbrink y el gran Johan Cruyff, sino esto que se ve ahora, esta inmensa maquinaria de trasmisión de partidos aceitada con las pulsaciones de millones de “hinchas planetarios”.