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Opinión

La última carta

Por: Cristián Zúñiga | Publicado: 21.03.2020
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Hay un factor cultural que será clave para entender el desarrollo de esta crisis y su eventual salida en positivo (las menos muertes posibles). El mundo ya no volverá a ser el mismo y Chile tampoco. Si este gobierno pretende agarrarse de la actual crisis como última carta para salir airoso, deberá hacer carne aquella frase con la que Marx describía el tránsito cultural que se daba desde la antigüedad a la modernidad y que de manera lúcida expresara como “aquel espectáculo en el que todo lo sólido se desvanece en el aire”.

Y es así como pasamos del estallido social, a la pandemia. De comentar las manifestaciones en la Plaza de la Dignidad, a la reclusión en nuestras casas para evitar contraer el virus que amenaza a la modernidad contemporánea, justo en su etapa que arremetía esperanzadora respecto a avances científicos y tecnológicos.

Los noticieros parecen sacados de la serie gringa Black Mirror, cuyo contenido proyecta una vida donde la inteligencia artificial y el desborde del capitalismo, provocan plagas y mutaciones. O, para ser más precisos, las actuales imágenes de los noticieros se asemejan a la serie británica Years & years, donde una familia contemporánea vive de sopetón el apocalipsis del siglo XXI desde sus hiperconectadas vidas.

El miércoles pasado, TVN y CNN entrevistaron, al unísono, a un devastado Piñera, quién devela no tener la fuerza del afortunado bróker que recibe, en su peor momento, una especie de ayuda divina (¿o demoniaca?) para revertir lo que parecía hasta la semana pasada, totalmente irreversible: la caída de su gobierno a manos del malestar social.

Hasta la semana pasada, transversales líderes políticos, columnas de opinión y tuiters, se referían al fracaso del gobierno y proyectaban la renuncia del Presidente como algo necesario para devolver la quietud a las aguas sociales y económicas. Estaba sentenciado, solo una hecatombe mundial podría salvarle. La hecatombe llegó y esta vez sin espacio para teorías conspirativas respecto a su origen. La pandemia ha puesto en jaque a chinos, norteamericanos, europeos y hasta a los fundamentalistas de Medio Oriente. Sin ir más lejos, hasta ahora el coronavirus ha sido contraído mayoritariamente, por compatriotas del denominado “ barrio alto”.

El virus no sabe de colores políticos, ideologías, razas, género, edades, clases sociales, contextos ni intelectos. Es absolutamente democrático y gusta de practicar el azar, como si se hubiera inspirado en las viejas máximas de los padres de la civilización occidental.

Lo cierto es que esta reciente semana, el gobierno de Piñera sacó a circulación casi 12 mil millones de dólares, haciendo uso del 2% constitucional, lo que equivale a 4,7 % del Producto Interno Bruto (PIB), para ir en resguardo de la cadena de producción y distribución de bienes y servicios esenciales, proteger el empleo o impulsar la economía. Se trata del mayor plan de emergencia usado en la historia del país. Vale decir, es primera vez que el obediente alumno de las políticas macroeconómicas del FMI, saca esa cantidad de recursos provenientes de fondos soberanos y otras líneas de ahorro.

La catástrofe podría otorgar una inesperada salida de crisis al actual gobierno, pues no hay que ser economista para entender que más de 11 mil millones de dólares circulando harán ver al Estado como un ente poderoso que entrega cobijo en tiempos de incertidumbre. Dicho de otro modo, quienes administran el Estado, tendrán la oportunidad de ser percibidos como líderes benefactores que, en momentos de crisis global, supieron dejar atrás los dogmas neoliberales y no dudaron en salir al rescate de su pueblo.

Por supuesto que esta apuesta se juega en la más peligrosa de las ruletas, pues se trata de una pandemia, de una peste que, en términos de velocidad y expansión, nunca antes había sido experimentada por la humanidad.

Sin embargo, hay un factor cultural que será clave para entender el desarrollo de esta crisis y su eventual salida en positivo (las menos muertes posibles). El mundo ya no volverá a ser el mismo y Chile tampoco. Si este gobierno pretende agarrarse de la actual crisis como última carta para salir airoso, deberá hacer carne aquella frase con la que Marx describía el tránsito cultural que se daba desde la antigüedad a la modernidad y que de manera lúcida expresara como “aquel espectáculo en el que todo lo sólido se desvanece en el aire”.

Uno de los principales problemas de la cultura moderna y que ha gatillado en crisis institucionales y crecientes estallidos sociales, tiene que ver la disyuntiva respecto a cómo hacer para compatibilizar nuestras subjetividades, vale decir, las actitudes críticas y autónomas de cada uno, a la hora de construir un mundo en común que nos abrigue y otorgue sentido a nuestras vidas en colectivo.

Quizás en estos días de cuarentena, aislamiento social y, por ende, soledades, tendremos tiempo para meditar sobre estos temas sustanciales, donde se ponen en cuestión nuestras voluntades íntimas. Lo importante, es que lo haremos sin la pulsión del consumo, aquel glotón arsenal de deseos que parece poner trabas a la razón.

No me cabe duda que nuestra meditación, como habitantes de la última modernidad y la del gobierno, que parece ser el último en vestir los ropajes ideológicos del pasado (izquierda-derecha), llegarán a una misma conclusión: sea lo que sea que venga después de esto, ya no lo querremos asumir desde el vértigo y la incertidumbre del mercado.

En esta pasada quedó demostrado que, el hombre se ha cansado de ser el lobo del hombre y clama por el aterrizaje de un nuevo Leviatán.

Cristián Zúñiga