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Opinión

Un feminismo para las comunes es un feminismo para un Chile más justo

Por: Bárbara Castillo Navarro | Publicado: 02.08.2019
Un feminismo para las comunes es un feminismo para un Chile más justo feminismo |
Ante este feminismo elitista y colonial, nosotras respondemos con feminismo popular, un feminismo que sin negar la academia -por el contrario, nos nutrimos de ella- se construye a partir de las historias de vida de las sujetas consideradas históricamente como subalternas, historias de vida desde las que se posiciona cada una para hacer política, que las constituye como sujetas críticas e históricas.

Vernos enfrentadas a reconocer y aceptar los privilegios que tenemos, en el marco de la estructura social a la que pertenecemos, es un proceso tremendamente difícil, porque implica entenderse a una misma dentro de una pirámide de explotación donde hay otras personas debajo, siendo no solo más vulneradas, discriminadas y violentadas que una, sino que además, porque una tiene un privilegio que permite que esa situación ocurra y se mantenga en el tiempo. Es duro, pero imprescindible para cualquier persona que busque construir un proyecto transformador, que pretenda ponerse al servicio de un país más justo.

Cuando una se pone los anteojos violeta, en cada instancia en la que participamos o cada situación que vivimos, vemos machismo. Es decir, nos hacemos conscientes de la estructura de dominación patriarcal en la que vivimos; quienes suelen verse enfrentados a esta situación donde les enrostramos sus privilegios, son hombres: nuestros familiares, amigos, parejas, compañeros de militancia, de trabajo o de estudios.

Recuerdo las primeras reacciones en mis círculos cercanos cuando señalaba que sus chistes eran violentos, que sus comentarios discriminaban, cuando les hacía cuestionarse el porqué tenían un sueldo mayor al nuestro, por qué podían dedicarle más tiempo a sus estudios que nosotras, o por qué ciertas situaciones son acoso y no algo divertido o normal. Les recuerdo como gatos encrispados, a la defensiva, en negación. Entender el lugar que ocupamos en esa pirámide no es fácil, entender el rol que jugamos en ella es un choque con la realidad, una cachetada que nos pone los pies en la tierra.

Pero la tarea del feminismo, al menos de un feminismo crítico y transformador, no puede quedar ahí. Los anteojos no serán completamente violeta hasta que nos permitan mirarnos hacia adentro, que reconozcamos nuestros propios privilegios, y seamos capaces de cuestionarlos. Tomar consciencia del lugar que nosotras, como mujeres con circunstancias particulares, ocupamos en esa pirámide social, es imprescindible, no solo para aportar en la construcción de un proyecto transformador, sino que para impedir que seamos nosotras mismas, incluso las que nos reconocemos como feministas, quienes vulneremos los derechos de otras. Es común, asimismo, que cuando evidenciamos los privilegios que tienen las mismas compañeras, ellas también reaccionen a la defensiva.

Pero, ¿cómo una feminista podría vulnerar los derechos de otra mujer? Pues, subestimándola por su condición de clase, invisibilizándola por su pertenencia a algún pueblo indígena, hablando en lugar de ella por su condición migratoria, excluyéndola porque no se reconoce en la etiqueta de “feminista”, hablándole en lenguaje académico y con ello impidiendo la comunicación con una otra que no tuvo la oportunidad ni el privilegio de ir a la universidad y dedicarle el tiempo a leer libros de feminismo, y así un sinfín de situaciones de discriminación que vulneran a una otra. Formas en las que la sujeta de transformación natural pasa a ser entendida como una víctima que se debe salvar.

Lo complicado de esta cuestión es que se constituye un feminismo de élite, de un grupo privilegiado, que se cree con la capacidad de poder hablar por la otra, que se entiende como una vanguardia que va a liberar a las otras de sus cadenas, un feminismo salvacionista, que mira a la otra como víctima; un feminismo academicista que trata a la otra como sujeto de estudio, y no como una sujeta crítica e histórica, una sujeta política que tiene una voz propia.

Al feminismo que tiene estas características lo llamamos colonial, porque en lugar de enriquecerse y construirse a partir de la diversidad, la aplasta al intentar hablar por las otras, a las que ve como inferiores, aunque lo haga con la mejor de las intenciones, lo que genera es discriminación, invisibilización y vulneración. Ante este feminismo elitista y colonial, nosotras respondemos con feminismo popular, un feminismo que sin negar la academia -por el contrario, nos nutrimos de ella- se construye a partir de las historias de vida de las sujetas consideradas históricamente como subalternas, historias de vida desde las que se posiciona cada una para hacer política, que las constituye como sujetas críticas e históricas. Un feminismo que no busca hablar por la otra, sino que tiene como objetivo que la otra hable con su propia voz. No vamos a salvar a nadie, vamos a hacer política juntas para construir un país más justo, en el que ninguna sienta miedo. A quienes les ha tocado sobrevivir a diario, construyen su posición política desde sus experiencias de lucha contínua.

Cuando hablamos de un feminismo popular, de un feminismo para las comunes, lo hacemos pensando en nuestra responsabilidad en la disputa por el sentido común, que copa los espacios de poder para que en ellos estemos nosotras, las comunes, un feminismo que es reflejo de un proyecto político que busca transformarlo todo, pero con todas las comunes arriba del barco. No queremos vanguardias que hablen por nosotras, queremos que sean nuestras propias voces las que levanten las transformaciones que nuestras vidas y las de nuestro pueblo requiere.

Bárbara Castillo Navarro