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La carta de una madre que pide justicia II: “¿Por qué no pude ayudarla?”

Por: Talía Llanos Chacón | Publicado: 05.10.2022
La carta de una madre que pide justicia II: “¿Por qué no pude ayudarla?” Natalia Hidalgo Leiva | Facebook
En esta carta, María Isabel Leiva Basoalto ya no le escribe a su hija Natalia Hidalgo Leiva, si no a la opinión pública, “con más fuerza y mejores antecedentes”, para denunciar la violencia de género de la que fue, y sigue siendo, víctima.

La muerte de Natalia Hidalgo Leiva, catalogada desde un principio como un suicidio por la Policía de Investigaciones (PDI), mantiene en vilo a su familia. Hace más de un mes que su madre le escribió una carta, difundida por El Desconcierto, para denunciar sus principales preocupaciones.

A fines de agosto, la familia se querelló por maltrato habitual y femicidio íntimo en contra del abogado Pablo Méndez Soto, expareja de Natalia, para que las instituciones del Estado encargadas de las acciones investigativas realicen las diligencias correspondientes. A través de esta acción legal, denuncian una serie de irregularidades y negligencias por parte de la PDI, el Servicio Médico Legal (SML) y la Fiscalía, en torno al fallecimiento de Natalia.

Además, acusan que su expareja, abogado que ha representado legalmente tanto a organizaciones como partidos políticos, la maltrataba física y psicológicamente. Según confirmó la familia de Natalia a El Desconcierto, la querella fue admitida por el Cuarto Juzgado de Garantía de Santiago, y el caso está en manos de la Fiscalía de Género.

En esta nueva carta, María Isabel Leiva Basoalto ya no le escribe a su hija Natalia, si no a la opinión pública, “con más fuerza y mejores antecedentes”, para denunciar la violencia de género de la que fue, y sigue siendo, víctima.

A continuación, la carta para Natalia Hidalgo:

La muerte de un hija o hijo es la experiencia más dura y dolorosa que puede vivir un ser humano. Pero aquello que se ha escuchado repetidamente en el tiempo, como una frase común y lejana, solo tiene sentido y golpea en lo más profundo cuando se experimenta en carne propia. No hay nada que cause mayor dolor para una madre que aquello. Es la más devastadora de todas las catástrofes. Y cuando la muerte es repentina, de un momento a otro, pareciera que el daño es mayor. Se supone que la madre, que vio nacer, crió y se hizo responsable de la protección del hijo fracasó en su intento. Que ya no hay vuelta atrás y nada en el mundo podrá remediar la situación. Entonces la inmensa tristeza por la pérdida definitiva solo se ve rebasada por la culpa y la desesperación que se manifiesta por días y noches de lágrimas e insomnios interminables.

¿En qué momento fallé?. ¿Cómo es que no me di cuenta de lo que estaba ocurriendo?. ¿Por qué no pude ayudarla?. Si una madre nunca abandona su tarea, aun cuando a los hijos ya no los cobije el mismo techo. Eran las preguntas que taladraban mi cabeza, una y otra vez, posterior al impacto brutal de la noticia de su muerte. Mi hija Natalia, mi niña querida, joven y hermosa, vital y llena de proyectos, con dos hijos maravillosos, se habría suicidado por una depresión, según la voz desafectada de su ex pareja y corroborada sin más trámite por la policía el mismo día. No podía entenderlo. A la tristeza inmensa, el dolor me impedía pensar con claridad. Y al poco andar, inadvertidamente, a la amargura sumé la lástima conmigo misma ya que no encontraba respuestas a su aparente decisión, tan drástica y sin sentido, abandonado su irreductible compromiso con la vida y la propia defensa de los Derechos Humanos, que fue el centro de su tarea profesional.

Pero la autocompasión queriendo ahogar mi pena me estaba destruyendo el alma y ese no era el mejor camino para lidiar con la congoja, ni tampoco el más aconsejado para reivindicar su memoria. Sobre todo por sus hijos. Ella no los habría abandonado, así, intempestivamente, sin siquiera una nota de despedida. Yo la conocía mejor que nadie, Natalia tenía inmensos deseos de vivir y sus hijos eran la guía de su existencia. Este desenlace no era posible. Con el costo de reabrir la herida tenía que entender la verdad de lo ocurrido y, en paralelo, compartir mi desazón e inquietudes con los cercanos que también sufrían en silencio con su partida. Me arriesgué con la escritura. Le escribí una primera carta a Natalia, para que la leyeran mis otros dos hijos y la familia extensa. Unos amigos la hicieron pública. Hoy redacto otra. Pero en un sentido distinto. Con más fuerza y mejores antecedentes, aunque no puedo dejar de mencionar la ineficacia de la policía en la investigación, los errores manifiestos en los informes del Instituto Médico Legal y el carácter negligente del accionar de la Fiscalía. La confirmación inmediata de una muerte violenta sin intervención de terceros, en base a una declaración única e incontrastable de su pareja, ya no solo me parece impresentable sino hasta cómplice. Si el día de la tragedia, lugar al que llegué más de una hora antes que la PDI, un funcionario se hubiese dignado a entrevistarme como madre y me hubiera hecho unas simples preguntas, estoy segura, la investigación habría tenido otro curso. ¿Alguna vez Natalia tuvo un intento de suicidio? No. ¿Alguna vez Natalia expresó intención de quitarse la vida? No. ¿Natalia alguna vez sufrió agresiones? Sí. ¿De parte de quién? De su conviviente. De este modo, la historia habría sido muy diferente. La línea investigativa tendría al menos dos hipótesis. Una, el suicidio. Otra, el femicidio. Optaron ese primer día por lo más fácil, lo que menos trabajo les daba, pero sin ningún rigor investigativo.

Más aún, después de un año y ocho meses de ocurrido el hecho, las diligencias pendientes solicitadas por nuestra abogada -como las pericias al computador y el teléfono celular de Natalia que sabemos fueron intervenidos horas después de su muerte- todavía no se realizan. Tampoco hay una rectificación del SML por el mal informe de la autopsia -si es que efectivamente se hizo-, que al principio entrega datos de un hombre obeso mórbido, cuando Natalia siendo mujer pesaba apenas 57 kilos. De igual modo, como familia no fuimos recibidos por la Fiscalía a pesar de varias peticiones por conducto regular y el último fiscal, por oficio y sin ahondar en la investigación, pretendía cerrar el caso. Todo ello nos obligó a recabar nuevos antecedentes por cuenta propia, lo que dio un sustento real para presentar una querella contra su agresor -con nombre y apellido-, ya que la información obtenida, entrelazada con la que nosotros manejábamos con anterioridad, nos muestra un cuadro de maltrato físico, psicológico y económico habituales de su conviviente. Hechos que en su conjunto abruman por el abuso y obligan a caracterizar a la pareja de Natalia con el rótulo de agresor y a pensar en una intervención directa de él en el supuesto suicidio de Natalia.

El último maltrato del que fue víctima Natalia se encuentra en la propia declaración de su pareja el día de su muerte, cuando sostiene ante la policía, sin tapujo alguno, que ella se autoeliminó porque se encontraba deprimida por el suicidio de su padre el año 2002. Lo cual no solo falta a la verdad, sino que deshonra su memoria. En la carpeta investigativa, no hay ningún informe médico o psicológico que lo acredite. Y el tema de su padre era un tema doloroso, pero del pasado y tratado debidamente en su momento. Yo me separé de su padre el año 1986, cuando Natalia tenía recién 7 años de edad. Es decir, el hecho ocurre 16 años después. Por el contrario, rodeada del cariño familiar y un padre adoptivo, Natalia hizo una vida normal, completa y exitosa en sus estudios y la vida laboral. Fue una alumna brillante, Sicóloga de la U. de Chile con un magister en Atención Clínica, valorada en su trabajo y apreciada por sus pares y pacientes. Se casó y tuvo dos hijos, era amante de la pintura y mejor lectora, construyó redes sólidas y amistades sanas, tenía proyectos a corto y mediano plazo. Es decir, Natalia tenía ganas de vivir y no se quedó congelada el año 2002 por el suicido del padre biológico. Tuvo una vida plena por casi 20 años posterior al hecho. Ese relato, construido en base a la mentira o el oscuro propósito de desviar la atención, solo es funcional para su pareja, pero no debe ser así para los organismos del Estado -la PDI, el SML y la Fiscalía- encargados de investigar a fondo y con rigurosidad científica la ocurrencia de toda muerte violenta. La única persona que está tranquila y en armonía con la tesis del suicidio es su agresor.

Por el contrario, nos consta que la existencia de Natalia se trastocó, posterior a la separación en su matrimonio -en el cual nacieron sus hijos-, cuando decide hacer pareja con su agresor. Un abogado, 14 años mayor, que desde el año 2014 enreda a Natalia en una convivencia marcada por el maltrato y humillaciones permanentes y sostenidas en el tiempo, de fácil acreditación ante un tribunal. Tenemos testimonios y pruebas gráficas de maltrato físico, sobre las cuales Natalia no hacía mención y ocultaba para evitar la vergüenza del juicio público. Sin embargo, esta situación de abuso y degradación fue algo de lo cual Natalia no pudo desmarcarse, por la manipulación y el ejercicio del poder económico que ostentaba el agresor. Posterior a un acto agresivo y dependiendo de su estado de ánimo surgían falsas promesas de acudir a terapia psicológica para tratar el problema de su agresividad, ofertas de matrimonio incumplidas y compra de bienes materiales para ella o sus hijos, como parte del catálogo del manejo y las trampas para disfrazar y relativizar el maltrato. Un celular, una consola de juegos, salidas a comer, vacaciones, cambios de casa. Sumado a las amenazas de no inmiscuir a mi familia por sus acciones de descontrol a cambio de recompensas económicas y una falsa autonomía, en el doble mecanismo de la humillación y la seducción en la resolución de los conflictos.

El penoso historial de Natalia a su lado incluye también la dolorosa expulsión del hogar que compartían en diversas oportunidades, vacaciones en el extranjero con rupturas violentas ordenando el retorno anticipado al país de ella con sus hijos, el abandono del dormitorio común por días y semanas según él lo decidiera, e insultos con un lenguaje mordaz de hombre educado algunas veces y en otras con el cartel de mina loca que hacía caer pesadamente sobre ella. Pero el trato denigrante -y hasta perverso- derivado de estas acciones, Natalia parecía aceptarlo como parte de una rutina anómala que suponía podría modificarla en el futuro apelando a una cuota de paciencia y la esperanza de un cambio incierto. Sin embargo, lo que nunca pudo soportar y le causaba mayor dolor eran las largas incomunicaciones -hasta de un mes- que su agresor imponía con la consabida ley del hielo, cuando el desamor y el desprecio con su silencio aparecían al no comportarse como él quería o los celos irracionales lo cegaban. Es decir, como dice Eugenia Weinstein, en uno de sus textos, era el rechazo usado sistemáticamente como táctica de control, propio de las relaciones destructivas.

Aun así, en contadas ocasiones, Natalia encontraba las fuerzas y optaba por separarse de él, con o sin expulsión desde la casa que compartían. Eran espacios de cierta tranquilidad por algunos meses. Fueron dos en mi casa y otra en casa de amistades. Una de esas separaciones, quizás la más prolongada, fue cuando ella se entera que él tuvo otro hijo fuera de la relación. En esos breves períodos Natalia decía temerle y nosotros le ofrecíamos ayuda -yo y sus hermanos-, pero él en poco tiempo lograba convencerla con artimañas y promesas falsas del retorno al hogar común. Ejercía un dominio aberrante, del cual ella no lograba zafarse y aceptaba, con la difusa interpretación de que se puede ser tremendamente feliz y desgraciada al mismo tiempo.

El razonamiento que ella hacía -según cuenta su mejor amiga- era el siguiente: amo a este hombre, lo amo genuinamente, pero sé que no puedo seguir con él, tengo temor a sus reacciones y entiendo que esta relación debe terminarse, pero necesito tiempo y otro trabajo mejor remunerado para concretar el desprendimiento definitivo. En los últimos meses, Natalia había avanzado mucho en ese sentido, ya que a principios de enero del 2021 -el mes de su muerte-, a consecuencia de una nueva y prolongada ley del hielo sumado al abrupto abandono de su pareja de la habitación que compartían -una vez más-, en una dura represalia por una broma menor con amigos, ella comentó con su círculo más cercano que esta situación ya no le provocaba angustia y estaba determinada a terminar con la relación.

Entonces, surge la pregunta crucial. ¿Qué pasó la noche del domingo 24 de enero o la madrugada del lunes 25, para que Natalia decidiera, supuestamente, poner fin a su vida cuando parecía tener resuelto el conflicto con su agresor? ¿Esa fue la razón que gatilló este cruel desenlace? ¿Qué Natalia lo abandonaba? Sigo confiando, a ratos sin esperanza, que la PDI y la Fiscalía hagan su trabajo. Que investiguen, nada más que eso, pero con apego profesional y rigurosidad científica o, en su defecto, con una mejor disposición. Estoy convencida que Natalia no tenía razones para adoptar esta decisión extrema, al revés, hay datos concretos que reflejan una situación opuesta. Esa noche, hasta antes de las 23 horas, ella se inscribió en un taller de literatura, confirmó citas con sus pacientes, programó una reunión de trabajo con su equipo del PRAIS, hizo pagos habituales por internet -incluido algo tan simple como el Tag-, leía una novela de contenido banal, y se aprestaba a retirar un auto nuevo el lunes. Nada indica una situación anormal o extraña a un fin de semana cualquiera hasta esa hora. ¿Qué ocurrió a medianoche o las primeras horas de la madrugada?

La respuesta la tiene la única persona con quién compartía esa noche. El único testigo que acredita el supuesto suicidio a la mañana siguiente -cuando la data de muerte indicaba de 4 a 6 horas de fallecida-, que altera y contamina el sitio del suceso    -sin que ello siquiera merezca un apunte en la carpeta investigativa- y que ofrece la única declaración -e incontrastable- que toma la PDI en el lugar, para determinar de inmediato un suicido sin intervención de terceros. Sé que algo grave pasó esa noche y que Natalia no atentó, por propia voluntad, contra su vida. Y si me equivoco, que la PDI y la Fiscalía haciendo su labor y cumpliendo con su deber me demuestren lo contrario.

Y como señalaba en la carta anterior, no descansaré hasta encontrar la verdad sobre su muerte y hacer justicia con su memoria. También sé que ello no me la devolverá, aunque espero me ayude a vivir mi duelo en paz y dar algo de consuelo a sus hermanos y sus hijos que hoy sufren su pérdida trágica y repentina.

Ma. Isabel Leiva Basoalto”.

 


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