Este estado de ruina permanente coincidía, por cierto, con el agotamiento general de todas aquellas narrativas y paradigmas que habían servido de soporte y legitimación a las artes y las ciencias durante todo un siglo. A esta crisis se la describió como “no moderna”, como una “crisis no moderna de la universidad moderna”. Durante sus más de treinta y cuatro años de existencia, la Universidad Arcis expresó en el espacio público esta condición ruinosa del saber, testimonió de ella a través de un malestar y una resistencia en la inscripción, hizo de la escritura (y las artes son también modos de inscripción) la línea y el trazo de una doble resistencia política e institucional. En esta doble resistencia, en el doble vínculo que esta resistencia impone a la escritura, se fue elaborando una historia de la universidad escrita contra la lengua de la universidad, pero utilizando necesariamente los recursos de la misma lengua universitaria. El resultado de todos estos movimientos, de las contaminaciones, de las insistencias, de las interrupciones y metamorfosis que han delineado y coloreado una institución que en muchos aspectos se pensó y se proyectó como una contrainstitución universitaria, no pudo, y no puede, ser otro que el de una crisis permanente, el de un trabajo de desobramiento en acto en cada trazo de escritura.
Sin embargo, se erraría gravemente si se buscará describir la actual crisis de la Universidad Arcis en estos mismos términos. El paisaje es otro. Desde que la actual rectora se hizo del control de la universidad a mediados del año pasado, se han violentado las reglas básicas que aseguran el buen desempeño de la razón universitaria. Bajo la excusa (¡inexcusable!) de la necesidad de un “momento autoritario”, de una “dictadura” capaz de poner orden en el “caos” en que había caído la universidad a partir de la crisis del 2013, las nuevas autoridades universitarias han recurrido a toda clase de maniobras y argumentos con el objeto de imponer su voluntad. La mentira, el secretismo y el espíritu de facción no han sido ajenos a una rectoría que pareciera estar empeñada en destruir todo uso libre e incondicional de la razón. El desprecio, la arbitrariedad, y cierta idiotez, parecieran contribuir de igual modo a conformar el ambiente o tonalidad que envuelve las más recientes acciones de la actual dirección. Por tales acciones nos referimos a:
1. El despido de Mauro Salazar, Secretario General de la universidad hasta hace un mes. El despido durante esta semana de Sergio Fiedler, director de la Escuela de Sociología, y de Militza Meneses, coordinadora académica de la misma escuela. El despido de Rodrigo Casanova, coordinador de Fotografía.
2. La creación durante el mes de enero de un tribunal universitario que tiene por propósito perseguir las actividades de descontento estudiantil provocadas por la situación de virtual colapso de la universidad.
3. Los continuos incumplimientos de pago de remuneraciones a profesores y funcionarios de la universidad.
4. La exclusión del conjunto de la comunidad universitaria de la discusión sobre los modos de salir de la crisis.
No es necesario ahondar en cada uno de estos puntos, pues ya son de público conocimiento. Si es necesario señalar que cada uno de ellos violenta a su modo el marco legal y moral sobre el que se erige el libre ejercicio de la enseñanza universitaria. La profesión de fe de la universidad es la que se encuentra aquí quebrantada. Por lo anterior, es necesario restablecer la convivencia universitaria, democratizar la estructura de la universidad, y, por sobre todo, demandar la salida de Elisa Neumann de la rectoría en el más breve plazo.