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Opinión

Admisión injusta: Selección y calidad como estrategias de exclusión social

Por: Miguel Caro | Publicado: 24.01.2019
Admisión injusta: Selección y calidad como estrategias de exclusión social educacion cubillos |
El problema está en que cuando se entiende calidad esencialmente como resultados de aprendizajes medibles, todo el sistema comienza girar en torno a la producción y control de la variable rendimiento académico (al costo que sea), la que en nuestro país, por cierto, es función directa del capital cultural que se hereda y que está distribuido conforme a la desigual estructura social existente.

Partamos de una primera afirmación bastante obvia, acerca del proyecto de ley que busca reponer la selección de estudiantes por parte de las escuelas y supuestamente también la libertad de elegir por parte de los padres: seleccionar por mérito en cuanto principio, es contrario al ejercicio universal del derecho de los padres a elegir. Selección y libertad de elección son términos completamente antagónicos, por lo que no se puede estar de acuerdo con ambos a la vez. La razón es muy simple; bajo un esquema selectivo, cuando hay un desacuerdo entre quien admite el ingreso y quien elige ingresar (sin que exista un dirimente externo) o también cuando la demanda por matrícula supera la oferta de cupos, siempre se impone la voluntad de quien tiene el poder de admitir. Y en ese momento se acaba la libertad de elección para las familias; por tanto, corresponde a una retórica falaz e irresponsable ser partidario de la selección por mérito y al mismo tiempo pregonar la libertad de elección por parte de los padres.

Esto implica que un esquema selectivo es por esencia injusto, especialmente en un modelo educativo altamente desigual, competitivo y segregado como el nuestro, en el que existe sobredemanda por ciertos colegios considerados socialmente de mejor calidad o prestigio. En dicho contexto, nunca va a ocurrir que en todos los casos coincida la disponibilidad de cupos con la demanda por estos; así como tampoco va a ocurrir que exista en todos los casos pleno acuerdo entre quienes buscan matrícula y quienes las ofrecen. Y en el esquema radicalmente selectivo que pretende reponerse, al maximizar la opción de los establecimientos de admitir o rechazar conforme a sus criterios, otorga menos posibilidades aún de que pueda existir una situación de plena satisfacción de las opciones de elección de parte de las familias.

Un segundo aspecto clave de esta discusión tiene que ver con la construcción del juicio acerca de lo que se considera calidad y la forma en que esta incide en la selección. Poca duda cabe, a estas alturas, de que la educación, además de beneficiar individualmente a las personas, beneficia también a la sociedad en su conjunto. Efectivamente, de la educación depende la generación de bienes públicos de alto valor, como son la convivencia en la diversidad y el bienestar socio-emocional de las personas; la adscripción a valores comunes, la participación activa y el desarrollo cultural y económico de un país; entre muchos otros bienes. Pues bien, una buena educación debe atender todas esas necesidades con igual preocupación y no centrarse exclusivamente en el rendimiento en torno a conocimientos y habilidades de tipo académico, disociados de las otras dimensiones de la formación (valórico, social, emocional, etc.).

El problema está en que cuando se entiende calidad esencialmente como resultados de aprendizajes medibles, todo el sistema comienza girar en torno a la producción y control de la variable rendimiento académico (al costo que sea), la que en nuestro país, por cierto, es función directa del capital cultural que se hereda y que está distribuido conforme a la desigual estructura social existente. Y la primera herramienta para controlar dicha variable es la selección en el acceso, aunque también durante el proceso educativo. Es por tanto, el “descreme” que produce la nociva idea de calidad la llave del “éxito” educativo de unos y el total fracaso de otros (por ello la actual ley no resuelve completamente el problema). Se trata de una práctica deshumanizadora y socialmente regresiva, pues no considera las diferencias entre realidades socio-culturales, las necesidades educativas que se derivan de ello y la profunda desigualdad de contextos, así como la vulneración de derechos y las precariedades de toda índole en que se desenvuelve un segmento mayoritario de niños en su vida cotidiana.

Hay que decirlo una y otra vez, eso no es calidad, porque esta no existe sin una verdadera formación para la vida en sus múltiples desafíos; no se da, por tanto, sin integración social, sin valoración de la diferencia, sin educar la convivencia y la participación; sin el desarrollo integral de las/os sujetos en su contexto y sin problematizar dialógicamente los asuntos que afectan la vida cotidiana de las personas en toda su complejidad. No hay calidad si  no se comprende el mundo y no se delibera sobre las formas de mejorarlo desde la cotidianeidad. Tal desafío requiere entregar herramientas y las experiencias necesarias para ampliar las perspectivas sobre la vida en sociedad y sobre sus dilemas, cuestión que no puede ser reducida a saberes meramente funcionales, segregados y estandarizables. Resolver operaciones matemáticas o leer comprensivamente un texto, al margen de la sociedad que dichos saberes generan y de la dimensión ética involucrada en ello, es en realidad no comprender y no usar el conocimiento o las habilidades al servicio de fines trascendentes y de propósitos que enriquezcan nuestras formas de vida. En definitiva, si insistimos en la idea de calidad como resultados de aprendizajes fragmentarios, disociados y descontextualizados, no tenemos derecho a quejarnos después de la sociedad que estamos construyendo, por acción u omisión, a través de la educación.

Un tercer aspecto que queremos abordar aquí es el referido al mérito. Sostenemos que la selección conforme a dicho criterio es injusta pues constituye una generalización infundada afirmar que un menor rendimiento académico -dadas todas las condicionantes señaladas- respondería a la falta de esfuerzo personal. Desde una mirada pedagógica fundada–perspectiva central y totalmente ausente en el proyecto de Ley- la razón que explica que determinados estudiantes tengan menor rendimiento no es atribuible unilateralmente a la falta de mérito. Toda la literatura especializada indica que ello responde a un conjunto de factores de orden contextual, de desarrollo socio-emocional y/o de barreras de aprendizaje que deben ser oportunamente atendidas. Por dicha razón, la respuesta propiamente educativa frente al bajo rendimiento, no puede ser el abandono, la exclusión o la postergación, para centrarse en los más aventajados. Todo lo contrario; se requiere mejorar los apoyos, reforzar la autoestima, generar mayor integración a espacios que fortalezcan el interés por el estudio, ampliación de los referentes culturales, etc. La exclusión, además de un acto de profunda ignorancia respecto de la complejidad de lo educativo, es una forma de castigo culpabilizador que denigra, remarca las bajas expectativas e invisibiliza las múltiples variables que inciden -a veces de manera determinante- en el rendimiento.

Por todo esto, es de una de incomprensión mayúscula de la realidad social, de una insensibilidad profundamente elitista y de un prejuicio clasista por parte de la Ministra de Educación, responder con exclusión frente a quienes tienen más necesidades. Seleccionar/excluir por “mérito” académico es un doble castigo para quienes, contrario a lo que se suele creer, realizan un esfuerzo doblemente meritorio al salir adelante en su trayectoria escolar y de vida con una pesada carga de problemas y carencias, aunque sus calificaciones no sean las más altas.

No es entonces la competencia entre los sectores populares para ser “premiados” con un cupo en las instituciones de elite lo que mejorará nuestra educación y de paso nuestra sociedad. No se trata tampoco de ir tras el objetivo de penetrar a la élite vía “movilidad social”, como lo sostuvo Sylvia Eyzaguirre en una columna reciente. De hecho, resulta irrisorio creer -o incluso aspirar- a que todos puedan convertirse en élite; algo así como una sociedad igualada por arriba, en lo más alto de la estructura socio-económica, con sus respectivos privilegios; aquello no es posible ni tampoco deseable. Es cosa de ver que el sistema actual, históricamente selectivo desde el punto de vista educacional, ni siquiera permite garantizar derechos básicos o terminar con la pobreza extrema, por lo que tal oferta constituye más bien una promesa efectista y bastante cruel para quienes batallan a diario por la sobrevivencia en el mercado.

El verdadero desafío es construir una sociedad que comparta los frutos de su riqueza, no dando oportunidades a partir de puntos de partida desiguales, sino garantizando derechos esenciales para equiparar las condiciones mínimas que permitan acceder a la dignidad y al desarrollo colectivo. Condiciones mínimas como una buena educación pública para todas y todos, lo que implica –entre otras cosas- evitar que las élites concentren de manera extrema la riqueza y así permitir que se hagan las inversiones necesarias que una buena educación requiere. No se trata acá, como ya pensarán algunos, de quitarle los patines a los que tienen un poco más; se trata simplemente de limitar el exceso basado en la usura y evitar el abuso y la concentración obscena de riqueza en desmedro de las mayorías y minorías doblemente excluidas por el sistema económico y por el modelo educativo.

Miguel Caro