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Opinión

18 de Octubre

Por: Rodrigo Karmy Bolton | Publicado: 27.11.2019
18 de Octubre karmy octubre | Foto: Agencia Uno
La mirada del antiguo siervo –como ese “indio” pasivo frente al colono- no se agacha frente al poder, sino que lo desafía y sufre la destrucción directa de sus ojos. El siervo todo lo quema, se lanza en su potencia martiriológica por los muertos de ayer, por los que en otro tiempo fueron vencidos. La rabia quema todo en la pira de la historia, sin el permiso de los amos que alguna vez aplastaron al indio, al trabajador al estudiante. In-fancia que disloca la civilizada continuidad entre vida y lengua para llevarnos a la hendidura de la imaginación popular: única barricada que conecta a los cuerpos con las superficies, lo nuevo con lo viejo, la vida con sus formas.

¿Qué fue, que ha sido esta fecha? ¿Es tan sólo una fecha cronológica? Acaso, un número dislocado que, al tiempo que se ubica en un calendario, huye desesperada de él. Su potencia no calza con su cifra, su vida con su letra. Estalla sin referir a líder alguno, ni tampoco a ningún partido político o vanguardia partisana. Todo es mucho mas precario, pero a la vez, más resistente, puede huir entre los intersticios de la ciudad y “evadir” permanentemente al “quien” construido por la dinámica policial. “Evade” designó la sustracción de la vida sensible de los cuerpos –aquello que llamaremos “superficie”- respecto de la maquinaria gubernamental de la razón neoliberal.

Como si en plena carretera se abriera una grieta, como si un continuum histórico se detuviera. La atmósfera normalizó la presencia de múltiples sonidos: sirenas quebrando el murmullo ciudadano, helicópteros ametrallando el espacio aéreo, disparos de armas varias filtrándose entre poblaciones diversas, imágenes nunca sidas vigiladas por las imágenes ya congeladas, cantos – Víctor Jara o Jorge Gonzáles- penetraban desde otros tiempos para enfrentar una represión voraz; cacerolas mordían las noches desde ventanas oscuras y manifestantes que desafiaban al toque de queda con gritos y lucha cuerpo a cuerpo contra el uniforme policial o militar.

Las noches los días no eran los mismos, pero eran el mismo. Un solo día, hora o minuto que condensó días y noches, días y noches como si no hubiera más diferencia entre ellos. Otros rostros asolaron las mañanas, otras voces dictaron al mañana; los pobres, los ciegos, los que habían dicho “basta” a una vida que no prometía más que deudas, a una existencia que había renunciado a toda historicidad a una agonía cuya pesadumbre paralizaba a los cuerpos. Las calles fueron investidas de grafittis con los que la multitud abrazaba el instante de su fiesta. Todo consistió en que la mirada que se agachaba frente al patrón no iba más. La aleatoriedad del encuentro fue violenta: el patrón encontró al siervo en la ferocidad de una revuelta, sin la domesticación que le presuponía, sin la ignorancia que le atribuía, sin el miedo que le había infundido.

“Sin miedo” se replica infinitamente en los muros de Chile. “Sin miedo” pero con “rabia”: toda una generación que había sido curtida por el silencio de la dictadura implosionaba en la emergencia de la rabia que traían sus hijos. Pero una “rabia” no como una emoción psicológicamente administrable, sino un afecto políticamente ingobernable. Toda la episteme transicional fue hecha para cuerpos dóciles. Se trató siempre del recato, del control, de aprender a no exigir más allá de “lo posible” de un límite histórico y político devenido ontológico. O bien, los militares podrían volver o los empresarios huir, el miedo daba la tonalidad afectiva a la episteme transicional. Sociólogos, economistas, políticos, consolidaron un gran acuerdo cupular en torno a la prevalencia de la razón neoliberal. Todos debían ceder porque todos debían aceptar el límite instalado. Todo no era más que “en la medida de lo posible”.

Quienes rabiaron en dictadura podían desfallecer en la desolación de la democracia, quienes lucharon en dictadura debían domesticar sus ánimos en la nueva maquinaria transicional. Pero, la injusticia permaneció irredenta. Y es esa fisura que siempre desafió a la episteme transicional  la que se actualiza en la politización de la rabia que termina por llevar a la máquina gubernamental chilensis a su quiebra.

La rabia ha sido el ardor de una injusticia que traspasó la captura “psicológica” a la que la confiscación neoliberal la había capturado y, como una ráfaga que traspasa dos tiempos en uno, dejó la historicidad en manos de niños: quien no sepa de niños, nada sabe de revueltas. Una revuelta lleva a un pueblo a experimentar su in-fancia, justamente, la inactualidad consigo mismo, el extraño fragor de su intempestividad. Los espacios y tiempos habituales saltan en mil pedazos. Y la revuelta nos recuerda que el temblor más decisivo, el ajuste con nuestra historicidad no es más que un porvenir que se hereda. No se trata de “futuro” aún (ese horizonte dueño de una dirección precisa), sino de un porvenir (esa abertura a la posibilidad de devenir otros de sí) en la que una potencia no descansó jamás en algún “trauma” que pudiera prefigurarle alguna forma, sino que siempre se mantuvo irreductible a las “trampas” de la ley. Se trató de una potencia que no es nada más que porvenir y que sólo el clandestino traspaso de la impersonalidad de un común puede hacer que los cuerpos puedan saber qué es lo que efectivamente pueden. Porque dicha potencia deviene nada más que una afirmación de vida que se sustrae a toda sutura proveída por el poder. El porvenir se hereda precisamente porque los cuerpos pudieron “evadir” al miedo inoculado por la oligarquía en sus años de dictadura y de transición.

La mirada del antiguo siervo –como ese “indio” pasivo frente al colono- no se agacha frente al poder, sino que lo desafía y sufre la destrucción directa de sus ojos. El siervo todo lo quema, se lanza en su potencia martiriológica por los muertos de ayer, por los que en otro tiempo fueron vencidos. La rabia quema todo en la pira de la historia, sin el permiso de los amos que alguna vez aplastaron al indio, al trabajador al estudiante. In-fancia que disloca la civilizada continuidad entre vida y lengua para llevarnos a la hendidura de la imaginación popular: única barricada que conecta a los cuerpos con las superficies, lo nuevo con lo viejo, la vida con sus formas.

Todo el dispositivo universitario con sus saberes del orden creen que la revuelta es un “fenómeno social”. Reducción al causalismo de la sociología de turno, la revuelta, en verdad, es un médium de sensibilidad común en el que los espíritus del pasado abrazan al presente. Miles de chilenos supieron eso al cantar “El derecho de vivir en paz” o “El baile de los que sobran”: el tío Ho que luchaba contra el imperialismo norteamericano devenía un sobrante, un resto, tanto como los estudiantes municipalizados de los años 80: ingobernables que transmitían la potencia de un momento a otro, que heredaban el porvenir a quienes podían escuchar la intensidad de su voz. Por eso el 18 de Octubre no es una fecha, sino todo un artefacto de espiritismo por el que los vencidos fueron capaces de “evadir” la histórica crueldad de los vencedores.

Rodrigo Karmy Bolton