El carácter fundacional de la Nakba está marcado por su fuerza histórica. A partir de ella nace un Estado y nace un pueblo. Pero sería iluso creer que el momento límite que ella significa pueda ser un universo cerrado en sí mismo. Antes de la Nakba fue el Plan Dalet, la rebelión palestina de 1936, la migración judía al país desde fines del siglo XIX, el libro Der Judenstaat de Herzl, el antisemitismo europeo, la barbarie del imperialismo británico, francés y turco. La Nakba es límite no porque de ella nazca una verdad, sino porque ella es paradigma de la catástrofe de la civilización. Ella expresa una verdad irreparable en la que vivimos. Es la civilización que se encuentra con su carácter potencial arruinado, habiendo cometido el asesinato, levantando el hacha y justificándose a sí misma a través de principios como la igualdad, la fraternidad y sobre todo, la libertad. La Nakba es una imagen actual y pretérita, es desastre, ruinas sobre las que la tradición de los vencedores levanta casas modernas y bien distribuidas, que hacen olvidar el pasado que está siendo todavía.
Los palestinos son parte del escombro, de lo que hay que barrer. En eso consiste todo plan de limpieza étnica. En eso consiste Israel, el rostro del paria que ha devenido portador del estandarte de los vencedores. El límite ha llegado a ser catástrofe, que se muestra en su carácter actual sin imaginar jamás que también en la experiencia catastrófica, en el acto consumado del verdugo, la potencia que ha pasado al acto sigue conservando un estado potencial. El exilio, el desarraigo, el no-lugar que constituyen la experiencia del palestino es fruto de la propia Nakba. El carácter subversivo del palestino no radica tanto en su búsqueda por hacerse Estado como en su capacidad de cuestionamiento total al orden de los Estados, cosa que hace sólo en tanto pueblo paria, des-ubicado. A la historia lineal, al tiempo vacío y homogéneo, los palestinos oponen la multiplicidad, la reivindicación de lo profano y verdaderamente histórico. A la represión de los soldados, oponen el levantamiento, la Intifada, como forma-de-vida. A la unidad del mundo capitalista, los palestinos lanzan el boicot, la resistencia que decide evidenciar su potencia de no. No se compra, no se olvida, no se esconde. La historia aparece en su praxis a contrapelo del discurso de los vencedores, como una fuerza débil que mira acusadora y se repliega sólo para reorganizarse en la solidaridad.
Y es que en este sentido el límite que ha devenido catástrofe se abre también a una nueva potencia, que es la vieja posibilidad de ser siempre otra cosa. La Nakba no crea a palestinos como identidad nacional. Eso ya venía en camino desde fines del siglo XIX, sino como ejemplo que ilumina todos los casos de opresión en el mundo, desde los mapuche en Chile a los kurdos en Turquía. Por eso los nombres que los palestinos dan a su lucha, la Intifada, ha sido usado para designar otras luchas. Y por eso los palestinos cuando se piensan a sí mismos, utilizan los términos de diáspora, que designaba un exilio judío, o Apartheid, que nombraba la realidad racista de Sudáfrica. En los palestinos los nombres de la catástrofe de la humanidad se entrecruzan y forman una singularidad que visibiliza y no oculta. Genera un marco más abierto para que a diferencia de la política de la industria del Holocausto, sobre la Nakba todos puedan hablar, todos puedan referirse a ella para explicar la catástrofe y la experiencia límite de los palestinos y de todos los pueblos oprimidos.
Es en este sentido que la Nakba merece ser conmemorada. En tanto ella abrió una nueva realidad en la que podemos vernos todos y proyectarnos también más allá de ella. La Nakba es un nuevo marco de visibilidad para enfrentar al poder. La Intifada es su forma-de-vida. El momento también límite en que el oprimido ha decidido vivir con dignidad. El boicot es su praxis concreta, el gesto mismo por medio del cuál la mera vida a la que el poder nos somete se vuelve vida justa, vida in-domable.
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Mauricio Amar Díaz es doctor en Filosofía, Universidad de Chile.