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Mi primer ácido en el Parque O’Higgins

Publicado: 07.05.2014
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Tuve miedo durante un largo tiempo antes de probarlo. Fumo marihuana regularmente, pero una vez, hace varios años, tuve un pésimo viaje y desde entonces, intento manejar mis voladas, bajar cuando la cosa se está desbordando. Sin embargo, hace meses, un amigo me habló del ácido y sus maravillas y me instó a probarlo.

“Tienes que estar preparada sí, no tienes que tener miedo”, me advirtió. La mayoría de usuarios dice que la disposición es importante: de estar triste, el viaje puede ser el punto clímax de la tristeza. Lo mismo ocurre con los estados miedo: se potencian, se duplican al alero de las alucinaciones y la distorsión mental.

Después de meses de duda, decidí darle cara: dadas las actuales condiciones de mi vida, podría ser necesario un largo tiempo hasta sentir otra vez lo necesario para declararme feliz. Y después de concluir eso, una mano surgió sin mucha dificultad y con el consejo de ser experimentado al aire libre: sólo así se podría vivir el viaje en plenitud, en compañía de colores y un paisaje clásico, de esos que se usan para el fondo de pantalla de los computadores. En Santiago, lo más parecido que vino a mi mente fue el Parque O’Higgins, con sus cerros de pasto, la elipse infinita y los puestos de comida a la salida que certifican buen bajón. Además, con la amplitud necesaria para mantenerse lejos de los pacos y sus motos, caballos o camionetas (y civiles).

Elegí un domingo con la esperanza de darle algo de sentido a ese día nefasto. En compañía de un amigo, salimos del departamento con las provisiones necesarias: un termo con agua caliente, comida, dos negritas, dos caños y muchos puchos.

«(…)después de cruzar el parque y tragarme el almuerzo, puse el primer cuarto de ácido bajo mi lengua. Un sabor amargo, comenzó a extenderse en mi boca hasta inundarlo todo».

A las 4.30, después de cruzar el parque y tragarme el almuerzo, puse el primer cuarto de ácido bajo mi lengua. Un sabor amargo, comenzó a extenderse en mi boca hasta inundarlo todo. Durante los 40 minutos siguientes, conversé, reí y fumé de forma incómoda, intentando no perder nunca el control sobre el minúsculo trozo de cartón que muchos aseguran haberse tragado por descuido. La gracia, dice la ciencia, de ubicarlo bajo la lengua, es conseguir una rápida absorción que garantice la consistencia del viaje.

En Internet –al que consulté de manera exhaustiva antes del consumo del ácido- algunos dicen que ponerlo en un ojo otorga un efecto inmediato. De todos modos, creo jamás metería ninguna droga a mi pupila.

Luego de los 40 minutos de rigor, quité el cartón babeado de mi boca y me dispuse a disfrutar. Las cosas ya comenzaban a volverse más lentas.

Lo que leí sobre la droga

La sabiduría de Internet al respecto dice así: el LSD es mucho más activo que la mayoría de los alucinógenos restantes, 5 mil veces más que la cocaína y 500 mil veces más que el alcohol. Además, fue utilizado durante los 40 para intentar comprender y desarrollar el conocimiento respecto a los pacientes con esquizofrenia. Más tarde, y como tantas cosas, fue prohibido y cesó la experimentación científica.

Dicen que sus efectos –como el de todas las drogas- dependen de la interrelación de algunos factores: forma de consumo, características de la sustancia, contexto personal (peso, edad, estado de salud), y el contexto exterior (compañía o lugar). Lo común, es que sus efectos alucinatorios tengan una duración que va desde las 3 a 12 horas. Sí, doce.

En pocas palabras, su potencial psicotrópico provoca distorsiones perceptivas de todo tipo. Casi como un caño de gran intensidad, puede mantener al individuo en un largo estado de reflexión, risa, observación y expansión de conciencia. Sin embargo, el dato que marcó mi decisión fue su bajo potencial de dependencia física, al contrario de otras drogas como la cocaína y el éxtasis. ¿Cuáles son los riesgos, entonces, de la droga más consumida por los hippies? Algo en sintonía: no ser capaz de sostener el impacto psicológico de la sustancia e intensificar los traumas de turno. Por ello, dicen, personas con tendencias suicidas deberían abstenerse de la posibilidad de un mal viaje.

El flashback es la otra posibilidad negativa. Con ese nombre cinematográfico llaman al retorno transitorio de emociones y percepciones experimentadas bajo los efectos del ácido, días, semanas o meses después de su consumo. Un mal regreso.

Yo, en cambio, no viví más contraindicación que una sorpresiva dificultad para respirar. El resto del viaje en el parquecito de los Cousiño hizo del domingo el mejor día que he tenido en mucho tiempo.

La evasión

Cuando quité el pequeño cartón de mi lengua, las cosas ya habían cambiado. Me tiré al pasto y fumé el primer pucho –uno blando y más liviano de lo normal- y el reaggetón de los vecinos se enmudeció. Comencé a sentir el zumbido de la tierra y de los árboles a todo volumen y a mirar los tonos del pasto, el cielo y las luces bajo un contraste continuo.

“Estoy entera e’ loca”, fue alguna de las muchas cosas que dije. La droga, para variar, surtió efecto en mí antes que en mi acompañante. Empecé a mirar la laguna del parque, recordé a la Pequeña Gigante tomando una siesta con sus pies en el agua el 2010 y hablé largamente sobre ella y su Tío Escafandra.

Reflexioné mucho rato acerca de la felicidad de la gente y de todo eso que pensé al ver a miles de personas siguiendo a un títere gigante. Entonces recordé que tenía lo suyo el tío y le pedí a mi amigo que lo trajera de vuelta, a él y a su sobrino, cuanto antes. Me trataron de pervertida.

Bajo la influencia del ácido me llené de felicidad. No era una felicidad propia, totalmente real, pero sí una felicidad auténtica, fugaz, como son las felicidades la mayor parte del tiempo. Reí a destajo de no sé qué cosas, me quedé sin respiración y me dolió la guata –de buena forma- de tanto reír. Pensé en cosas tristes, me burlé de los antecedentes recientes de mi vida amorosa y volví a reírme durante otros minutos. Fue ahí cuando supe que no iba a tener un mal viaje: la pena más despierta había sido esquivada.

A mi alrededor, el parque era un paisaje perfecto. Agradecí mentalmente a los Cousiño por ese pequeño regalo a la ciudad de Santiago y recordé la explotación en las salitreras, Subterra y Baldomero Lillo. Reviví nítidamente los hilos de oro con que estaban tejidas las cortinas del Palacio. Cuánta plata.

Horas después salimos del pasto. Al efecto del LSD se sumaba la ayuda de marihuana, de buen origen, conseguida recientemente gracias a una mano milagrosa. Mis plantas, dignas de una novata cultivadora, aún están enanas y no queda más que someterse a las reglas del mercado y sufrir pensando que, muy por el contrario, en las tierras de Mujica, pronto se podrán comprar hasta 40 gramos al mes a sólo luca el gramo. Malditas fronteras.

Camino a la laguna del parque y ya caída la noche, disfruté de las sensaciones sicoactivas despertadas al cruzar un parque en las oscuridad. Miedo, curiosidad, árboles en movimiento y sonidos desde distintas direcciones, confundiéndome. Al acercarnos a la laguna, esquivando los juegos, vi el cielo y sus estrellas reflejadas con exactitud. Entonces viajé a mi infancia, a los paseos desde la pobla, en La Granja, en una camioneta destartalada de mi padrino. Comencé a mirarme corriendo en el pasto, con la mitad de una botella de plástico cortada atada a una pita recogida del parque. Lista para cazar pirigüines.

“Mira, pásate”, me dijo mi amigo, invitándome a cruzar la reja que cerca la laguna. No, respondí, y miré alrededor. La droga me daba valentía para enfrentar la posibilidad de un nuevo encuentro con la policía y, por lo demás, ya era tiempo de hacer alguna hueá. Así que me decidí y salté con un poco de ayuda.

Desde ese espacio, la perspectiva de la laguna era perfecta. Mi amigo se colgó rozando el agua con sus zapatillas y comencé a sentir asco. Imaginé a miles de guarenes esperando a pocos metros de la superficie, listos para saltar a atacarnos. Mis viejos me contaron muchas historias acerca de la osadía de esos animales. Pero no, no iban a saltar hacia nosotros y, de hecho, una comunidad de patos se acercaban a nosotros graznando.

Por alguna razón, sentí que venían a pedirme algo y yo era la autoridad local. Le pedí a mi amigo ayuda de asesoría política y comenzamos a conspirar. Nos preparamos para el encuentro pero luego imaginé un gato gigante navegando por la laguna. Miré hacia enfrente y vi su pelaje blanco haciéndose espacio en el agua. Y entonces me emocioné y reí por un largo rato.

Ahí, en la laguna del parque, escondidos de guardias, lanzas y pacos, agradecí en voz alta la existencia de las drogas. Gran invento, loco, gran invento, me dije, después de una serie de eventos que no podrían ser descritos con exactitud en este artículo.

Pensándolo nuevamente, no me siento miserable por sostenerlo, más allá de los prejuicios y el discurso conservador de la gente en contra de las drogas –tradicionalmente reconocidas como drogas, ojo-, la cruel rutina de la máquina exige de huidas ocasionales. Creo en eso como alguna vez creí en Dios. Y yo, de vuelta a casa ese domingo, como quien vuelve de Fantasilandia, chascona y risueña, supe que había sabido escabullirme de la realidad. Lo terrible fue volver a mirarme al espejo.

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