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La final desde la cancha. Parte 1.

Publicado: 15.07.2014
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Le pregunto al taxista quién quiere que gane. Alemania, me dice seguro. La Avenida Atlántica está repleta de argentinos, algunos han puesto carpas.

–Muchos argentinos—menciono lo obvio.

–¿Tú eres argentino?—me pregunta entre amenazador y asustado.

–No, no lo soy—titubeo un poco, mi portugués está herrumbroso por decir lo menos—soy chileno.

Silencio por un rato. Han cerrado la calle y debemos darnos una vuelta. La policía pasa a nuestro lado.

–¿Y cómo es la relación de los chilenos con los argentinos?

–Bueno, históricamente… –comienzo político—complicada. Pero ahora está bien.

–Ah—no le ha gustado mi respuesta que no dice nada—pero Argentina tiene una situación económica muy mala.

–Sí, parece que tienen algunos problemas. Y, ¿cómo está Brasil?—retruco quizá demasiado rápido.

–No tan bien como hace unos años. Pero mejor que los argentinos. Pero no tan bien como Chile—asegura mientras volvemos a tomar la calle del hotel.

–Chile tiene una economía muy pequeña—estoy cansado y no quiero comenzar una discusión sobre las bondades o no del sistema.

–Eso es verdad, Brasil es gigante. ¿Cuántos son ustedes?

–15, 16 millones.

–¡Menos que Sao Paulo!—casi grita, alegre, al enterarse de la pequeñez chilena.

Me deja en la puerta del hotel y me desea buena suerte. Igualmente, respondo. Alrededor la seguridad se nota. Hay más guardias que argentinos. Así y todo puedo sentir el rumor leve del mar. Copacabana de noche (quizá algún día hable de otra noche en estos rumbos, pero ahora estamos hablando de fútbol).

Pasemos un tupido velo por la noche carioca:

Es la mañana de la final y por fin, después de varios días nublados, amaneció con sol. Tomo mi cámara y salgo a buscar un jugo de acaí. En la playa la gente ya corre, trota, saca a sus perros, surfea, juega vóleibol y hace paddle de pie (algo que yo prometí en Santiago e intentaré en un rato). Las breves cafeterías comienzan a llenarse. Me pido mi acaí y me quedo mirando el mar (las olas leves y todo de pronto me recuerdan un poema de Pezoa Véliz aunque en Río no está lloviendo: en Río hay sol y gente con remeras argentinas y tricots alemanas). Y banderas. La playa reparte banderas: una chilena flamea solita ella al lado de una silla igual de solitaria. Un poco más allá la policía. Un poco más allá el ejército se preocupa que las banderas no sean turbadas en su ir y venir. Miro mi reloj. Son recién las diez y media de la mañana. ¿Será muy temprano para una caipirinha?

Como en una canción de Sabina me subo al metro: Estación Cantagallo, Estación Central y San Cristóbal. Los trenes repletos de argentinos, alemanes y brasileños. Pero en el mío hay tres finlandeses que a pura sauna-sussi-sibelius sueñan apoyando a Alemania que en algún siglo no muy lejano su país llegue a estas instancias.

Y el rumor ya se siente y la brisa y el sol y los controles que se repiten uno tras otro. La entrada. ¿Dónde he metido mi entrada? Pero es solo un susto, la reencuentro como se reencuentra a una amante diez años después. Ya se ve el más famoso de los estadios: el Maracaná—y seamos honestos con los desocupados lectores: decepciona por fuera. Pero no dejaré, me dijo, que tal percepción empañe la velada que se viene.

Ronca rueda la tempestad. Ronca el rumoroso el estadio, el marrrracaná donde Uruguay el 50, y donde un poco después el Cóndor que volaba pasó.

Por fin entro, por fin por Dios y por Marx estoy en el interior del estadio. Y miro a mi alrededor y miro la cancha aún cubierta con un plástico infame y en la mitad de ella, en el mismísimo círculo central una tarima donde justo ahora Shakira comienza a contornearse y no canta es la hora es la hora ni que el diablo es magnífico y luego me parece que Carlitos Santana toca tres acorde y medio y entonces por fin sacan toda la parafernalia y los equipos amenazan sus ingresos. Señoras y señores esto está por comenzar. El ring, el coliseo, el anfiteatro, todos mirando la boca del túnel (lo cual nos convierte a nos, la gente, en la verdad) por donde saldrán los equipos en tres, dos, uno. ¡Ahí están!

Mientras entonan los himnos con un casi respeto por el del otro equipo, me doy cuenta que a mi lado está sentada Cassia, la ex novia de Matías Vicuña (hace unos veinticinco años). El tiempo pasa inevitable: las arrugas han dejado su marca y la playa su rastro. Me esfuerzo en olvidarla y fijar las niñas de mis ojos en los de Messi o los tan profundos que dan miedo de Khadira. El árbitro da un pitazo. El reloj comienza su marcha. El estadio tiembla y los gritos aumentan su pavura y su belleza: el corazón del Maracaná ha comenzado a latir.

 

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