MV: La cita de Brecht nos viene a recordar que toda apelación a lo común, en tanto potencia soberana, debe establecerse igualmente a partir de la experiencia común de la división, de la lucha de clases como guerra social total. La razón de esta doble afirmación de lo común de la división, y de la división de lo común, no deja de ser apocalíptica, no deja de afirmar el conatus, la división, como principio de todo ordenamiento, de toda sentencia o juicio final. La historia misma, como estructura narrativa, no es ajena a la lógica judicativa propia de este doble movimiento de lo común y la división. Este doble movimiento es también la cifra o la figura de una temporalidad que viene a inscribir el tiempo del juicio (el tiempo del después) en el tiempo del conflicto (el tiempo del antes), de modo tal que el tiempo del después esta ya, de algún modo, inscrito antes en el antes. La paradoja de esta temporalidad es la paradoja de
OAC: Sí, sí, estoy de acuerdo con casi todo lo que dices. Una diferencia mínima estaría apuntalada por lo que tú llamas la “guerra social total”. Yo no lo entendería como consecuencia o efecto de la potencia soberana de lo común, sino todo lo contario. El estado de guerra total es efecto de la soberanía absoluta del capital, del imperio de los afectos como campo de constitución de la libre competencia y de la hegemonía de lo agonal por sobre los antagonismos que definen la lucha contra la lógica del capital como único modo de existencia. La máquina cultural y los modos de existencia social hoy funcionan desde el ultraje de lo que pertenece al dominio de la existencia en común. Pienso que la potencia de lo común es lo que se opone a la pasión abstracta de la soberanía absoluta del capital cuya característica principal no es sólo acumular y sobreexplotar la Tierra, sino también hurtar y enmascarar la potencia de
MV: Toda la cuestión parece pasar por pensar otras figuraciones de la política en el principio del fin de la figura política. Como bien adviertes, la tarea consiste en inventar una nueva figura heroica, que no sea ni el retorno de la antigua figura aristocratizante del sacrificio bélico o religioso, ni la figura anónima del común encarnada en el rostro del soldado o del guerrillero. Ese otro heroísmo con el cuál hemos de soñar debe ser ajeno a todo espíritu de sacrificio, a todo resentimiento moral, a toda vocación de destrucción. Figura de lo ilimitado, de lo extraordinario, su paradigma no puede ser el de la guerra. Pues, si la guerra ha sido el lugar donde ha crecido todo heroísmo, ese otro heroísmo a inventar debe ser del orden de una inhumanidad cívica como la que se encuentra en Bartleby, en Allende, en la tenaz persistencia de la memoria inmemorial de las madres de plaza de mayo, de las agrupaciones de familiares de detenidos desaparecidos. En tanto figura del exceso, de la ilimitación, esa heroicidad es la de lo inhumano, de aquello que subvierte y altera el orden de una humanidad constituida en el ejercicio de una guerra social y permanente. Esta guerra social total —y aquí despunta un matiz, una diferencia de apreciación entre nosotros—, no es solo la guerra de clases desplegada a escala planetaria, reinventada como guerra colonial o guerra seguritaria, es también la guerra inmemorial que en nombre de la humanidad hemos declarado a todo aquello que consideramos no-humano. ¿No-humano? En primer lugar, el animal, o lo que bajo ese nombre consideramos como algo que debe ser perseguido, cazado, encerrado, muerto, devorado, etcétera. Esa guerra, podríamos decir, es la guerra esencial: paradigma primario de belicidad sobre el que se recorta no solo la figura de todo heroísmo, sino también de todo sacrificio. Esa guerra encubierta contra el animal está en la base de todo paradigma de la guerra, de toda crueldad presente y futura. Si creemos encontrar en figuras como Bartleby un paradigma de heroicidad por venir, es porque advertimos confusamente en esa y otras figuras un deseo oscuro de librarnos de nosotros mismos, una pulsión de muerte que trabaja en la noche, y en el secreto, contra la pulsión de muerte del día y del deseo. Es en razón de este oscuro deseo de autodestrucción, de un movimiento autoinmunitario nacido en el seno de lo inmunitario, que la izquierda no puede ni debe elaborar una teoría del gobierno. Sus luchas, sus resistencias, su negación no dialectizable, solo se iluminan bajo la luz negra de la noche y la resistencia. De una noche que trabaja en silencio contra todo poder establecido: en primer lugar, el del hombre, el de la humanidad. En otras palabras, si hemos de inventar o descubrir formas alternativas de imaginar esa inhumanidad porvenir en el seno de la humanidad, si hemos de imaginar una heroicidad extraña a todo paradigma guerrero o militar, debemos comenzar por deconstruir los inconscientes cárnicos de la crueldad que parecen autorizar toda violencia, toda afirmación soberana de la vida, en tanto vida humana superviviente. La misma figura del superviviente, y de la supervivencia, es una figura de la vida que parece elevarse y triunfar sobre la muerte misma, que parece arrebatada a la singularidad de toda existencia. Es justamente esa elevación de la vida, esa supremacía final de la existencia la que anhelan y reclaman las figuras del guerrero y del soldado. Al final de un siglo que todavía extiende su sombra sobre nosotros, podemos decir que esas figuras de la heroicidad y la supervivencia, de la violencia y la crueldad, de la humanidad y la inhumanidad, se encuentran ya a nuestras espaldas. Este nuevo siglo avanza a paso veloz sobre un paisaje que no conforma ni paisaje ni horizonte. De ahí la urgencia de pensar la izquierda en la suspensión de toda temporalidad, en la suspensión de toda espacialidad. Pues, la izquierda fue ante todo en los dos últimos siglos una práctica de la topología, un pensamiento del espacio y del tiempo. Pensamiento de la división y de lo común, pensamiento de la guerra y del sacrificio. Ahora bien, ¿cómo pensar una práctica emancipatoria sin apelar al crédito de las viejas palabras cargadas de futuro?
OAC: Una izquierda sin relación a la(s) política(s) de emancipación no debería clamarse o proclamarse de izquierda. La razón convencional de la izquierda moderna estaba anclada en el futuro. En una cierta futuridad que perteneció al tiempo de las filosofías del progreso y, así, a la temporalidad de las máquinas del trabajo. La industria y la ciudad industrial como eje de articulación de la vida social eran formas de hacer del tiempo la programación de los cuerpos como condición del aprovechamiento de las energías del obrero. La ciudad desarrollista moderna era la captura del tiempo en la ciudad futura y, al mismo tiempo, el programa de donde tiempo y futuro reproducían la condición del espacio como trama trágica de la política. La lucha de clases no era una guerra del proletariado o de las clases sociales que se proletariazaban, sino más bien, el modo por el cual los obreros reaccionaban a la captura de la experiencia más allá del agotamiento de sus fuerzas y de las condiciones de explotación. El futuro es una palabra que pertenece a la historia de la modernidad burguesa y, en muchos casos, es indistinguible de las utopías de izquierda; piensa por ejemplo, en los grandes utopistas, aquellos que Lenin vinculó con el “socialismo utópico” debido a la fuerza propedéutica y políticamente demarcatoria que había tenido el texto de Engels Del socialismo utópico al socialismo científico (1876). Por supuesto, se trata de utopías donde la relación entre el futuro y el trabajo se contraen mutuamente en la pasión por el desarrollo e incluso, en el caso de Engels, en convicciones darwinianas de articulación del trabajo y del tiempo como futuro de la “perfectibilidad humana”. En Owen, Fourier, y Saint Simon, entre otros tan importantes como ellos, la ciudad ideal suele aparecer bajo las formas de la comunidad que realiza los ideales de la equidad y la igualdad social a través del control del tiempo y la reorganización del trabajo. Para mí todo esto que ocurre en el siglo XIX y que en América Latina se encarna en otros nombres, por ejemplo, el de Francisco Bilbao, Andrés Bello, Santiago de Arcos, Simón Rodríguez, entre otros, es más interesante como práctica de la imaginación que como lugar posible. Las utopías en la literatura, digamos, de Julio Verne pasando por Asimov hasta Stanley Robinson narran la relación con el futuro de manera insoslayable con las de la producción. Lo que, sin embargo, me parece inevitable es que la utopía es una práctica material asentada en la imaginación y en las condiciones de posibilidad de la ficción. Cuando G.K. Chesterton dice que la literatura es un lujo y en cambio la ficción una necesidad está, precisamente, hablando de que la existencia no puede sostenerse sin una ficción, sin lo que Badiou, llamará una Idea. Esta frase chestertoniana es para mí más importante que la del futuro porque éste, el futuro, es sin duda un elemento de la ficción, pero no es la ficción como tal. El elemento esencial de la ficción es la política como experiencia que ocurre en el punto de intersección entre pensamiento y práctica material de existencia con los otros. Sin esta práctica no hay relación a la emancipación y sin un pensamiento que imagine las condiciones de posibilidad e imposibilidad de la ficción no hay izquierda. ¿Cómo pensar una ficción no sostenida por el paradigma de la guerra? Esta pregunta sin duda es de izquierda. Walter Benjamin, por ejemplo, pensaba que todas las guerras eran guerras capitalistas y que la única guerra justa era la guerra no-capitalista porque esta se hacía en nombre de la abolición de la propiedad. Creo que para ti el punto sería, precisamente, pensar la condición no-humana de una guerra sin guerra, una guerra en que la figura heroica del personaje de Melville suspendiera las utopías del trabajo capitalista, suspensión, digamos, de la burocracia que administra el tiempo de la especulación que controla el cuerpo de la producción, asegurando lo que Éttienne de la Boétie llama la servidumbre voluntaria. Tú eliges a Bartleby como el héroe del “nuevo comienzo de la historia” o del fin de la historia del capitalismo porque sin duda esa pasividad entre melancólica y negativa no restituye ninguna utopía del trabajo, sino que anuncia la catástrofe. Bartleby es, por decirlo así, una figura de la teología negativa del trabajo, un modo por el cual acontece la desespiritualización de la que tanto habló Max Weber. Pero, ¿no estamos aquí en frente de una figura cristológica, es decir, de un guerrero que se ofrece al sacrificio con las armas de su cuerpo que niega el orden social elegantemente con la frase “I would prefer not to”? ¿O incluso con la hipostasis de un individuo que podría inaugurar la catástrofe de todo un sistema? Se trata de un héroe que anuncia la catástrofe del capitalismo y, sin embargo, ese anuncio, siendo un anuncio de izquierda, no es suficiente para articular prácticas políticas. Habría hoy, tal vez, que complementarlo con el concepto de Lenin de co-existencia pacífica junto con aquel de la “proximidad del otro” de Levinas para pensar en la guerra sin guerra que el cuerpo de Bartleby nos ofrece como sacrificio de un “principio de esperanza” que suspende desde la pasividad neutra del cuerpo el trabajo capitalista y sus agencias especulativas. El problema, y no sé si estarás de acuerdo, es que la figura heroica de Bartleby deja el pensamiento de lo político y de la acción política como algo impensado; es decir, deja impensada la lengua de la ficción política como tal.