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Opinión

Apremios literarios: ¿recompensa (negocio), don o “regalo”?

Por: Andrés Ajens | Publicado: 19.07.2020
Aún recuerdo cuando la esposa de un Premio Nacional de Literatura muy querido me llamó por teléfono para transmitirme una invitación del Premio Nacional para que me apersonara esa tarde por su casa. Para conversar del Premio Nacional que viene, dijo escuetamente. Por entonces era yo un mocoso imberbe que desconocía las sutilezas de la Literatura, o sea, también, de la Política.

Aún recuerdo como si fuera ahora cuando, varias reencarnaciones atrás, la esposa de un Premio Nacional de Literatura muy querido (no Matilde, claro, aunque más Matilde que Kodama) me llamó por teléfono para transmitirme una invitación del Premio Nacional para que me apersonara esa tarde por su casa. Para conversar del Premio Nacional que viene, dijo escuetamente. Por entonces fuera yo un mocoso imberbe que desconocía las sutilezas de la Literatura, o sea, también, de la Política. (Y aún sigo desconociéndolas —faltaba más—, aunque ahora noticias de mi falta de dominio no me faltan).

Al llegar me encontré con una docena de personas, algunas conocidas, otras para nada. Probablemente habrán estado ahí, entre otrxs, Jaime Valdivieso, Naín Nómez y tal vez —sólo tal vez— Verónica Zóndek. Raúl Zurita y Diamela Elit como Soledad Fariña y Gonzalo Muñoz deberían haber estado también, pero, como me comentó la amiga de Matilde, tiempo antes habían protagonizado una escena imposible en la cocina de la casa del Premio Nacional, lo que los dejaba momentáneamente fuera de juego.

Los candidatos ese año eran, en suma, Gonzalo Rojas y Jorge Teillier, y el convocante como casi la totalidad de lxs convocadxs estaban resueltamente por Teillier. No pude sino tragar saliva. Aunque la poesía de Gonzalo Rojas, pese a todos los peces, sigue inscribiéndose en lo que alguien llamara la “tradición del yo-yo” (o sea, casi toda la tradición moderna), sus incursiones por el “silabeo” siempre me habrán tocado más que el larismo, para nada simple por demás, de Teillier. Así que cuando el anfitrión le fue preguntando a cada cual qué pensaba que había que hacer para favorecer la candidatura de Teillier, al llegar mi turno sólo atiné a decir: “Nada”. (Probablemente debo haber añadido algo así como que “hacer algo” era ya faltarle el respeto al mismo Teillier). En breve: Rojas se llevó el premio ese año.

¿Qué es un premio? Una “recompensa”, dice de entrada la tan Real como Irreal Academia de la Lengua castellana: “Recompensa, galardón o remuneración que se da por algún mérito o servicio” (y entre otras acepciones consigna luego: “Cada uno de los lotes sorteados en la lotería nacional”). Un diccionario etimológico aclara que el “premio” castellano viene del inglés premium (‘superior’, ‘excelso’) y este del latín prae-emere, o sea, tomar o adquirir antes, tomar ventaja —aunque en materia de orígenes (etimológicos, precisamente) todo no puede ser sino pantanoso. Dicho esto, si el sentido dominante, dominantemente instituido, de premio es recompensa o remuneración por méritos o servicios prestados, el premio se dejaría subsumir en una suerte de círculo económico, negocio o intercambio: al decir de Vicente Huidobro (a quien por demás jamás le dieran el Premio de marras), “Pasando y pasando” (1914); tú me reconoces (mis méritos, mis servicios prestados), yo te reconozco (tus méritos para operar como autoridad reconocedora). ¿Es posible, en materia de premios, interrumpir este círculo, por demás coaccionante? Y si no es posible, ¿qué (nos) queda?

El Premio Nacional de Literatura (institución con que no todas las “naciones” o “estados nacionales” cuentan) es un dispositivo que el Estado de Chile instituyó en 1942, primero, al parecer, para ayudar económicamente a escritorxs de nota que estuvieran en la inopia (lo que explicaría acaso que no se lo hubiesen dado a Huidobro y también por qué Gabriela Mistral recibió antes el Nobel que el Nacional) y, luego, sin mayores consideraciones con respecto al estado de las finanzas (lxs historiadorxs podrán precisarlo). La ley que regula este Premio (Nº 19.169, de 1992) indica que el jurado debe estar presidido por “el ministro de Educación” (parece que no se pusieron en el caso de que hubiera una mujer en el cargo), “el rector de la Universidad de Chile” (bis) y “el último galardonado” (bis), más “un académico” (bis) designado por el Consejo de Rectores y “un representante” (bis) de la Academia Chilena de la Lengua. El premio, según la ley, “destinado a reconocer la obra de chilenos [sic] que por su excelencia, creatividad, aporte trascendente a la cultura nacional […], se hagan acreedores a estos galardones”, consiste en un diploma, una suma de dinero constante y sonante y una pensión vitalicia, todo pagado por el Estado.

Este año la ley no escrita (alias usos y costumbres) manda que el Premio Nacional de Literatura se le conceda a un o una poeta, en sentido estricto (esto es, no una narradora o narrador, ni ensayista, etc., lo cual desde ya fuera un poco absurdo, pues no es raro que alguien —el caso de Borges pudiera ser ilustrativo si chileno fuera— haga otra cosa que separar simplemente, por ejemplo, sus poemas y relatos). En días recientes ha habido quienes, a través de comunicados públicos y campañas en redes sociales, han argumentado que debe otorgársele a una poeta (mujer), en vista de la escasez de galardonadas mujeres, históricamente hablando. En efecto, sólo cinco mujeres han recibido el premio (entre ellas, el premio precedente, el de 2018).

Si se sigue esa lógica (que en algún momento hubiera que interrumpir, o “deconstruir”, pues sino se termina por saludar no a una escritura singular sino a una categoría socio-cultural) correspondería premiar antes bien a un escritor o escritora de alguna categoría jamás premiada. Por ejemplo, pero no es el único, a alguien perteneciente o identificado con algún “pueblo originario” alias “indígena” (las comillas marcan ahí la dificultad de no reiterar el gesto colonizador con denominaciones que hunden en el colonialismo sus raíces). Y más todavía si escribe (no sólo, pero también) en alguna lengua indígena, desde temprano expulsada de la institucionalidad educacional tanto colonial como republicana.

En este contexto, el nombre que hoy acaso más suena es de Elicura Chihuailaf, escritor bilingüe en mapuzungun (otrxs escriben mapudungun, y aun chedungun) y castellano, autor de algunos poemarios de corte aparentemente tradicional, de una traducción de versos de Neruda al mapuzungun, sobre la cual algún día me gustaría extenderme, y también de un notable Recado confidencial a los chilenos, en prosa, con guiños meridianos a la escritura de Mistral desde el comienzo, o sea, desde el título. Y eso pese a que doña Gabriela tiene fraseos increíbles que no hacen sino confirmar el desencuentro histórico entre chilenes y mapuches, como, sin ir más lejos, cuando escribiera que los “araucanos” son gente de una “cultura” mucho más atrasada que la de incas, mayas y toltecas (“Mi reputación de indigenista viene de lo poco que he hecho por la reivindicación del indio en general, con apoyo en la admirable cultura que tuvieron —y tienen— mayas, toltecas y quechuas. No podía valerme de los araucanos para mis fines por la flaqueza de su labor artística y por su raso primitivismo”; in G. M., Diario íntimo, J. Quezada organizador, p. 155) o cuando en 1930 escribía que los idiomas indoamericanos no eran “lenguas”, como el castellano o el francés, sino nomás “dialectos” (G. M., Gabriela anda por el mundo, R. E. Scarpa compilador, p. 169).

Recado confidencial a los chilenos es un a ratos filudo, a ratos tierno, reclamo de alguien que habla insistentemente de “mi gente”, el Pueblo mapuche (así, con mayúscula), ante la barbarie civilizadora del Estado de Chile que, en este punto, no se diferencia mayormente de todos los estados poscoloniales americanos. Lo que lo lleva a constatar que raramente el Estado chileno y el Pueblo mapuche habrán compartido caminos: “Los sentidos son, como ve, diferentes para nuestro Pueblo y para el Estado [de Chile]”. Vale la pena una cita un poco más extensa para olfatear el punto:

Un estudiante me dice: ‘¿pero por qué usted insiste tanto en hablar de los chilenos y de los mapuche?, ¿acaso usted no es chileno o no se siente chileno?’. Le digo: yo nací y crecí en una comunidad mapuche en la que nuestra mirada de lo cotidiano y lo trascendente la asumimos desde nuestra propia manera de entender el mundo: en mapuzugun y en el entonces obligado castellano; en la morenidad en la que nos reconocemos; y en la memoria de la irrupción del Estado chileno que nos «regaló» su nacionalidad. Irrupción constatable «además» en la proliferación de los latifundios entre los que nos dejaron reducidos. // Les digo a los estudiantes (ahora también a usted): Imagínense, por un instante siquiera, ¿qué sucedería si otro Estado entrara a ocupar este lugar y les entregara documentos con una nueva nacionalidad, iniciando la tarea de arreduccionarlos, de imponerles su idioma, de mitificarles —como forma de ocultamiento— su historia, de estigmatizarles su cultura, de discriminarlos por su morenidad? ¿Se reconocerían en ella o continuarían sintiéndose chilenos? ¿Qué les dirían a sus hijas y a sus hijos? (p. 12).

Lo mismo cabría decir de esxs miles de peruanxs y bolivianxs (fueran o no indígenas) que habitaban los territorios invadidos por el Estado de Chile en la llamada Guerra del Pacífico y que de un día para otro fueron forzados a optar entre dejar para siempre su tierra o recibir de “regalo” la nacionalidad chilena. Y de los Rapa Nui también, de cierto. Y, cómo no, un largo etcétera. Por ello, la “lucha” mapuche no es sólo la lucha “mapuche”. Algo tiene que ver desde ya con cómo reconsiderar la estancia en común (no otra cosa dice la palabra “república”); cuestión, por de pronto, “constituyente”, si se quiere, para la cual —no habiendo recetas mágicas— requiriera de al menos una buena dosis destituyente de la tradicional barbarie civilizadora aún en curso.

Estancia en común no significa homogeneidad, ni siquiera unidad. Sino. Acaso. Una pizca de más poesía. Si la poesía, al decir de un poeta oriundo de un pueblo desaparecido para la historia (como lo recuerda justamente en el discurso de recepción de un prestigioso premio literario alemán), antes que un “hecho estético” o un producto “artístico”, fuera literalmente un apretón de manos [ein Händedruck], un “secreto” encuentro.

Andrés Ajens