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Los niños y el miedo a la muerte

Por: Trinidad Avaria y Luciano Lutereau | Publicado: 07.06.2019
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Cerca de los 5 años, un niño ya es capaz de identificar la muerte como un hecho irreversible, pero no necesariamente universal. La muerte es entonces un castigo que atrapa, y frente a eso, su pregunta es acerca de si lo vamos a proteger. Niño es todo aquel que no puede vivir sin que otro lo proteja y, como nos gustaría decir, tiene derecho a ser protegido. Por eso, cuando un niño pregunta por la muerte y en particular si le puede pasar a él, en lugar de decirle que “todos vamos a morir algún día”, recomendamos responderle que no le va a pasar nada, que sus padres estarán ahí para protegerlo.

El miedo a la muerte es uno de los temores más arraigados en los seres humanos, a pesar de que podemos tolerar la vida sólo porque tenemos la certeza de nuestra muerte. Vivimos como si desconociéramos nuestro inexorable final, porque, ¿quién quisiera morir? En efecto, hay algo tan inexplicable en el hecho de que alguien pueda quitarse la vida, que cuando nos enteramos de la noticia lo primero que nos preguntamos es “¿Qué pasó? ¿Cuál fue el motivo?”, en busca de una explicación. Como si la conclusión de una vida tuviera que tener una causa suficiente. De otra manera, el hecho nos recuerda lo frágil de la vida y, entonces, a pesar de que lo sabemos, tenemos miedo a nuestra propia muerte.

Nadie quiere morir. Sin embargo, hay situaciones en las que se lleva con más dignidad la posibilidad de la muerte. Expliquémonos mejor: no es lo mismo saber que un día la vida concluirá, que vivir con miedo a morir. Es cierto que muchas veces ese saber no es creído, porque actuamos como el fumador que sabe que fumar hace daño, pero aun así… no lo cree. Este es un dato fundamental, que comprobamos de manera permanente en la práctica del psicoanálisis: que no alcanza con saber algo para tomarlo, por cierto. Por otro lado, en la práctica del psicoanálisis se advierte también que cuando una persona vive con plenitud el miedo a la muerte no está tan presente. Dicho de otra forma, en cierta medida el temor a morir se incrementa con los deseos no realizados, aquellos que dejamos irresueltos (sea porque los postergamos o bien porque no nos decidimos a dejarlos en el camino), mientras que una vida que no arrastra demasiadas cuentas pendientes está menos abrumada por todas aquellas cosas que podrían haber sido y no fueron, lo que pudo ser y –por cobardía, timidez o prurito moral– quedo a medio hacer o, directamente, trunco desde su inicio. En última instancia, el miedo a la muerte retoma esa posibilidad cierta –que es que vamos a morir–, pero se nutre de todas esas posibilidades fantasiosas a que seguimos aferrados. Como alguna vez escribió en un poema Silvina Ocampo, el miedo a morir es para aquellos “abandonados que prefieren/ morir por no sufrir, y que no mueren”.

Otra forma de decir lo anterior sería decir que el miedo a morir es, entonces, un temor al fin de la experiencia. Porque ya no habría chances de actualizar ciertas posibilidades. La muerte sería la efectividad plena, aquella que decide el sentido de una vida.

Otra situación que aparece en la clínica y también en la Casa del Encuentro es el temor a morir de padres y madres. Si hay algo que se inaugura con la paternidad es el miedo. Miedo durante el embarazo por no saber qué pasará, miedo durante la crianza por si le sucede algo a nuestro hijo, a ser mala madre/padre. Y por supuesto, el miedo a morir y no estar para nuestros hijos. No es miedo a la muerte ni al dolor, sino que a dejar a sus hijos solos. Una madre que visita asiduamente la Casa del Encuentro de Renca comentaba: “no me da miedo la muerte ni el dolor, me da miedo morirme y no estar para mis hijos. Antes de ser mamá, jamás pensé en mi muerte y ahora me aterra”. Como si para que un niño esté bien, bastara asegurar la presencia de sus padres.

Sin embargo, en estas consideraciones parece que estamos diciendo algo que vale principalmente para el mundo de los adultos. Preguntémonos más bien, ¿cómo se relacionan los niños con la muerte? En principio, cabría decir que antes que un temor, la muerte aparece con cierta indiferencia, sobretodo en niños menores de 2 años que, a pesar desconocer el concepto de muerte, pueden perfectamente distinguir la ausencia. Por ejemplo, es común que padres consulten porque un familiar o ser querido cercano a la familia está en sus últimos días y ellos temen que esto sea traumatizante para el niño. No obstante, ocurre el incidente y, la mayoría de las veces, no ocurre nada. Se lo comunican y nada. Quizá el niño se pone mal porque ve mal a sus padres, pero eso no quiere decir que esa pérdida haya sido dolorosa como tal. Eventualmente puede ocurrir que un cambio de escuela sea más traumático para un niño que la muerte de un tío o una abuelita (¡a pesar de todo lo que las abuelas hacen por los nietos!).

Cerca de los 3 años los niños toman conciencia de la muerte, pero se entiende como reversible, similar a un largo sueño. Esta conciencia de la muerte, antes que por la vía del temor, es a través de la curiosidad y, por cierto, desde pequeños los niños nos preguntan por la muerte. En este punto, cabe destacar que a veces los padres queremos responder de manera honesta, pero confundimos decir la verdad con responder a los que los inquieta. Para un niño la muerte no es el fin de la existencia; por lo general, es otro lugar, por eso suelen preguntar “¿Y ahora dónde está? ¿Dónde se fue?”. Y aquí vienen las confusiones: quienes no son creyentes, no quieren decir “al cielo”, pero olvidan que ese otro lugar también puede ser el río en que descansan las cenizas de un ser querido. Creemos a veces que la verdad es que después de la muerte no hay nada y tampoco eso es verdad. Después de una muerte, el mundo sigue estando ahí, y los niños parecen saberlo, perpetuando la relación con sus muertos a través de cartas, rezos y conversaciones. El punto es que a través de la pregunta por la muerte el niño empieza a darse cuenta de la pérdida, pero no de la vida; en última instancia.

Cerca de los 5 años, un niño ya es capaz de identificar la muerte como un hecho irreversible, pero no necesariamente universal. La muerte es entonces un castigo que atrapa, y frente a eso, su pregunta es acerca de si lo vamos a proteger. Niño es todo aquel que no puede vivir sin que otro lo proteja y, como nos gustaría decir, tiene derecho a ser protegido. Por eso, cuando un niño pregunta por la muerte y en particular si le puede pasar a él, en lugar de decirle que “todos vamos a morir algún día”, recomendamos responderle que no le va a pasar nada, que sus padres estarán ahí para protegerlo. No es un tema metafísico el que inquieta al niño, sino ético. Además, si pregunta si a los padres puede pasarle algo, también sugerimos responder que siempre habrá alguien para cuidarlo cuando lo necesite.

Esto quizás, también sirva como ansiolítico frente a la angustia por la propia muerte de algunos padres: nuestros hijos no dependen exclusivamente de nosotros y no sólo nosotros podemos protegerlos. Uno no puede garantizar la propia vida cuando es adulto, pero tampoco es eso lo que pregunta un niño. La mejor respuesta, la más verdadera, es: “Nunca estarás solo”.

Trinidad Avaria y Luciano Lutereau