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Opinión

Entonces murió Rodrigo de Arteagabeitía

Por: Odette Magnet | Publicado: 09.06.2020
Entonces murió Rodrigo de Arteagabeitía Foto: Helen Hughes |
Tu trabajo, dirigiendo la revista Solidaridad, brindó consuelo y salvó vidas. Como tú, fuimos tantos los que conocimos el terror y el insomnio. Fuimos más que colegas. Fuimos cómplices de tu obsesión. Compartimos el sueño, el miedo, el cansancio, el vértigo.

Me cuesta confesarlo: yo deseaba, rogaba, que murieras de una vez. Que descansaras, que te fueras en forma digna, silenciosa, sin dolor. Sobre todo, sin dolor. La tuya fue una muerte anunciada, cierto, pero no por eso menos dolorosa. Sabíamos que vendría, que era cuestión de tiempo, que tenías Alzheimer, que no recordabas nada, casi nada. Tenías la mente vacía, como un lienzo grande, blanco, descontaminado. Tu sonrisa de niño, de niño sin memoria, perdido en el tiempo, sin rumbo, ni para atrás ni para adelante. Te veo con tu boina negra, tus brazos cruzados, tus manos guardadas bajo las axilas. Tu barba tupida y esa risa inconfundible, estruendosa, indiscreta por decir lo menos, que nacía sin aviso desde el fondo de tu pecho corpulento y salía a borbotones como un alud arrasador. Sólo aquellos que han sufrido profundamente pueden reírse con ese vigor.

Entonces murió Rodrigo de Arteagabeitía.

Para entonces ya no recordaba ni siquiera su nombre. El lunes 8, antes del mediodía, en la sala Ignacio Díaz, cama 16 del Hospital Salvador en Santiago. No quiero saber cómo fueron tus últimas horas, quiénes estuvieron contigo, cómo es el protocolo de la despedida en un hospital público en plena pandemia. No quiero saber. Quisiera pensar que tu muerte fue amable, Rodrigo, en una cama limpia de sábanas blancas, tiesas de tanto almidón, arropado por la morfina. Sin dolor, sobre todo, sin dolor. En silencio, dentro de una gran burbuja plástica, impoluta y solitaria. Sin apuro.

Me habría gustado decirte que te quise, que te quiero, que me quedé con el abrazo por cerrar.

Recuerdo la última vez que nos vimos en el bar del Liguria de Manuel Montt. ¿Te acuerdas? No, no te acuerdas. Te invité a un pisco sour, por celular. Hace mucho que no te veía. Regresaba, después de años fuera de Chile. Llegaste 20 minutos tarde. Y yo, enferma de rigurosa con el tema de la puntualidad, neurótica dirán algunos, estaba molesta, tomando el pisco sour solitario, sentada en la barra, a punto de irme cuando apareciste. Con la misma sonrisa de niño y la boina negra. Y, claro, se me acabó la bronca. Improvisé un discurso de reto, pero no me salió. Me dijiste “me confundí con las calles, compañera”, y no me mirabas mientras hablabas, tu mirada fija en la servilleta de papel sobre la barra. Te veías abatido. Inquieto. Habías perdido tu ironía, tu tono mordaz, tu estilo punzante. No hubo risas en ese encuentro. Recuerdo tus largos silencios, como si hubiese querido decirme algo y no sabías cómo. Ahora, años más tarde, tan lenta yo, concluyo que era el inicio del fin. El Alzheimer te había alcanzado. Quizás no lo sabías o no quisiste contarme. Pero yo me demoré años en hacer la suma. Quizás yo tampoco quise saber.

Me duele tu muerte. Quizás me duele más el formato de tu muerte. Nunca debió ser así. Me duele que nadie te pudo tomar la mano, nadie te pudo dar un beso en la frente, en la boca, en la mejilla derecha. Nadie te pudo decir te quiero, te voy a extrañar, no te vayas.

Habría querido para ti una fiesta memorable, con todos tus amigas y amigos en torno a una mesa larga. Por el placer de estar juntos, de celebrar la amistad de siempre porque vencimos, porque somos sobrevivientes. Hablarías de los tiempos buenos y también de los malos, con ese humor vicarial, negro, corrosivo como el ácido. Recordarías aquellos años en la Vicaría de la Solidaridad, tu segundo hogar, tu mundo, tu razón de ser. Aquellas amistades robustas que se tejieron en medio de la barbarie desatada, a prueba del olvido, regadas con el agua fresca de la memoria y el amor. Miro tus fotos y sonrío porque siempre estás rodeado de mujeres, bellas, jóvenes. Y tú en el medio, con una mirada cómplice.

Dejaste una huella profunda, Rodrigo, marcada a fuego, que el tiempo no borrará.

Tu trabajo, dirigiendo la revista Solidaridad, brindó consuelo y salvó vidas. Como tú, fuimos tantos los que conocimos el terror y el insomnio. Fuimos más que colegas. Fuimos cómplices de tu obsesión. Compartimos el sueño, el miedo, el cansancio, el vértigo. Afilamos la palabra con fervor, como si fuese un buen cuchillo de cocina. En ella reconocimos nuestro poder. Aquella fue tu arma poderosa, la que nunca abandonaste y, en medio de la oscuridad y de campos minados, nacieron centenares de boletines solidarios que incitaban a la paz, la justicia, la verdad.  Sin tregua, a punta de porfía, temor y talento. Muchas manos aportaron a esa publicación quincenal que no sólo informó de lo que ocurría en el país, sino que denunció los constantes atropellos a los derechos humanos en distintos ámbitos. Desafiando la censura y la autocensura, un equipo de periodistas les dio voz a los trabajadores, estudiantes, las mujeres, las comunidades de base, los campesinos, los exiliados. A todos ellos, les devolvió la dignidad y la esperanza en medio de una represión nunca vivida en Chile.

Levantaste el polvo, trajiste la lluvia, animaste el fuego, Rodrigo de Arteagabeitía. Qué pena, qué ironía. El periodista activo y activista, el que luchó por la protección y defensa de los derechos humanos, el que trabajó por rescatar la memoria de una sociedad traumada, el que se empeñó en honrar los nombres y las vidas de las víctimas de la dictadura nuestra (porque fue nuestra), moría a causa de un bicho feroz que nos tiene en cautiverio. Tú, el que luchó por salir de él y por la libertad.

Alguien dirá que fuiste un gran hombre, que te vamos a extrañar, que dejas un legado comprometido, que la búsqueda de la verdad y la justicia se anidaron en ti como un anhelo profundo y con los años se convirtieron en tu obsesión.

Te aferraste a ese sueño con los dientes apretados y en el camino contagiaste a tantos con tu entusiasmo y convicción. Vasco porfiado, aceptaste el reto: no bajaste las espadas, no te retiraste, no callaste. Te negaste a abrazar el olvido y la mentira. Nos alentaste, nos empujaste, nos entusiasmaste con tu esperanza y tenacidad.

Gracias, Rodrigo de Arteagabeitía, por lo que fuiste y lo que te negaste a ser. Te podrían haber matado hace rato.

Pero hay algo que debes saber.

No pudimos estar para tu funeral. No te despedimos ni con discursos ni con curas, ni flores ni cámaras de televisión. No estuvimos al lado de tu féretro, ni cargamos tu ataúd sobre los hombros. Te fuiste en plena pandemia, una mañana fría de este junio invernal. Entonces te despedimos absurdamente con una misa online, vía streaming, le dicen ahora. El último sollozo queda atorado en mi garganta. Duele tanto tragarse la pena en cuarentena. El eco de tu voz ronca y tu risa subterránea me envuelve, me sigue como una sombra larga y yo trato de espantar tanta tristeza como quien espanta una mosca.

No sé cuántos somos, ni siquiera conozco a muchos que te recuerdan por medio de innumerables mensajes dolientes por whatsapp. Pero ya no importa, porque tú estás lejos de la noche y el olvido. Soy una mujer de pocas certezas, pero estoy segura de que estás acompañado por la paz del Cristo crucificado. Y nosotros a tu lado, con tu memoria viva, fresca, recién parida. Después de tantas luchas, Rodrigo de Arteagabeitía, la victoria te pertenece. Es toda tuya, te la mereces.

Odette Magnet