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Opinión

Economía política de una reforma laboral

Por: Jorge Olea y Sebastián Osorio | Publicado: 21.05.2016
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Lo más trágico de esta farsa de reforma laboral que venía a “emparejar la cancha”, es que con ella la mayor parte de las demandas del movimiento sindical siguen siendo las mismas que dejó el Plan Laboral hace 36 años, pero ahora con un peor piso que antes.

En su acepción marxista clásica, la crítica de la economía política se puede entender como el análisis de las relaciones sociales de producción, que rigen el modo objetivo en que existen y se confrontan las clases representantes del trabajo por un lado, y del capital por el otro. En otras palabras, consiste en la comprensión de las tendencias y límites del trasfondo económico en el que se desarrolla la lucha de clases. Ante la recientemente aprobada Reforma Laboral, creemos importante reivindicar esta tradición teórica para profundizar aspectos que pueden resultar útiles para la reflexión, desde el mundo sindical, de esta coyuntura que se cierra.

De antemano, una somera revisión de las decenas de análisis que se han escrito sobre la reforma, arroja de manera concluyente críticas demoledoras desde el punto de vista sindical, entre las cuales las más relevantes son la inexistencia de un derecho a huelga efectivo tanto por los reemplazos como por los servicios mínimos; el aumento en la regulación de una negociación colectiva ya excesivamente burocratizada; la ausencia de verdaderas prerrogativas de negociación interempresa; el aumento en los quórums de constitución de sindicatos, entre otras. Por si fuera poco, el último episodio de esta historia lo aportó el Tribunal Constitucional, que como era de prever, fue requerido por los representantes políticos del empresariado para vetar los dos aspectos más significativos que hubiera aportado esta nueva ley: la titularidad sindical de la negociación, y la extensión de beneficios, ambas medidas que de haberse llevado a la práctica hubieran aplacado el paralelismo sindical y fomentado la afiliación sindical.

Junto con esto, también se ha cuestionado la nula incidencia que tuvieron los trabajadores en su elaboración, siendo una reforma construida desde y al servicio de la propia institucionalidad del Estado, que se adelantó a cualquier propuesta del movimiento sindical para pasar de contrabando –tras algunas promesas tan altisonantes como vacías- elementos retrógrados para el ejercicio sindical. Resulta destacable, además, la abundante interpelación a la conducción oficialista de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), debido a su reacción tibia y obsecuente ante la propuesta gubernamental, con lo que se habría puesto en entredicho su legitimidad como representante de los trabajadores. Por su parte, los empresarios no han desaprovechado la oportunidad para manifestarse en contra, apuntando sus dardos a un improbable fortalecimiento de los sindicatos, y parapetándose tras la defensa de las pequeñas empresas, cuya suerte en el fondo no les preocupa en absoluto.

Pero si al final del día ni los trabajadores ni los empresarios se han mostrado satisfechos con la promulgación del nuevo Código Laboral, y solo el Gobierno hasta cierto punto parece conforme al respecto, entonces cabe la duda de quién ganó y quién perdió realmente con esta reforma, y esto solo es posible aclararlo desde la comprensión de los intereses reales que estaban en juego. Esto es lo que intentaremos abordar brevemente a continuación.

Los actores de la reforma desde dentro

Si observamos el desarrollo que tuvo el debate sindical durante el último año, veremos que el centro de la discusión se ha puesto en lo bueno o lo malo de la reforma en torno a su dimensión exclusivamente jurídica. Pero en la medida que las leyes laborales se pueden entender como la cristalización institucional de un momento dado en la correlación de fuerzas entre capital y trabajo, su disputa en una coyuntura debe analizarse a la luz de los intereses en juego de los actores involucrados, en cuanto representantes de sectores o franjas de sus respectivas clases.

Desde el punto de vista propuesto, lo primero es dilucidar la posición del Gobierno como expresión del Estado. A grandes rasgos, se puede señalar que su objetivo principal con esta ley es el de fortalecer su control directo sobre la conflictividad laboral, en vistas del incremento de la actividad huelguística por fuera de la institucionalidad, sobre todo en los sectores de la economía en los que predomina un sindicalismo que se resiste a ser integrado en las lógicas de negociación que impone el Plan Laboral, y que se niegan a ser masa de maniobra para las conducciones sindicales tradicionales vinculadas a la Nueva Mayoría. Es en esta misma línea que debe entenderse la propuesta fallida de regular la negociación en el sector público, que por suerte encontró un rechazo más rápido entre las asociaciones de trabajadores.

Así, por mucho que se pueda cuestionar el contenido errático de la propuesta del Gobierno y su incoherencia discursiva, se debe reconocer que ésta responde a una estrategia bien pensada que, ante un escenario de posible crisis económica, permita fortalecer el equilibrio político en el mundo del trabajo (un equilibrio marcadamente a favor del empresariado, por cierto), entregando las certezas jurídicas necesarias para resguardar la continuidad de la inversión y la acumulación de capital, garantizando la gobernabilidad sobre un sector de trabajadores que se ha venido convirtiendo en una amenaza tanto potencial como efectiva.

Sobre esto último, el contenido de la ley es tan evidente, que resulta difícil creer que la CUT no haya tomado nota. Y si así fuera, ¿Cómo se puede explicar su apoyo tácito y explícito ante una reforma tan dañina? Nuevamente, suponer que se trata de pura torpeza es un error. Como contexto, la multisindical alberga a los sindicatos más numerosos del país, pero que al mismo tiempo se han ido desperfilando como referentes de lucha debido a su desgaste y relación de dependencia con los Gobiernos de la Nueva Mayoría, dando paso a nuevas fuerzas de trabajadores que amenazan con disputar su protagonismo. Por ello, tiene bastante sentido que el sindicalismo tradicional haya visto esta reforma como una oportunidad de reafirmarse, ya que gran parte de los pocos aspectos positivos del texto legal, son en la práctica aplicables solo por sindicatos consolidados que verían aumentar su fuerza, de tal modo que las nuevas regulaciones se entenderían como un sacrificio soportable, que en cualquier caso lo pagarían otros.

Puede que este mezquino cálculo político haya sido correcto, pero lo cierto es que su apuesta naufragó en las aguas del Tribunal Constitucional. Lo que es seguro, es que las dirigencias de los sectores que pudieron hoy por hoy articular e imponer los intereses del conjunto de la fuerza de trabajo en Chile, desaprovecharon una oportunidad irrecuperable para poner sobre la mesa demandas que hubieran significado un salto hacia adelante. En tanto, las emergentes franjas de trabajadores con vocación de ruptura, encabezados por la Unión Portuaria, apenas alcanzaron a hacer un intento de paro productivo sin mayor trascendencia, y que no hizo eco alguno en el Gobierno.

Por su parte, el empresariado ha jugado el rol de siempre: aprovechando sus hegemónicas redes de influencia en los pasillos del poder político, torpedeó lo que favoreciera a los sindicatos y promovió lo que estimulara sus posibilidades de aumentar la explotación sobre las y los trabajadores, justificándose en el bajo crecimiento y, en consecuencia, en la caída que estarían teniendo sus ganancias. A pesar de sus reiteradas quejas hacia el proyecto, no se puede pasar por alto que este actor logró mantener a flote su aspecto más nefasto: los pactos de adaptabilidad, que no son otra cosa que una ancha puerta para extender las jornadas laborales de sus empleados.

Llegados a este punto, es preciso destacar dos elementos. El primero, es la necesidad de rechazar por completo la repetida idea de una supuesta oposición entre grandes empresas malvadas contra pequeñas empresas buenas, ya que de hecho son las PYMES las que tienen peores condiciones laborales, las que pagan los peores salarios y las que tienen menor sindicalización, por lo que es un verdadero absurdo empatizar con sus “dificultades” para enriquecerse con la mano de obra que manejan; el problema de la clase trabajadora es la oposición estructural entre capital y trabajo, en la que donde gana uno pierde el otro, y no importa el tamaño del capital en este argumento.

La segunda, es que efectivamente puede ser una necesidad del empresariado que se implementen medidas para aumentar sus ganancias y así estimular la inversión, y la flexibilidad que tanto reclama es una de las mejores formas que tendrá para ello. Desde luego, esto no los convierte en víctimas, y menos aun tratándose de mecanismos directamente orientados a aumentar la explotación; al contrario, se trata de comprender sus intereses más allá de las valoraciones morales, y solo de este modo podremos discutir con seriedad los caminos que deben transitar los trabajadores para mejorar sus condiciones de vida.

Los escenarios posibles

Son numerosos los desafíos que se levantarán para el sindicalismo con este nuevo escenario, y quienes lo tendrán más difícil serán las organizaciones pequeñas, y peor aún si están en empresas pequeñas, que albergan a la mayor parte de la fuerza de trabajo en Chile. Pero si el escenario económico internacional siguiese deteriorándose, si el precio del cobre no se recuperara pronto y se contrajera más la economía, entonces tampoco los grandes sindicatos tendrán garantizado un mejor porvenir. Y es que por mucha fuerza que se construya y por mucho valor que se le atribuya a la negociación colectiva, ésta tiene límites objetivos por lo que tarde o temprano acabará topándose con la negativa intransigente del empleador, que buscará a toda costa mantener su cuota de ganancia, y ante las nuevas reglas del juego que se estrenarán prontamente, la lucha salarial demostrará aún menos posibilidades de éxito.

Por estas razones, hay dos tendencias que muy seguramente veremos crecer en un futuro próximo. Una será el aumento de las llamadas “huelgas ilegales” (o conflictos resueltos por fuera de los procedimientos de negociación colectiva estipulados en el código del trabajo), como forma de esquivar la asfixiante intervención del Estado en la conflictividad laboral. El problema es que lejos de dotar de mayor fuerza a los trabajadores, la inexistencia de fueros legales en este tipo de huelgas hará más fácil para los empresarios destruir a los sindicatos mediante el simple recurso del despido por necesidades de la empresa. La otra tendencia, con mejores perspectivas pero más difícil de llevar a cabo, es que las organizaciones de trabajadores se verán empujadas a la disputa por vías indirectas de la ganancia que es apropiada por el capital, es decir, al encontrar escasos beneficios a nivel de empresa, surgirá como opción la disputa por derechos sociales y otras demandas que trascienden su esfera particular del mundo del trabajo, y con esto, se abrirá una interesante ventana de politización, que a su vez requerirá más unidad sindical para triunfar.

Con todo, lo más trágico de esta farsa de reforma que venía a “emparejar la cancha”, es que con ella la mayor parte de las demandas del movimiento sindical siguen siendo las mismas que dejó el Plan Laboral hace 36 años, pero ahora con un peor piso que antes. Por ello, es de esperar que los aprendizajes de estas décadas desemboquen en un programa que asuma con firmeza no solo el fin del paralelismo sindical, el derecho a huelga efectivo y el término del despido por necesidades de la empresa, sino también el protagonismo de las y los trabajadores en la construcción de un nuevo proyecto de sociedad.

Jorge Olea y Sebastián Osorio