Lo importante era, como lo dijo en alguna oportunidad Jaime Guzman, que este pueblo nunca más pusiera esperanzas en un proyecto de cambios radicales. Y si ese pueblo insistía en equivocarse, bueno entonces un cerrojo: la Constitución del 80. Pero, para el logro de este objetivo no bastaba la represión o la pura ley. El pueblo chileno tenía que dejar de ser ciudadano y pasar a ser consumidor endeudado. Pasar de una conquista de su ciudadanía a ser sujeto billetera- consumidor. Para eso atomizar: cada uno se salva (o se hunde) como puede y carga con su culpa. ¡Nadie responde por nadie!, salvo por sí mismo y sus más cercanos. Para lo cual era preciso, al mismo tiempo, el desprestigio del Estado social, de lo público, de los bienes comunes. En sintonía con la derecha anglosajona de su tiempo que predicaba, como lo sostuvo la Sra. Thatcher: «la sociedad no existe». Solo hay individuos. Las normas sociales y los valores más altos (justicia, dignidad, decencia, igualdad, fraternidad, compasión) desertan del espacio en común. Lo que valdrá será ganar, competir, emprender, tener éxito, resultados, ser astuto, hacerse rico, famoso o poderoso. Ser propietario. Eso es tendencia. Vale lo privado. “Ascender” en la escala social. La derecha cívico-militar se avino a impulsar y extender –con éxito, hay que decirlo–, un nuevo ethos basado en la competencia, la eficiencia, el resultadismo, la frialdad e indiferencia. Una ética de lo impersonal basada en el leitmotiv muy bien expresado por F. Hinkelammert: “yo vivo, si te derroto a ti” (sea para subir al bus, al metro, en el estadio, el trabajo, en el manejo del auto, etc).
Ser libre es tener la libertad para derrotar al otro, y esto en los más diversos planos (desde lo empresarial hasta lo académico). Liquidación de un ethos republicano, imposición de uno mercantil entonces. Pero el imperio generalizado del mercado capitalista no es algo baladí. De un modo u otro transforma todo lo que toca en mercancía, es decir, en valor de cambio. Y ello afecta incluso la personalidad: usted vale si tiene éxito, si puede “venderse” de manera adecuada al poder o al dinero. Y esto tiene consecuencias: si, como dice en algún lugar E. Fromm, “las vicisitudes del mercado son los jueces que deciden el valor de cada uno, se destruye el sentido de la dignidad y del orgullo”. Y de la decencia habría que agregar. Quizá esto es lo que estamos observando con los casos reiterados de corrupción privado-pública en el país: impunidad, fraude al fisco, tráfico de influencias, cohecho, pillaje, pero también, pensiones indignas, salud indigna, casos Penta, Soquimich, Caval, y un largo etc. No podemos olvidar que el mercado genera únicamente bienes y servicios, pero que lo hace impulsando la desigualdad y una “sociedad de lobos”. Esta fue una singularidad de la dictadura militar alentada y apoyada por la derecha de aquí y de fuera: no solo se trató de un cambio en lo económico y de gobierno, sino a través suyo, de la imposición e interiorización de un proyecto ético-político e ideológico. Frente a todo lo cual nos queda resistir desde una ética del sujeto que se mueva en base a otro norte: “yo vivo, si tú vives”. Pero, para esto, se necesitaría: primero, un reconocimiento de la prioridad ontológica de la sociedad sobre el individuo; y, segundo, una intervención sistemática en los mercados. Solo de esta manera, al parecer, el aclamar valores como igualdad, fraternidad o libertad, sería algo más que pura retórica vacía. Por cierto, lector/lectora, una tarea nada evidente ni obvia en el Chile de hoy.