Avisos Legales
Opinión

El espanto

Por: Javier Agüero Águila | Publicado: 17.04.2020
El espanto | Foto: Agencia Uno
En estos días, se expandió un video hecho por los mismos presos donde mostraban cómo vivían, la insalubridad, el abandono, el dejar morir, la inconciencia de las autoridades que se desvelan por dejar libres a un puñado de violadores de derechos humanos alegando “ley humanitaria” (ojalá todas las cárceles tuvieran las condiciones de Punta Peuco, cárcel modelo que alberga a genocidas) mientras cientos, quizás miles, se encuentran amenazados de muerte en la más absoluta vulnerabilidad, sin poder ver a sus familias, en fin, desactivados o desposeídos en el páramo de la deshumanización.

“El reo enfermo es dos veces reo,

de los hombres y la naturaleza”

(Gabriela Mistral)

Esta no es una columna como otra que pudiera escribir.

No busco identificar, tanto como podría, en alguna noción o concepto filosófico una pista para comprender lo que nos ocurre como humanidad y como país. Estoy lejos de intentar hacer una abstracción del espanto, del horror o del infierno carcelario que se vuelve aún más brutal en tiempos de la pandemia. Es nada más una alerta, escrita a partir de una tristeza escandalizada, desmadrada y aleatoria que eriza los pelos y que se coordina, además, con un agrio y rabioso tecleo que se desplaza por el computador al momento que escribo estos pocos párrafos. Se trata, en definitivas cuentas, de sentir espanto por la infra-vida que se experimenta como trama catastrófica en el inhumano día a día de las y los presas/os comunes de este país.

Las cárceles chilenas: quizás una de las expresiones más bizarras o el engendro más monstruoso de nuestro Chile neoliberal; de este país tan competitivo como cruel y que esconde tras las rejas el rostro deformado de una sociedad que por décadas se ha auto-higienizado a sí misma en sus tratados bi o multilaterales, en la canonización de la casta “cota mil” que nos representa en el olimpo del capitalismo globalizado, y a la que se le confiere el privilegio, casi mesiánico, de rentabilizarnos en el mundo como un país en “vías” de algo, seguro, solvente, de instituciones serias y grupos adelantados en el canon que impone el mercado. Chile: ese dispositivo mecánico tipo válvula que neutraliza los flujos internos y jerarquiza su estética externa, un paisaje que se arrasa a sí mismo mientras se deleita en la promiscua y conspicua mesa de las “potencias”.

Tras esta fachada, las cárceles, la cana. No es que ésta sea la única experiencia que deforma el estucado rostro que pretendemos mostrar al mundo, pero sin duda es de las más horribles; como si en las cárceles se abreviaran uno tras otro todos los requerimientos para que un ser humano, hombre o mujer, precisamente, dejen de serlo. Hay en estos lugares del espanto, como lo señala Judith Butler, “una desposesión”, una rotura con la mismidad que desplaza a las y los presos a una dimensión lateral, paralela, en donde no existen derechos ni deberes, ni rehabilitaciones, ni reinserciones posibles, tampoco un sentimiento de pertenencia a algo, sino, más bien, una suerte de soledad radical en donde no hay alteridad que los explique. No existe el “otro” y no se reconocen como tal, simplemente sobre-viven en el letargo tedioso de días iguales y en la ausencia de toda humanidad. Entre ellos se cuidan, por supuesto, compartiendo la tragedia de su encierro y sabiendo que más allá de los barrotes nada los ampara.

Es lo que hemos visto, particularmente, la cárcel de Puente Alto (recordar que las cifras indican que hay 300 mil internos/as en el país que no están condenados/as y que cumplen, muchos de ellos/as, prisión preventiva). Al día de ayer había 43 funcionarios contagiados de Coronavirus y 23 internos en las mismas condiciones. Estamos hablando de una población penal que retiene a 1.046 personas privadas de libertad y que viven en condiciones inconcebibles, impensadas dentro de un marco civilizatorio mínimo. Se hacen sus propias mascarillas, tienen 2 médicos para más de mil personas, duermen de a dos por cama y el virus es el más leal y letal de los compañeros cotidianos. Justamente, en estos días, se expandió un video hecho por los mismos presos donde mostraban cómo vivían, la insalubridad, el abandono, el dejar morir, la inconciencia de las autoridades que se desvelan por dejar libres a un puñado de violadores de derechos humanos alegando “ley humanitaria” (ojalá todas las cárceles tuvieran las condiciones de Punta Peuco, cárcel modelo que alberga a genocidas) mientras cientos, quizás miles, se encuentran amenazados de muerte en la más absoluta vulnerabilidad, sin poder ver a sus familias, en fin, desactivados o desposeídos en el páramo de la deshumanización.

Ayer un gran amigo que trabaja en la cárcel de Rancagua, intentando hacer algo decente y digno por los presos, sufrió un ataque de epilepsia. Hace días que lo escuchaba mal, muy afectado por lo que le tocaba ver y saber: la indolencia de las autoridades de gobierno y carcelarias, la situación extrema de los internos e internas enfermos/as con Covid-19, el cómo se les deja morir, etc. Tuvo una tarde de recuperación y volvió al trabajo al día siguiente.

A este amigo le dedico esta columna.

Javier Agüero Águila