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Opinión

¿Le importaría señor que nos instaláramos en su jardín un rato?

Por: Rafael Berríos | Publicado: 19.04.2019
¿Le importaría señor que nos instaláramos en su jardín un rato? matias |
Matías defendió su posición contra las invasoras con un argumento que él consideraba incontestable: “soy abogado”, les dijo en varias ocasiones. Se los repitió, incluso, mientras las intrusas le comunicaban que según la ley estaban en un espacio público y que, por lo tanto, el lugar en el que habían osado sentarse en la oirlla del lago Ranco era de todos los chilenos.

En memoria de Matías Pérez Cruz

Matías Pérez Cruz fue el primero de una larga lista de empresarios que empezaron a reclamar el derecho de propiedad de lo que para resumir y simplificar llamaron sus territorios, al constatar lo poco protegido que estaban frente el avance de turistas, paseantes y activistas de la peor calaña.

Para el primero, el lago Ranco era como una pileta dentro de su patio, una pileta que quería navegar sin que impertinentes fueran a interrumpir sus días de descanso después de un año de arduo trabajo en el que, con suerte, había logrado ganar un par de miles de millones. Su petición era sensata: que lo dejaran disfrutar con sus familiares e invitados de su pedacito de tierra, agua y aire puro. Nada más pedía el pobre Matías, solo comprensión, que entendieran que su familia era grande y que estaban casi hacinados, que los cientos o miles de metros cuadrados de su casa y patio no podían albergar la presencia de tres personas más; que con ellas se terminaba de llenar.

Así que Matías defendió su posición contra las invasoras con un argumento que él consideraba incontestable: “soy abogado”, les dijo en varias ocasiones. Se los repitió, incluso, mientras las intrusas le comunicaban que según la ley estaban en un espacio público y que, por lo tanto, el lugar en el que habían osado sentarse era de todos los chilenos. Pero Matías parecía no entender y repetía que era abogado, como si ese hubiera sido el único argumento que le enseñaron en la Escuela de Derecho, y lo repitió hasta el final del encuentro o por lo menos hasta el final abrupto de la grabación que termina con un par de manotazos de su parte y el: yo soy abogado, no me va a venir a discutir a mí, destinado a convertirse en leyenda.

Lo imagino caminando de vuelta a su casa. Sus murmullos de indignación, el pecho agitado, su rostro encendido. Imagino, también, su llegada triunfal junto a su familia. Lo peor había pasado, podían volver al patio, continuar con la barbacoa. Los nietos podían juguetear por el césped sin miedo. Las intrusas ya no lo mirarían con recelo. Una vez más podrían mirar hacia el lago sin que esas tres figuras casi imperceptibles allá a lo lejos perturbaran la visión del azul.

El pobre Matías no fue capaz de imaginar lo que vendría. Solo comenzó a dimensionarlo cuando sorprendió a sus nietos viendo un video en el que primero distinguió su voz y luego su figura. En ese momento comprendió que lo único que podía hacer era disponerse a esperar todo lo que viniera. No daría la cara y esperaría que la tormenta pasara, por lo menos tenía un rinconcito fuera del mundanal ruido donde recluirse, un patiecito colindante con el lago Ranco, esa pileta de millones de metros cúbicos, donde esperar que un nuevo escándalo se viralizara y lo relegara al olvido o, por lo menos, a un recuerdo difuso.

Y Matías tuvo razón, lo olvidaron, o al menos, lo comenzaron a recordar de una forma menos virulenta a través de memes, imágenes y monólogos de stand up comedy hasta que pasó a formar parte de la cultura popular en la que se diluyó y asimiló. Pero los que no olvidaron fueron los de su clase, sus hermanos de sangre, negocios y posibles fraudes. Matías se convirtió en algo así como el gerente símbolo, en la representación de lo que les podría pasar si se descuidaban, en lo poco protegido que estaban frente a eso que el populacho reclamaba como posesión de todos los chilenos.

Así que comenzaron a buscar resquicios o figuras legales con las que poder luchar contra la verborrea popular. Tuvieron que pagarles horas extras a sus abogados, llevarles sándwiches y café, prometerles incentivos y cajas de mercadería. Y buscaron y buscaron los pobres abogados, leyeron como nunca, caminaron kilómetros entre las estanterías de las bibliotecas, sin éxito. Los gerentes recibieron la noticia negativa en silencio, sin un gesto de disgusto. Comprendieron, por primera vez, que el dinero que tenían no les servía de nada, que hicieran lo que hicieran, sus playas, sus riberas de lagos, sus cerros, sus termas y todo lo que venían utilizando por años como si realmente fuera de ellos, un día terminarían por ser expropiados. Y volvieron tristes a una de sus varias casas y se fueron a dormir sin cenar.

Estaban a punto de dar la orden para que cercaran el terreno que les correspondía por ley cuando escucharon hablar de la “concesión marítima”. No la planteó ninguno de sus abogados, ni otro de los gerentes que estaba en el grupo de WhatsApp: la escucharon en la televisión. Uno de los que lo había hecho era el presidente, pero no de un día para otro, por supuesto, sino que en años y años de paciente espera. Inició el proceso en el 2011, en su primer mandato, las autoridades regionales y del Congreso le dieron el visto bueno, pero por razones que son imposibles de sondear o imaginar, solo pudo ser aprobada en el año 2017, después de cuatro años de receso en sus funciones.

Esa noticia les devolvió el alma al cuerpo. No todo estaba perdido. Unos pocos lo habían conseguido. Era difícil, eran años de trabajo y paciencia, pero nadie trabajaba y tenían más paciencia que ellos, pensaban. Un día no muy lejano, podrían conseguir el sueño de la concesión marítima o territorial propia que tanto deseaban, algún día sus hijos podrían galopar o jeepear sin miedo por el patio y pasear en lancha sin ser amedrentados, un día todo lo que pudieran abarcar con la mirada sería suyo, sin intromisiones de mal gusto o grabaciones poco afortunadas.

En ese momento comprendieron que la caída de Matías había sido necesaria. Sin él, el derecho de propiedad o, por lo menos, de concesión, seguiría siendo cuestionado. Su exposición pública, la vejación a la que fue sometido, las risas de pasillo, los miles de memes, los reportajes, las noticias, las entrevistas, todo lo que se hizo a su cuenta y costo, los había llevado a descubrir una nueva forma de legar los patios de sus casas a las generaciones futuras. Fue ahí cuando comprendieron que todos, de alguna y otra forma, eran Matías.

Rafael Berríos