Si bien esta reforma ha significado un inmenso avance en materia de acceso a la justicia, a un juicio expedito, público y oral, no es menos cierto que carece de muchos elementos de cobertura, sobre todo en cuanto a la protección de las víctimas. Este proceso se encuadra en un triple objetivo que se propuso el Estado chileno a partir de la derrota democrática de la dictadura de Pinochet: el acceso a la justicia, la reforma al sistema de justicia de menores y la reforma al sistema penal. Lo que el Estado chileno no ha comprendido es que un sistema tan ineficiente como el que había antes y los problemas que presenta el actual modelo hacen que la ilusión de reinserción y, por tanto, la distribución efectiva del gasto público en justicia discurra de la solución al problema, en una espiral de discriminación estatal de aquellos que entran en el ciclo delictivo.
En cuanto al primer problema, la reforma procesal penal trajo aparejada la creación de la Defensoría Penal Pública, pero no tomó en cuenta la situación de quienes habían sido condenados antes de la reforma.
Esta población penal, que hoy sigue copando en gran parte las cárceles chilenas, se encuentra en una situación gris: la Defensoría no da abasto para cautelarla, pues no fue creada para ello, y, además, apenas lo consigue con los presos «postreforma», —situación que, en zonas las extremas o rurales del país es aún más dramática—. Además, estos condenados se encuentran sin tribunal, pues aquellos juzgados que los condenaron, o bien no existen, o bien han sido absorbidos por otros, cuyos expedientes, en muchos casos, ya ni siquiera existen. En primer lugar, esta situación es una flagrante violación del derecho a la igualdad ante la justicia, pues en lugar de la defensa técnica y calificada de un defensor penal penitenciario, los presos «prerreforma» solo pueden acceder a la de uno de los abogados «de turno» recién titulados que sortean las cortes. Es más, a veces la propia Corporación de Asistencia Judicial asigna a estudiantes recién egresados, que no tienen ningún conocimiento del sistema de procedimiento penal antiguo, para que se «hagan cargo» de personas que arriesgan condenas de diez, quince o veinte años.
La improvisación, característica bien reditada en el teatro pero malamente normalizada en nuestras políticas públicas, se extiende a los imputados y condenados por el «sistema nuevo» y da cuenta del segundo problema: la dinámica del traslado. Esta medida cumple hoy una polifunción ilegal y arbitraria, que funciona en la mayoría de los casos como forma de sanción ex post o coacción ex ante. La naturaleza netamente preventiva del traslado (por ejemplo, un interno que haya intentado matar a un funcionario o a otro interno es trasladado para mantener el orden y prevenir algo peor) debe ser revisada periódicamente para verificar su pertinencia. La razón es lógica: el derecho a recibir visitas es lo que le permite a un preso, una vez a la semana y por un par de horas, seguir siendo padre o madre, hermano, hijo o amigo. Los traslados arbitrarios atropellan este derecho, reconocido por la Convención Americana y por las Reglas Mínimas de Naciones Unidas, además de por el Reglamento de Gendarmería. Los internos muchas veces son reubicados en zonas extremas del país, donde pueden permanecer uno o dos años, debido a una sanción que, contrario a lo que dice la ley, se aplica para castigar o paliar el hacinamiento. Y lo más ilegal es que el criterio de Gendarmería para retrasladar un interno es su buena o mala conducta. Es decir, la conducta, que lógicamente depende del ambiente y las visitas, se convierte en el requisito de hecho para gozar de un derecho humano. Entonces: el efecto del alejamiento, la mala conducta o la rebeldía con que el interno reacciona, se convierte en lo que perpetúa distancia, convirtiéndose en un ciclo vicioso del cual los internos tardan, generalmente, dos años en salir. Al tener que desplazarse, las familias, quienes también sufren los efectos de la arbitrariedad de Gendarmería, es revictimizada.
¿Cómo se puede asegurar una reinserción social en este «estado de cosas»? «Sin defensa no hay justicia», reza el lema de la Defensoría Penal Pública. Pero sin justicia penitenciaria, ¿es legítimo exigir que la población penal se apegue estrictamente a un sistema que la abandona? Sin juez, sin defensa técnica especializada, con traslados arbitrarios y con una burla flagrante a la reinserción social —¿se imagina usted lo que es uno, dos o tres meses «de yapa en la cárcel?—, el derecho a defensa se transforma en letra muerta. Peor aún, los internos que salen de la cárcel lo hacen con odio y decepción. Y vuelven a mirar al Estado que no los educó, los condenó y luego, para más remate, los administró como si fueran cosas, animales o, como mucho, sujetos de menor categoría.