Avisos Legales
Opinión

¿Alguien quiere pensar en los niños?

Por: Tuillang Yuing Alfaro | Publicado: 26.07.2017
Cuando se usa la infancia –y los afectos involucrados con ella– como pancarta para robustecer los intereses, lo que tenemos en realidad es una sociedad pedófila que usa a sus niños como herramienta, sin ser capaz jamás de reconocer la singularidad de su voz.

El relato bíblico acusa a Herodes “el Grande” de ordenar la matanza de todos los recién nacidos de Belén por el temor a ser despojado de su poder por un niño rey judío. Pese a no haber certeza histórica de la veracidad del episodio, el cristianismo ha aprovechado el relato para conmemorar el día de los inocentes en las jornadas previas a la navidad.

El simbolismo es eficiente y elocuente: la brutalidad de un poder que amenaza la inocencia y con ella el porvenir. ¿Qué más inocente y enternecedor que la niñez? ¿Qué más representativo de la esperanza y de los tiempos mejores que vienen? La infancia provoca una adhesión unívoca: en su nombre se dan la mano todos los sectores y actores sociales; por su cariño y cuidado se suspenden todas las diferencias y se mira hacia un mañana abierto para todos. La niñez funciona entonces como una extorsión a no preguntar por el hoy, como un artilugio para echar tierra encima de nuestras pugnas y dar vuelta la página. De esta manera, la infancia es el vocativo en virtud del cual la exigencia de justicia queda del lado del egoísmo y la mezquindad. Así, se hace imposible restarse del afecto “natural” que reclaman los niños sin exponerse a quedar del lado de los monstruos y de la indolencia.

No debe extrañar entonces que este arquetipo de la amenaza a la niñez se recomponga cada cierto tiempo y se levante como una herramienta ya sea para interpelar el presente como para los fines de la baja política. En efecto, como toda bandera que es abrazada por cualquiera, la niñez sirve ante todo para manipular. Y en especial los afectos. Es que tras la niñez pasa de contrabando todo el temor y la inseguridad instalada fantasmalmente en los hogares: cuando se habla de los niños, se habla de “nuestros niños”, de nuestros hijos, aquellos en que se depositan los anhelos –y también los miedos–, de todas esas familias capaces de hipotecar su presente para que sus hijos sean felices mañana. Tal como en el experimento del perro de Pavlov, cualquier insinuación que amenace a “nuestros niños” funciona como una campanilla que nos condiciona y nos pone en un sobre-excitado estado de alerta en el que se obedece sin mucho cuidado y sin medir consecuencias.

Dado lo anterior, no es casual que el slogan del llamativo “Bus de la libertad” ponga a los hijos en la primera línea del frente de ataque. La mera imagen de ver a “nuestros niños” sometidos a las arbitrariedades de una ideología que vulnera sus cuerpos nos hace ponernos –irreflexivamente– del lado de estos defensores de la infancia y del porvenir. No sorprende entonces que los partidarios y cabecillas del mentado bus deslicen permanentemente la advertencia de que la diversidad implica la pedofilia y la sodomización de nuestros hijos. De esas sugerencias al rumor del “Plan Z” y los “comunistas comeguaguas” de antaño, no hay por cierto mucha distancia. Y pese a que esos desafortunados dichos pasados nos sacan hoy alguna sonrisa, lo que se dice hoy es –para algunos– merecedor de consideración aun cuando su grado de necedad sea el mismo o peor.

Pero este escenario de adultos condicionados y puestos en alerta, que astutamente aprovechan los protectores de la infancia, tiene antecedentes. Se trata, como ya adelantamos, de una domesticación de los afectos que hace de la niñez un comodín que desbarata los intereses explícitos en el tejido social y las responsabilidades directas en nombre de una suerte de moral altruista. Nuestra Teletón es un ejemplo vivo de ello: un llamado a dejar de lado nuestro parecer y masajear nuestras conciencias bondadosas depositando algo de dinero por aquellos niños cuya vida los ha puesto en un lugar que en general excluimos. Se trata del mismo gesto que, desde la trinchera politiquera, ha hecho gárgaras con la tragedia permanente del Sename: en nombre de los niños se desgarran vestiduras y se eluden las responsabilidades concretas de una institucionalidad que nunca antes había les llamado “niños” sino simplemente “menores”. Los menores: esos sujetos cuyo rostro anónimo hasta hace poco identificábamos con Cristobal –el Cisarro–; un niño devastado por un entorno que lejos de protegerlo lo puso en el lugar de la criminalidad que solo ayer las hordas sociales llamaban a prevenir e incluso extirpar. ¿No es acaso lo que hace hoy Lanata en Argentina?

En definitiva, la apelación a la niñez es una cuestión que amerita inspección. No vaya a ser que en su defensa lo que se haga sea exponerla más aun a su indefensión. Hacer de los niños el eslabón que justifica todas las medidas y ofensivas significa también sacrificarlos, desconocer la espesa complejidad de su lugar en los conflictos sociales. Sabiamente, Antonio Machado señalaba: “Un pedagogo hubo: se llamaba Herodes”…es decir que mucho de lo que se hace en favor de los niños implica también un gesto de desatención, negación e incluso violencia. Cuando se usa la infancia –y los afectos involucrados con ella– como pancarta para robustecer los intereses, lo que tenemos en realidad es una sociedad pedófila que usa a sus niños como herramienta, sin ser capaz jamás de reconocer la singularidad de su voz.

Tuillang Yuing Alfaro