Lo cierto es que las acusaciones actuales no son nuevas para la Iglesia y sus procederes. Desde sus inicios, la institución religiosa ha sido protagonista de diversos y sucesivos hechos bastante alejados de la santidad predicada desde el alto púlpito de una inflexible -y muchas veces cruel- moral. Una de las investigaciones más extensas y rigurosas desarrollada al respecto fue la llevada a cabo por el historiador, teólogo, filósofo y ensayista alemán Karlheinz Deschner, fallecido el año pasado a los noventa años de edad, titulada “Historia criminal del cristianismo”. Al igual que sucedió con Galileo, Copérnico o los quemados en la hoguera Miguel Servet y Giordano Bruno, entre otros, el afán de Deschner por investigar y descubrir para transmitir conocimiento le costó ser llevado a juicio por difamación, aunque tuvo bastante mejor destino: ganó de manera sólida. La magistral obra, que demoró trece años en ser terminada y consta de diez tomos, describe a lo largo de sus más de cinco mil páginas los crímenes perpetrados por las distintas iglesias cristianas, en especial la principal de ellas, como es la católica. Episodios como el de la Inquisición, el genocidio étnico en América, el apoyo activo a regímenes dictatoriales tanto en nuestro continente como en países europeos (España, Italia), por nombrar sólo las más conocidas, dan cuenta de los abusos que le ha permitido a esta institución detentar, a través del monoteísmo, el monopolio de la fe. Otra demostración de lo corruptor que puede resultar la concentración del poder, en todo ámbito.
Uno de los crímenes más recurrentes y documentados a lo largo de esta historia ha sido el de la pedofilia. El abuso sexual de niños y jóvenes, en su gran mayoría varones, y que existe en la Iglesia desde los tiempos del cristianismo primitivo. La represión culposa del instinto, que finalmente desborda la ingeniería moral construida para refrenar los embates de la naturaleza y recobra invariablemente su cauce, manifestándose de manera torcida en las enfermas penumbras del ocultamiento. No es casual que la figura tradicional que ha hecho el cristianismo respecto del demonio sea la de un ser con cuernos y pezuñas. Un macho cabrío, un chivo como el dios Pan y los sátiros griegos correteando alegremente ninfas en primavera, símbolos del vitalismo, la fecundidad, la liberación natural de la carne finalmente castigada en la cruz. El celibato, la autoflagelante proscripción del sexo, ha estado lejos de cumplir con su pura y casta misión, determinando escenarios muy poco sanos, mucho menos santos, como las bacanales secretas de las que han podido disfrutar privadamente, a través de los siglos, aquellos para quienes el incumplimiento de las leyes, normas y preceptos representa una exención reservada a los privilegios del poder. Dentro de éstos, la inexistencia de justicia terrenal para varios sacerdotes que, acusados de abusos contra menores muchas veces vulnerables socialmente, han sido trasladados, ocultados, alejados, de manera de protegerlos, echando tierra sobre los cuerpos de las víctimas, tapando con silencio y tiempo los crímenes. Apostando a la impunidad, al igual que otras instituciones jerarquizadas o instancias de poder lo han hecho desde siempre. Como los casos ocurridos entre el 2002 y el 2004 en el hogar de menores Villa San Luis, de Coyhaique, en torno a los cuales se ha extendido un negro y largo manto de secreto para imponer el olvido.
El obispo de Osorno, Juan Barros, perteneciente a la casta religiosa que guía los espíritus de los mismos que se persignan escandalizados por el libertinaje sexual, pero que sin embargo doblan devotamente sus rodillas ante el obsceno libertinaje económico que ha convertido a Chile en un desenfrenado y grosero festín para los acaparadores, ha sido entonces sindicado de manera contundente, coherente, como colaborador de Karadima. Los febles argumentos de su defensa, en los que a modo de respuesta o explicación señala que sus detractores son “comunistas”, dan cuenta de un ideologizado y empobrecido esquema mental, así como de una escasa capacidad para rebatir de manera seria la acusación. Y Francisco I, el Papa de tono y semblante amables, sencillo, austero, cercano, crítico del capitalismo extremo ejecutado actualmente mediante un modelo neoliberal que ha actuado con la voracidad de una bestia desencadenada, entrega su dispensa al obispo al replicar que sus detractores son efectivamente “zurdos” y que si la comunidad osornina sufre por la designación y mantención de Barros es “por tonta” al haberse dejado “llenar la cabeza con estas cosas”, desoyendo así el rechazo de los feligreses, que muy posiblemente esperaban algo distinto. Después de todo, los jesuitas siempre han marcado diferencias con respecto a las cúpulas conservadoras de la Iglesia, manteniendo un sello social que los ha distinguido, generando con ello resistencias históricas al interior de la misma. En esta ocasión, sin embargo, ello no ha sido así; la penumbrosa oscuridad que se ha cernido sobre el actuar de las autoridades políticas terrenales cubre también el de las espirituales. Ante la negación y no aceptación de verdades evidentes, el dicho popular reza que “no hay peor sordo que aquel que no quiere escuchar”. La Biblia, en el Evangelio de San Mateo, habla de lo mismo en modo de parábola: “No echen sus perlas a los cerdos, no vaya a ser que las pisoteen”.