Esto, a modo de interpretación y explicación de lo que se dio a llamar entonces el “fenómeno Bachelet”, en virtud del cual la figura de la mandataria, durante ese primer período de su gobierno, aparecía invulnerable a toda circunstancia o embate político proveniente desde la trinchera opositora. Ataques que, inspirados en más de alguna ocasión en un afán desesperado y torpe, no hacían sino incrementar su respaldo ciudadano.
Hija de un ex general de Ejército y perteneciente, en su juventud, a una izquierda que lejos estaba de su actual “neoliberalización”, quien hoy es presidenta de Chile por segunda vez irrumpió mediáticamente por primera dirigiendo operaciones militares de ayuda a damnificados -como ministra de Defensa- arriba de un tanque. Imagen que tuvo la suficiente potencia como para sumar, a su ya reconocido capital humano y carisma, el liderazgo como capital político. La dosis precisa de “capacidades duras” para complementar aquellas otras “blandas” por las que era conocida (espontaneidad, calidez, sencillez, cercanía, estilo maternal), y gracias a lo cual no sólo pudiera simpatizar a las masas, sino también convencerlas. Luego de tres gobiernos de Concertación tras la recuperación de la democracia formal, la gente quería más. Esperaba más. Y aunque, en estricto rigor, la elección de Bachelet no rompía este continuismo político, sí representaba en términos simbólicos un cambio al ser la primera mujer electa como presidente de la República de Chile. El electorado, con renovada fe, vio entonces en ella una opción distinta e hizo su apuesta en las urnas, coronándola con la aureola luminosa del cariño popular, cautivado emocionalmente ante el resplandor casi mariano de su figura.
La gente le creía. Las encuestas, con sus vaivenes y avatares, daban cuenta final de ese apoyo popular, alcanzando en dichas mediciones porcentajes históricos de aprobación que la hacían invulnerable ante sus cada vez más impotentes e irritados adversarios. Así, Bachelet sorteó airosa, como navegando sobre la nube de su divinidad, los diversos obstáculos de esos primeros cuatro años de gestión. Ni la justa indignación de los usuarios del servicio de transporte público ante el mediocre diseño y ejecución del Plan Transantiago -lastre heredado de la administración Lagos-, ni la llamada “Revolución de los pingüinos” -el primer chispazo de lo que vendría después en términos de movilizaciones sociales masivas, tanto en Santiago como en regiones-, ni aun la criticada actuación durante la emergencia nacional ocasionada por el terremoto y maremoto a fines de su primer mandato en 2010, tuvieron la suficiente potencia para poder derribarla de su pedestal, resguardada a todo evento en sus alturas por un halo bendito de inmunidad. Como si hubiese sido ungida con algún don especial, nada ni nadie lograba opacar el fulgor casi celestial de su carisma.
Dentro de un contexto general de progresivo deterioro de la imagen de la actividad política, tras sucesivos episodios de corrupción desde los ‘90 en adelante, (caso desmalezamiento en Refinería de Petróleos de Concón, caso Dávila-Corfo, caso Esval, caso Copeva, caso Mop-Gate, caso Inverlink, caso Ferrocarriles, caso Chiledeportes, por citar los más emblemáticos), ella se salvaba. Y, quizás, le alcanzaba para salvar a otros también, reagrupados ahora en una “Nueva Mayoría” que dejaba atrás los ropajes de la extinta Concertación. Con algunos parches y costuras, el traje del difunto podía ajustarse a la medida de este reestreno. El de Bachelet, quien tras su paso como encargada de ONU Mujeres luego de cuatro años de ausencia de la actividad política nacional, volvía con un saldo a favor importante en las encuestas. Tan importante, que resultó decisivo en su segunda victoria electoral sobre la derecha y que la instaló nuevamente, con más holgura que antes, como presidenta de Chile. Desde las cenizas tibias de una pasión todavía latente, el “fenómeno Bachelet” renacía. Y con ello también el recelo opositor, incubado a causa de un arrastre y cariño popular que les resultaba enojosamente ajeno y del que debían volver a ser testigos.
Mantenía, aún entonces, la pureza intacta de aquellas características mesiánicas que le habían permitido ganarse la confianza de la gente. Representaba algo así como el último bastión de un sistema político en decadencia, la última esperanza del electorado para no sentirse nuevamente defraudado. Y de alguna manera, también, una especie de última oportunidad para cambiar de verdad las cosas. Con la banda nuevamente cruzada sobre el pecho, a su alrededor comenzaron a caer algunos de sus adversarios vinculados con escándalos de corrupción a raíz del caso Penta. La misma derecha que llegó a exhibir conductas tan absurdas y obsesivas como la protesta en lancha frente su casa de veraneo, se derrumbaba ahora bajo el peso de sus propios actos, perpetrados y perpetuados durante décadas gracias a un sistema diseñado para ello, y del cual ellos -como ha ido quedando al descubierto- no han sido los únicos beneficiados. No por nada la llamada “arista SQM”, que alcanza actualmente al oficialismo, motivó las preocupadas declaraciones del ministro Peñailillo llamando a detener la “caza de brujas”, en la misma línea de lo expresado por Jovino Novoa al señalar que “el ‘caiga quien caiga’ es el lema de los irresponsables”.